“Y con muchas otras palabras (Pedro) testificaba solemnemente y les exhortaba diciendo: Sed salvos de esta perversa generación.” (Hech.2:40)
“Una generación inicua y adúltera sigue buscando una señal, mas no se le dará ninguna señal, sino la señal de Jonás el profeta. Porque así como Jonás estuvo en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así el Hijo del hombre estará en el corazón de la tierra tres días y tres noches. [...] Así también será con esta generación inicua”. (Mateo 12:38-45.)
Entre los cristianos de cualquier denominación la doctrina salvífica forma parte central de su esperanza, siendo la misma una poderosa fuerza de su razón de ser.
La descripción que de ella efectúan desde las distintas agrupaciones religiosas, son casi idénticas.
El catecismo católico reconoce a Jesucristo como ‘Dios hecho carne que bajó del cielo’ “por nuestra salvación”.
“…y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato”
Hacia el final del Credo confiesan:
“Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.”
Los fieles católicos en general no tienen claro este tema, pues no pueden conciliar la inmortalidad del alma con la resurrección y la vida futura. Se puede vislumbrar a grandes rasgos que la ‘salvación’ tiene que ver con resucitar a la vida en el ‘mundo futuro’, evitando el castigo eterno del ‘infierno’, aspecto que ha sido entendido de muy diversas maneras. En el credo de Nicea, por ejemplo, no mencionan que Cristo “descendió a los infiernos” tal como aparece en el Credo apostólico. Sobre éste particular explican:
“Los «infiernos» –distintos del «infierno» de la condenación– constituían el estado de todos aquellos, justos e injustos, que habían muerto antes de Cristo. Con el alma unida a su Persona divina, Jesús tomó en los infiernos a los justos que aguardaban a su Redentor para poder acceder finalmente a la visión de Dios. Después de haber vencido, mediante su propia muerte, a la muerte y al diablo «que tenía el poder de la muerte» (Hb 2, 14), Jesús liberó a los justos, que esperaban al Redentor, y les abrió las puertas del Cielo.”
Dicho concepto se halla relacionado con el pasaje de Hech.2:27, 31 en el discurso de Pedro cuando cita un pasaje de Salmo (16:10) y luego lo aplica a Jesús, que en griego menciona que el alma o psijé (ψυχή) de Cristo no sería abandonada en el hades (ᾅδου) .
«ὅτι οὐκ ἐγκαταλείψεις τὴν ψυχήν μου εἰς ᾅδου οὐδὲ δώσεις τὸν ὅσιόν σου ἰδεῖν διαφθοράν.»
En el versículo 31 en griego luego de parafrasear repitiendo el 27 remarca en ambos en la segunda parte diciendo que su carne (σαρξ) no vería la corrupción, es decir, no se pudriría quedando sus huesos allí de testigos de tal proceso, a diferencia de David, cuya sepultura con sus restos estaba con ellos en sus días (Hech.2:29).
Otras traducciones en vez de “hades” traducen “infierno”, pero no en plural como enseña el catecismo para querer decir algo distinto, sino en singular.
Y tanto el hades griego, como el seol hebreo son lo mismo que el infierno latino.
En hebreo, para ese pasaje del Salmo 16:10 dice que el nefesh o alma del salmista no será abandonada en el-seol (לשאול), expresión que la LXX traduce aden (fosa, sepultura), y la vulgata traduce inferno, tanto en el Salmo como en Hechos 2:27 y 31.
El otro pasaje que muestra al Cristo descender al infierno es Efesios 4:7-10. Si bien no usa la palabra “hades” si habla de “las partes más bajas de la tierra”, de donde ‘asciende’ como el Cristo resucitado “por encima de todos los cielos”. La analogía es clara.
Otros pasajes bíblicos que enseñan ese ‘descenso’ son 1ªPed.3:18-20 y 4:6. Tales pasajes son tomados en su aspecto literal, aplicados al momento de expirar y antes de resucitar en la persona de Jesús, cuando en realidad dicha literalidad posee una significación espiritual universal que casi nadie nota. Por ejemplo, nadie nota la relación existente entre Efesios 4:7-10 con Apocalipsis 22:16 y 2:28.
De allí que el tema sobre la salvación se torna confuso aunque parezca sencillo. Para empezar, ¿somos salvados o nos salvamos? No es lo mismo ‘ser salvado’ que ‘salvarse uno mismo’. Para los que piensan que ‘somos salvados’ es necesario puedan entender de qué somos salvados, lo cual explican de modo sencillo las distintas corrientes cristianas.
“¿De qué somos salvados? En la doctrina cristiana de la salvación, somos salvados de la “ira”; esto es, del juicio de Dios al pecado (Romanos 5:9; 1 Tesalonicenses 5:9). Nuestro pecado nos ha separado de Dios, y la consecuencia del pecado es la muerte (Romanos 6:23). La salvación bíblica se refiere a nuestra liberación de las consecuencias del pecado, y por lo tanto, implica la remisión del pecado.”
“El cristianismo acepta la salvación como la liberación de la esclavitud del pecado y de la condenación, resultando en la vida eterna con Dios dentro de su Reino. El sacrificio de Cristo hace que se le denomine Salvador.”
“El término ‘redención’ hace más bien referencia al ‘rescate’ (viene del latín redimere, que significa volver a comprar) del pecado, que Cristo pagó muriendo en la Cruz por nosotros.
En cambio la ‘salvación’ es el fruto obtenido por la redención de Cristo, al no estar más enemistados con Dios por el pecado, nuestra alma está en gracia y es este estar en gracia lo que llamamos salvación.
Hay que tener en cuenta que como son dos conceptos muy ligados, muchas veces pueden usarse indistintamente, tanto para indicar el aspecto de haber sido rescatados como el de la salvación.”
La redención suele separarse de la salvación.
Para poder comprender de dónde viene el tema sobre la necesidad de salvarse, es necesario ubicarse en una posición neutral para distinguir la condición de vida del humano. Las Escrituras lo hacen en distintos pasajes, entre los cuales menciona que la vida humana es dura y vana, sufrida, llena de problemas y desafíos de todo tipo, culminando luego de un período de enfermedades y dolores en la muerte. No existe una existencia “feliz” para el humano por más que la persiga. Desde tiempos inmemoriales la supervivencia obligaba a trabajar duro la tierra, recolectar al comienzo frutos duros y amargos, de poco valor nutritivo, hasta que mediante un largo proceso de selección y cultivo el humano logró producir una gran variedad de semillas de especies comestibles apetecibles aptas para usarlas en casi todas las regiones del planeta, cuyos géneros silvestres de dónde provenían no se hallaban en su mayoría de manera natural en la naturaleza. Otra manera para sobrevivir era la caza y la pesca, artes milenarios que con el tiempo derivaron en la cría de ganado doméstico y aves, agregando actualmente la producción de especies marinas. Tanto era el trabajo duro que surgió la civilización, útil en la especialización del trabajo para el mayor progreso y donde era necesario protegerse de ladrones y predadores ávidos de surtirse gratis de tales bienes, surgiendo los gobernantes y guerreros, asociados a una clase social acomodada que obligaba a la mayoría a la producción, donde todos debían cumplir con duros trabajos serviles y de entrega total a la patria de todo tipo para poder sobrevivir. De esa manera, tal como dice la Escritura, ‘el hombre ha dominado al hombre para su propio perjuicio.’
Hoy día, gracias a la mecanización, los avances en la ciencia y tecnología, han reducido a un mínimo tales esfuerzos de antaño en muchas partes del globo, y los trabajadores de muchos países gozan de beneficios que antaño siquiera lo soñaban. Sin embargo, a pesar de los avances, la vida continúa siendo algo que no se entiende bien para qué y por qué existimos, y justamente los momentos de ocio donde existe más tiempo para reflexionar sobre ello, el humano prefiere atontarse con toda clase de ruidos y fiestas, diversión de cualquier clase, con tal de no pensar. Recuerdo a varios amigos que en distintas ocasiones me manifestaron que es mejor no pensar, sino disfrutar la vida lo mejor que se pueda.
Pero, no todos viven ocupados en distintas metas materialistas, intelectuales, narcisistas o hasta narcotizados, sino que emprenden paralelamente alguna posición determinada en el campo religioso para obtener cierta clase de sosiego y tranquilidad mental. Y aquí aparece la razón de ser de las religiones. Las mismas tratan de responder al humano las cuestiones sobre las cuales está tratando de averiguar, pero que no se anima a profundizar demasiado por temor a lo desconocido y a sufrir más. De allí que muchos se entregan a maestros o gurúes, mientras que el resto prefieren las tradiciones y otros a movimientos reformistas o sectarios. En el fondo buscan que haya alguien que les confirme lo que desean escuchar: que está en este mundo para disfrutar de la vida y que el grupo al cual pertenece es el que lo ayudará a alcanzar esa plenitud que no encuentra.
Mientras los creyentes crean el mensaje que reciben de otros a los cuales respeta, mitigan en parte el sufrimiento mental en el cual todos nos hallamos. Por eso, en el fondo, todo ser humano quiere ‘salvarse’ de los males de este mundo, tener una esperanza que lo eleve hacía un porvenir mejor, y por sobre todo, poder enfrentar la muerte como la vuelta a la nada por algo superior a la vida presente.
Por lo general, durante la juventud, cuando uno es sano y fuerte, son otras las preocupaciones respecto a aquellas surgidas a medida que cada humano se acerca al ocaso de su existencia, profundizándose durante ese tiempo aquellas de tipo existencial relacionadas con un Dios. ¿Existirá realmente un Dios que nos salvará, o todo es una quimera? ¿Por qué tengo que padecer tantos dolores y enfermedades? ¿Qué me pasará al morir? ¿Será cierto todo lo que me enseñaron y creí? ¿Me está castigando o me castigará Dios por los pecados que cometí? Etc.
Otros por cierto, afirman aceptar estoicamente la vuelta a la nada, afirmando que eso no los hace infelices, una contradicción desde cualquier punto que se lo mire. Internamente no está tan de acuerdo con lo que expresan externamente, pues casi siempre necesitan discutir apasionadamente la inexistencia de Dios, pero en ese momento prefieren decir eso y afirmarse en sus discusiones antes que aceptar lo que para ellos son engaños religiosos. Y es que tienen razón en muchas cosas sobre las cuales las religiones han enseñado falsedades como verdades.
Frente a dicho panorama y de una multitud de sabiondos y estrategas del mercadeo que venden espejitos de colores y lociones para derrotar la calvicie, todos buscamos esa ‘verdad’ esquiva de la vida. La honradez y franqueza lamentablemente no es algo fácil de encontrar. A causa de tantos embustes todos nos escondemos detrás de fachadas ficticias con tal que no se aprovechen de nosotros y por otro lado para evitar confrontaciones con aquellos a quienes descubrimos sus malicias. Entre medio de tales extremos navegan frente a nosotros una multitud de seres indiferentes.
Las personas religiosas suelen desear pasar la eternidad con Dios, pero solo imaginan que serán felices sin saber qué harán. Para ellos lo importante es estar vivo, eso es suficiente para ser salvo.
Ello determina que la salvación para muchos es evitar la muerte o para otros, el sufrimiento en un lugar de tormento eterno. Lo crucial es no caer en desgracia, actuando más como instinto de supervivencia que un deseo sincero de ‘estar con Dios’.
Amén de lo susodicho, por cualquier lado que miremos el mundo que nos rodea es injusto, opresivo, engañoso y sumamente violento: verbalmente, socialmente y militarmente. Si de algo debemos salvarnos es el de no vivir más en este mundo sino en otro diferente, donde no existan engaños, injusticias, fraudes y violencias.
Pero, por algún motivo estamos en este mundo, y seguramente no se debe a que seamos víctimas inocentes como muchos puedan suponer, sino la clase de personas mediante la cual aportamos, no precisamente bendiciones a nuestro alrededor, sino mayor presión, tensión por nuestras exigencias y deseos de vivir bien y confortablemente, aspecto considerado un derecho, llevando a todos a manifestar envidia, codicia, avaricia y deseos de poder en distintas magnitudes. No cabe duda alguna, este mundo es tan injusto, no porque haya un Dios que no pueda hacer o no quiere hacer nada (por eso el ateo no cree en Dios alguno), sino porque existen miles de millones de voluntades culpables por la injusticia reinante.
En consecuencia, salvarse de este mundo es un buen motivo, pero para lograrlo, tenemos primero que transformar nuestra forma de ser para demostrar ser dignos de vivir en un mundo donde reine el bien y la verdad en todas partes, de otra manera no podemos ser considerados aptos para estropear ese mundo mejor en el cual nos gustaría vivir. Si realmente deseamos un mundo mejor, pues tenemos que laborar ahora para que eso sea posible, y mientras vivimos en este mundo injusto tenemos que demostrar que somos indignos del mismo. Por eso, la intención no es cambiarlo, sino ‘dar testimonio’.
Con ello se cae por tierra el concepto religioso cristiano donde afirman que la salvación es por gracia y no por mérito. Sucede que usan un pasaje donde Pablo contrasta las obras obligadas por la ley frente a la libertad cristiana desobligada a dicha ley mosaica. Lo que nadie logra entender es que por cumplir de manera obligada los mandamientos no acredita a nadie a ser considerado digno de un mundo mejor, sino hacer las cosas de la ley sin estar obligado por ninguna. Imaginar que por creer en la expiación sustituta del cuerpo de Jesús, un Dios externo que mediante una fe natural perdona nuestros pecados y por misericordia nos salva por eso, es estar muy equivocado.
Hay quienes dicen, aceptando que deben existir obras que acompañen la fe, que el problema de la ley es que nadie puede cumplirla toda, pues siempre en algo va a fallar. Otra vez: el problema es cuando se ven los mandamientos como obligaciones.
Por ejemplo, ante una pregunta hecha a Jesús sobre cuál era el mandamiento más importante, responde:
«“Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de toda tu mente. Este es el primero y el grande mandamiento. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Mat.22:36-40 RV1909)
En Mateo ‘amarás’ se traduce de αγαπησεις, el cual, contrario a lo que algunos piensan, aparece en la expresión del deseo, el enamoramiento y la vida conyugal , forma parte de los afectos , es parte también de desear el bien y la felicidad de otros con quienes nos hallamos en comunión, disfrutando del placer y la delicia de la compañía mutua.
A su vez, dicho amor debe ser intenso, pues debe manifestarse con entero corazón (ολη καρδια), y con entera alma (ολη ψυχη) y con la entera mente (ολη τη διανοια, dia y noia). La mente o nous griego abarca nuestra inteligencia, disposición, pensamiento, razón, intelecto, comprensión, todo en su total intensidad, completa o δια (dia).
Este pasaje aparece en Deuteronomio 6:5, donde en griego en la LXX aparece tanto el corazón y el alma, pero en vez de mente usa la expresión δυνάμεώς, la cual se traduce fuerza, para expresar “con toda nuestra fuerza”, vigor, capacidad.
Esta expresión del maestro se repite en Marcos 12:29 y en Lucas 10:27. En Marcos y Lucas aparecen las cuatro fuentes obradoras del amor: el corazón, el alma, la mente, y la fuerza en la forma griega ισχυος, cuyo significado es poder, potencia.
La expresión griega para mandamientos es εντολων y en singular es εντολη. La pregunta clave aquí es: ¿se puede mandar u obligar a amar?
Para poder amar, tal como lo expresan las palabras del maestro, se hallan envueltos sentimientos, deseos, pensamientos, ideas. Y todo aquello que amamos es porque nos agrada, lo apreciamos, lo deseamos, lo queremos, sentimos afecto, empatía, interés. Y el principal motivo de amor es el amor por el bien. Si no existen los tales, amar a Dios y al prójimo es imposible. No se trata de cumplir con normas o reglamentos, sino hacerlos por amor.
Cuando una ley dice: no debes robar, eso es porqué estás robando, y no se trata de abstenerse de robar, sino de no hacerlo porque no queremos hacer sentir mal a nuestro prójimo, y el verlo mal por nuestra causa produciría en nosotros un sentimiento triste, malo. Si por deseos sexuales nos gusta una mujer y la seguimos deseando sabiendo que es casada (o viceversa), es porque no sentimos nada respecto al daño que a ella (o a él) le causaremos y a su esposo (a) e hijos. No tenemos amor por el bien, solo nos interesa satisfacer nuestro deseo ardiente u otros intereses sin importarnos las consecuencias.
Ahora, si te privas de robar o de adulterar una relación o de otras acciones designadas como prohibidas solo para no perder el favor de Dios y la vida eterna, no está mal lo que haces, pero todavía no conoces a Dios ni lo amas.
Y otra para pensar: ¿se puede amar lo que no conocemos? Obvio que es imposible. Ahora, ¿cómo podemos conocer a Dios para amarlo?
El primer mandato es amar a Dios y el segundo “es semejante”, amar al prójimo, ¿cómo? Pues como a uno mismo, es decir, como a Dios.
Para poder amar a Dios como lo describen las Escrituras es imprescindible tener una relación íntima con Dios, conocerlo como persona, como un amigo/a, un compañero/a entrañable.
Para quienes todavía no han llegado a conocer a Dios a ese nivel, pueden empezar amando a su prójimo a quién pueden ver. Amar al prójimo es amar lo bueno que hay en esa persona, por eso uno puede amar hasta a personas que son desconocidas, vecinos y hasta enemigos. Todos siempre tienen algo bueno, solo que es necesario a veces descubrirlo, hacerlo notar, ayudarlos a que sepan apreciarlo por su propio bien. Y si no fuera posible, pues habremos hecho todo lo factible.
Cuando actuamos de esa manera con las demás personas, sin importar si son o no son nuestros amigos, estaremos mejor preparados para llegar a amar a Dios. Eso es porque miramos su espíritu y no su apariencia.
Sin duda, una de las maneras de conocer a Dios es leyendo las Escrituras, dónde aparecen sus pensamientos y acciones. No obstante, mediante un libro solo podemos hacernos una idea de alguien, y para poder amar a ese alguien de manera completa debe llegar a ser íntima, pero nunca podrá llegar a serlo hasta tanto no la podamos ver y tratar personalmente, para así ver cómo nos trata ella personalmente a nosotros. Es la única manera mediante la cual el vínculo de amor se cierra y quedamos ligados (o no) a esa persona.
Es semejante a dos enamorados por carta. Hasta que no tengan su primera cita, donde puedan verse cara a cara y pasar momentos juntos, el amor entre ellos nunca llegará a ser lo suficientemente intenso al grado de definir una relación profunda y comprometida.
Pasa exactamente lo mismo con Dios. Hasta tanto no lo veamos cara a cara, percibir cómo nos trata y nos enseña y ayuda, no podremos perfeccionarnos en el amor a Dios.
Pero, ¿cómo puede ser eso posible si Dios es un espíritu y nadie lo puede ver?
Claro, no se puede ver salvo espiritualmente, es decir, no de manera natural como podemos ver al prójimo, pero si lo podemos ver en espíritu.
¿Cómo es eso? Pues bien, en Génesis dice que el humano ha sido creado ‘a imagen y semejanza’ de Dios. Eso significa ni más ni menos que como humanos tenemos un parecido con Dios, el cual obviamente no es la parte natural o física, sino la espiritual. Todos somos seres espirituales, y saber y descubrir eso en nosotros es descubrir a Dios, es llegar ‘a conocernos a nosotros mismos’.
La parte espiritual humana es clave para conocer a Dios, y si la misma no se manifiesta en la verdad sino en la falsedad, practicando la mentira y el engaño, no existe posibilidad de llegar a conocer a Dios. Es como lo dijo el maestro: para poder adorar a Dios debe ser “en espíritu y en verdad”.
La verdad, como una casa, no se trata solo de doctrinas, sino de lo principal, que es su fundamento, y lo ‘sólido’ o ‘roca’ debe ser la franqueza y sinceridad interior, ser amantes de todo lo que sea bueno. Entonces es cuando nuestro espíritu da a luz un hijo divino prometedor que comienza a desarrollarse, al principio es como un bebé, necesita que lo atiendan con biberón y alimentos suaves, luego al crecer también necesita cuidados y esmeros más amplios para proporcionarle todo lo que nos pida, esto es conocimientos y sabiduría. Cuando llega a adulto pues tenemos formado a un hombre (o mujer) interior espiritual, el cual se manifestará hacia el mundo natural mediante nuestro cuerpo físico.
Cuando llega esa etapa en cualquier momento se nos da a conocer, se manifiesta en nosotros desde lo profundo de nuestra mente a nuestra consciencia, y comienza a hablarnos. Es lo que el maestro ha explicado cuando mencionaba su ‘segunda venida’.
¿De qué manera viene? Pues puede hacerlo de distintas maneras, pero en todas se nota claramente pues se trata de algo inusual a lo cual antes no estábamos acostumbrados. Pueden ser visiones, sueños muy especiales, voces interiores, intuiciones especiales, todas con el propósito de elevarnos, hacernos felices, darnos gozo. Y todo lo que ese Hijo de Dios en nuestro interior nos habla y enseña viene de Dios mismo, nuestra parte espiritual, a quién llegamos mediante él.
Quienes en vez de criar a un ser interior en la verdad lo hicieron en la falsedad y fuera del deseo del bien, también se desarrolla un ser espiritual, pero maligno, y también, cuando llega a ser adulto, se manifiesta de maneras semejantes, sucesos a los cuales se han dado en llamar posesión, satanismo, endemoniado. Tal espíritu interior no escucha a su parte divina que le habla desde el inconsciente para corregirlo, es entonces cuando su vida manifiesta es un malestar constante, angustia, depresión, ira, odio, celos, etc.
En síntesis, es muy importante amar la verdad y el bien para que nuestro ser espiritual sea el Cristo y no el Diablo.
Por ello, como primera medida nos tenemos que salvar de nuestra propia maldad.
Hasta el día que nuestro padre (hombre interior) no tenga un hijo con nuestra amada virgen (mente subconsciente) y nazca y crezca Emanuel, no tenemos posibilidad de salvarnos.
El hombre (o mujer) exterior es lo que aparentamos y somos para los demás, es la persona física, carnal. El hombre (o mujer) interior es lo que sentimos y pensamos en nuestra intimidad, la que por lo general no concuerda con la exterior por distintos motivos, ya sea para ocultar lo malo o para evitar nos conozcan bien y nos lastimen. La persona interior es la llamada espiritual, siendo la que gobierna y dirige al cuerpo para actuar. La persona interior puede ser buena o mala, es decir, puede ser espiritualmente buena (Dios) o espiritualmente mala (Diablo) o ambigua (serpiente). Esa persona interior es el Padre de lo que es la persona exterior. Dicho Padre puede tener hijos buenos o malos, los cuales se gestan de la relación con el llamado subconsciente o mente invisible. El inconsciente es la parte oculta de la mente que opera en todo sin que nos demos cuenta, es perfecta, inmaculada, y de ella nacen hijos e hijas que afloran a nuestra consciencia. Es la parte divina de nuestro ser, por tanto es Dios (o Diosa), es el Dios andrógino, pero es único, solo el Verdadero/a, que nunca miente, siempre enseña la verdad y es siempre bueno (o buena). Puede ser varón si es mujer la persona interior, o ser mujer si es varón el hombre interior. Ello para remarcar la estrecha relación de amor entre ambos, pero siempre de parte de Dios y solo de parte de la persona interior cuando descubre su presencia, cree y tiene fe en El o Ella, y llega a amarla/o con tanta intensidad que llegan a ser uno. Es cuando ocurren las bodas, el momento más dichoso del hombre o mujer que estando alejado y en males en la vida, sufre las desdichas al no percibir el amor divino, imaginando hasta que no existe ninguno.
Eso es en síntesis lo que se halla escrito y todavía permanece con variaciones y malas interpretaciones (traducciones) en los llamados libros ‘inspirados’ del judeocristianismo. Quienes en el pasado llegaron a ser uno con la divinidad y unificaron su exterior con su interior, son los hombres y mujeres llamados santos, profetas, quienes dijeron todas esas cosas que otros pusieron por escrito.
Dios se manifiesta en el reino mental, pero vive en nuestro inconsciente. Allí se encuentra una copia o porción de la plenitud divina universal, del Ser existente, el que era, es y será, Fuerza y Voluntad creadora, es nuestro Dios, y cada persona, cada ego, cada individualidad, posee el suyo.
De esta manera llegamos a lo que es Dios. Hay quienes enseñan que cada ser humano es Dios, pero eso no es exactamente de esa manera. Lo único que es Dios en cada uno de nosotros es lo que las escrituras llaman “el espíritu de Dios” o ‘aliento de vida’. Es lo que vuelve a Dios cuando los animales y el humano fallecen. Y ese espíritu de Dios conforma nuestro inconsciente, que opera secretamente en todo lo necesario para que estemos vivos. Una de las facetas más importantes y sublimes en el ser humano es la función mental, y dicho Dios es el Logos que todos tenemos. Por eso abarca desde la primera hasta la última letra del abecedario, todas las letras para formar palabras, pensamientos, ideas.
Por eso para poder ver a Dios solo podemos lograrlo mentalmente, mediante la imaginación. Es imposible ver a Dios con forma alguna, no se parece a nada material, pero existe y se manifiesta, posee voluntad propia, razona, siente y gobierna, nos revela la sabiduría y entendimiento, y todos tenemos el espíritu de Dios.
Fue ese espíritu que Pablo menciona sobre los que no tienen ley (cualquier pueblo o tribu de la tierra que nunca conocieron las Escrituras) pero hacen por naturaleza las cosas de la ley (de Moisés), porque brota desde el inconsciente de cada ser humano, donde habita Dios aunque la mayoría no lo crea ni lo sepa, pero se expresa aunque sea por gemidos y se hace entender, y muchos le llaman ‘destino’.
Por eso, solo podemos ver a Dios espiritualmente, y es con la mente que solo podemos llegar a percibirlo. Es algo parecido a la manera en que las personas de la ciencia perciben realidades que no ven de ninguna manera. Por ejemplo, todos saben que ‘el vacío’ no es ‘la nada’, sino que existe energía, mediante la cual se propagan las radiaciones, pero nadie ha visto de qué se halla compuesto y cómo funciona. Sin embargo todos están seguros que en un m3 de vacío algo hay, que no es materia pero que permite que las ondas se propaguen, y cada hombre o mujer de la ciencia de la física teórica tiene un imaginario de lo que eso puede ser. Actualmente se imagina al esquivo campo radiante desde el concepto dual onda-partícula.
De la misma manera sucede con el espíritu de Dios o lo que modernamente se ha dado en llamar inconsciente. Cuando una persona descubre esa “otra persona” como un ‘yo superior’ a su yo consciente y que en lo profundo de la mente ‘ella habita’, con la cual entabla comunicación y recibe información nueva, clara e inequívoca como si fuera procedente de otro ser superior y no de él mismo, que le ayuda a progresar y a establecerse en el sendero del bien, entonces es cuando llega a “ver a Dios”. Por eso la escritura dice que quién ‘ve al Hijo ve al Padre’.
Por lo general, el razonamiento típico antiguo de que Dios existe, era razonando que todo debe tener un hacedor. Pero a muchos les cuesta entender ese concepto sencillo al suponer que las cosas vienen a la existencia “per se”. Sin embargo, antes que nosotros existiéramos el universo existía y la vida abundaba. Dios, tal como el inconsciente de los llamados ‘animistas’ les decía que el espíritu de Dios está en todo el universo, tanto en un árbol, como en la hierba, en los animales, las aves y el humano, así también en todos los astros, hoy día los llamados cristianos que solo imaginan a Dios como un ser invisible separado de su creación ubicado en algún lugar inescrutable e incognoscible, tildan despectivamente de idólatras, panteístas y paganos a tales personas.
Recuerdo cuando hace muchos años un cristiano enseñaba a la gente diciendo que a Dios no lo podemos ver porque moriríamos, y ponía el ejemplo del sol, y tal como no podemos ver directamente al sol sin causarnos daño a la vista, les animaba a imaginarse cuánto más poderoso que el sol y los miles de millones de soles que existen y que por Dios fueron creados debía ser tan potente su presencia, más que la de todos los astros del universo.
El problema de dicho enfoque era que hacía pensar a sus oyentes que Dios era alguna clase de súper poderosa energía diferenciada, y por lo tanto lejana de cada uno de nosotros, viviendo en alguna región desconocida más allá del universo. Lo cierto es que los animistas o panteístas tienen razón, Dios se halla en todas partes porque mediante su espíritu gobierna todo, desde un átomo de cada elemento, hasta una célula, una bacteria, una planta, un avecilla, un animal, el entero planeta y todos los astros de todos los sistemas que existan en el inacabable universo. Y el humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, tiene un espíritu capaz de discernir al espíritu de Dios operando ‘a su lado’ y guiándolo en la vida.
Todos aquellos que no logran captar este punto, son como Felipe y sus compañeros, todos discípulos de Jesús, que necesitan “ver” otra cosa distinta, una forma física, pues imaginan a Dios como alguien separado de la creación morando en alguna parte invisible a la vista de las formas físicas. El espíritu de Dios está, solo que necesitamos captar su presencia tal como una galvanómetro capta el paso de una corriente eléctrica invisible.
Cuando logramos captarlo es cuando ‘lo vemos’, descubrimos que realmente existe, es un ser diferenciado de nuestro ego y superior, percibimos su voluntad, inteligencia, bondad y direccionalidad, actuando todos los días del resto de nuestra vida humana para nuestro entero beneficio, nuestra felicidad y gozo.
A partir de dicha experiencia se apoya la fe genuina, creyendo Sus promesas proferidas en nuestra intimidad para el futuro de nuestra existencia, existencia que va más allá de nuestra corta y penosa vida física.
Es entonces que logramos entender cabalmente el tema sobre la salvación.