domingo, 23 de noviembre de 2014

Recuerdos Sueños Pensamientos. Extractos con comentarios

Recuerdos Sueños Pensamientos de Carl Jung, extractos del libro con comentarios.
Parte I
C. Jung nació en el año 1875 en Kesswil (Suiza), un pueblecito junto al lago Constanza en el cantón suizo de Thurgau y falleció en el año 1961. Formó parte del seno de una familia de ascendencia alemana y de tradición religiosa. Su padre era pastor luterano dentro la Iglesia Reformada Suiza, cuyos padres pertenecieron a dos importantes familias de la Basilea del siglo XIX.

El abuelo paterno de Jung, Carl Gustav Jung (1794-1864), médico exiliado de Heidelberg, organizó la facultad de medicina de la Universidad de Basilea, donde enseñó anatomía y medicina interna, y la ampliación de su hospital general. Todo esto gracias a su relación de amistad con A. von Humboldt. Sería también el rector de dicha universidad, conocido dramaturgo y un francmasón Gran Maestre de la logia suiza[1]. También dirigió una institución psicológica para niños con déficits psíquicos.

El abuelo materno, Samuel Preiswerk (1799-1871) fue arcipreste de la iglesia de Basilea, filólogo autor de una gramática hebrea, y precursor y promotor del sionismo. El Romanticismo estaba continuamente presente en el hogar, con aparición de espectros y demás fenómenos parapsicológicos. Una prima de C.G. era médium.

El padre de Jung, Paul Achilles (1842-1896) abandonó su carrera de filólogo en lenguas semíticas para ejercer como clérigo en una iglesia reformada suiza. Ampliaría su labor en la clínica psiquiátrica Friedmatt de Basilea desde 1888. Fallecería meses después de que Jung iniciara su carrera de medicina en la Universidad de Basilea.

Su madre Emilie Preiswerk (1848-1923) se caracterizó por tener una personalidad marcadamente disociativa que determinó enormemente el rasgo intuitivo de Jung.

Un primer hermano de Jung, Paul, nacido en 1873, fallecería al poco tiempo. En 1884, y con nueve años de diferencia, nacerá su única hermana, Johanna Gertrud, que moriría en 1935.

Fue médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo.

Este libro de Jung de alguna manera condensa su trayectoria de toda la vida, permitiendo al público lector tener una idea de sus pensamientos y teoría sobre el inconsciente. Personalmente lo abordé para conocer sus sueños y lo que de ellos fue interpretando. Nada más llamativo que los primeros sueños de su vida que nunca pudo olvidar desde muy temprana edad, cuando apenas era un niño preescolar. La riqueza de tales visiones oníricas fueron realmente sorprendentes además de contener información reveladora de una percepción más allá de la mentalidad de un niño, adolescente o adulto. Hay sueños que cuando los leo no se si atribuirlos a visiones concientes y no a sueños en estado propiamente dormido. Me cuesta creer que sus sueños, así como el de sus pacientes que relata hayan surgido todos durante la inconsciencia del sueño. A veces pienso que fueron de alguna manera adornados o enriquecidos posteriormente al momento de describirlos. Por cierto, es solo una opinión personal fundada en mis propias experiencias oníricas y de fantasías en estado del tipo “soñar despierto”, cuando a veces uno sin llegar a dormirse, al cerrar los ojos para descansar fantasea con contenidos que suelen ser tan reales como si los hubiera vivido.

Mis comentarios de alguna manera brotan de mis propias experiencias y conocimientos adquiridos sobre distintos temas, que puede servir a cualquiera que desee conocer un poco más a Jung desde una posición diferente como base para interesantes debates. Muchas referencias permiten aclarar y ampliar el contenido general.

El sueño de Jung a los cuatro años
«…tuve el primer sueño del que logro acordarme y del cual debía ocuparme, por así decirlo, toda mi vida. Tenía yo entonces tres o cuatro años. La casa parroquial se erguía solitaria cerca del castillo de Laufen, y detrás de la finca de Messmer se extendía un amplio prado. En sueños penetré en este prado. Allí descubrí de pronto, en el suelo, un oscuro hoyo tapiado, rectangular, nunca lo había visto anteriormente. Por curiosidad me acerqué y miré en su interior. Entonces vi una escalera de piedra que conducía a las profundidades, titubeante y asustado descendí por ella. Abajo se veía una puerta con arcada románica cerrada por un cortina verde. La cortina era alta y pesada, como de tejido de malla o de brocado, y me llamó la atención su muy lujoso aspecto.
Curioso por saber lo que detrás de ella se ocultaba, la aparté a un lado y vi una habitación rectangular  de unos diez metros de largo débilmente iluminada. El techo, abovedado, era de piedra y también el suelo estaba enlosado. En el centro había una alfombra roja que iba desde la entrada hasta un estrado  bajo. Sobre éste había un dorado sitial extraordinariamente lujoso. No estoy seguro, pero quizás había  encima un rojo almohadón. El sillón era suntuoso, ¡como en los cuentos, un auténtico trono real!
Más arriba había algo. Era una gigantesca figura que casi llegaba al techo. En un principio creí que se trataba de un elevado tronco de árbol. El diámetro medía unos cincuenta o sesenta centímetros y la  altura era de cuatro o cinco metros. La figura era de extraños rasgos: de piel y carne llena de vida y como remate había una especie de cabeza, de forma cónica, sin rostro y sin cabellos; únicamente en la  cúspide había un solo ojo que miraba fijamente hacia arriba. La habitación estaba relativamente bien iluminada, pese a que no había luz ni ventanas. Sin embargo, allí, en lo alto, reinaba bastante claridad. La figura no se movía, no obstante, yo tenía la sensación de que a cada instante podía descender de su  tronco en forma de gusano y venir hacia mí arrastrándose. Quedé como paralizado por el miedo. En  tan apurado momento oí la voz de mi madre como si viniera de fuera y de lo alto, que gritaba: «Sí, mírale. ¡Es el ogro!» Sentí un miedo enorme y me desperté bañado en sudor. A partir de entonces muchas noches tenía miedo a dormirme, pues temía que se repitiera un sueño semejante.

Este sueño me preocupó durante años. Sólo, mucho más tarde, descubrí que la extraña figura era un  falo y, sólo décadas después, que se trataba de un falo ritual. No podía discernir si mi madre me había  dicho «Ése es el ogro» o «Es el ogro», en el primer caso se referiría ella a que el devorador de niños  no es «Jesús» o el «jesuita», sino el falo; en el segundo, que el devorador de hombres se representa en  general por el falo, por lo tanto, el sombrío «hêr Jesús»[2], el jesuita y el falo serían idénticos.

[3]El significado abstracto del falo[4] señala que el miembro es entronizado de un modo en sí itifálico (ίδύς =erguido). El foso en el prado representaba ciertamente una tumba. La tumba misma es un templo  subterráneo cuya cortina verde recordaba el prado; aquí, pues, representa el secreto de la tierra cubierta de verde vegetación. La alfombra era de color rojo sangre. ¿Por qué el techo abovedado? ¿Es que había yo estado ya en el Munot, en el torreón de Schafhausen? Posiblemente no, no se llevaría allí a un niño de tres años. Así, pues, no podía tratarse de un recuerdo. Igualmente el origen del itífalo anatómicamente correcto se desconocía. La significación del orificium urethrae como ojo, y encima de él un foco luminoso alude a la etimología de falo φαλός = luminoso, brillante).[5] [6]

 


    


Ante semejante sueño de Jung, donde aparece un símbolo fálico a un niño de apenas cuatro años, cualquiera puede realmente imaginar que este niño había visto u oído algo sobre el miembro viril masculino usado como elemento ritual, pero ello suena descabellado siquiera pensarlo en esa época en una hogar donde reinaba la autoridad de un párroco protestante calvinista, por lo cual el poder de las reflexiones de Jung no han podido resultar menos de como las que ha sido capaz de levantar en las siguientes preguntas en el ocaso de su existencia:

«¿Qué hablaba entonces en mí? ¿Quién pronunciaba frases de profunda problemática? ¿Quién  asociaba lo superior y lo inferior y asentaba de este modo el fundamento de todo cuanto sembró toda  la segunda mitad de mi vida de tempestades del más apasionado carácter? ¿Quién perturbaba la serena e inocente infancia con graves presentimientos de la vida en su plena madurez? ¿Quién sino el huésped extraño que venía de arriba y de abajo?

Con este sueño infantil fui iniciado en los secretos de la tierra. Tuvo lugar entonces, por así decirlo, una sepultura en la tierra y transcurrieron años hasta que reaparecí. Hoy sé que sucedió para introducir en la oscuridad la mayor cantidad posible de luz. Fue un tipo de iniciación en el imperio de  las tinieblas. Entonces mi vida espiritual dio comienzo inconscientemente.»

Las experiencias de Jung  de niño son bastante diferentes a las de nuestra época, en que los niños desde temprana edad ven en la televisión toda clase de imágenes y sucesos que son absorbidos como por una esponja en sus tempranas mentes. Hacia finales del siglo XIX no existían este tipo de transmisiones. Era evidente que “venían” de un lado que no era el mundo físico real.

El hombrecillo de madera, la piedra y los pergaminos a los 10 años
«El hombrecillo era un dios de la antigüedad, pequeño y oculto, un telesforo[7] que se encuentra en varias representaciones junto a Esculapio y a quien lee un pergamino. De este recuerdo me vino por vez primera la convicción de que existen elementos anímicos arcaicos que pueden inculcarse en el alma individual sin que procedan de la tradición. En la biblioteca de mi padre[8], la cual exploré a fondo —nótese bien que mucho después—, no había ni un solo libro que contuviera una información de este tipo. Es notorio que mi padre no sabía nada de tales cuestiones.»

«El episodio con el hombrecillo tallado en madera constituyó la culminación y el final de mi infancia. Duró aproximadamente un año. Luego olvidé por completo este acontecimiento hasta los treinta y cinco años. Entonces, de las nieblas de la infancia resurgió este recuerdo con claridad diáfana  cuando, ocupándome en preparar mi libro Wandlungen una Symbole der Libido (Transformaciones y
símbolos de la libido), leí acerca del «Cache», de piedras conmemorativas en Arlesheim y de los  churingas australianos. Descubrí de pronto que me hacía una imagen perfectamente concreta de una  tal piedra, aunque nunca la había visto reproducida. En mi imaginación veía una piedra lisa pintada  de tal modo que se distinguía una parte superior y otra inferior. Esta imagen me resultaba familiar en cierto modo y entonces recordé un plumier amarillo y un hombrecillo. El hombrecillo era un dios de la antigüedad, pequeño y oculto, un telesforo que se encuentra en varias representaciones junto a Esculapio y a quien lee un pergamino.»

«Cuando estuve en Inglaterra en 1920 tallé dos figuras parecidas en una rama delgada sin recordar lo más mínimo la experiencia de mi infancia. Una de ellas la hice ampliar en piedra, y esta figura se  encuentra en mi jardín de Küsnacht.  Sólo entonces el inconsciente me inspiró el nombre. La figura se  llamó «Atmavictu» —«breath of life»[9]. Constituye un desarrollo ulterior de aquel objeto casi sexual de la infancia que se presentaba entonces como el «breath of life» como un impulso creador. En el  fondo todo ello es un cabir[10], cubierto con la capa, oculto en la «caja», dotado de un gran acopio de fuerzas vitales, la negra piedra y alargada. Sin embargo, esto son interrelaciones que sólo me  resultaron claras muchos años después.

Cuando era niño, me sucedió del mismo modo como más tarde observé en los indígenas de África: simplemente lo hacen y no saben en absoluto lo que hacen. Sólo mucho más tarde se medita sobre ello.»

«El sueño de dios itifálico fue mi primer gran secreto; el hombrecillo, el segundo.»[11]

Jung de niño era reacio a la escuela, las matemáticas le resultaban difíciles de entender, y hasta llegó aparentar una enfermedad con tal de no ir al colegio. Sin embargo, hubo un suceso en su vida que lo cambió. Fue al escuchar a escondidas una conversación de su padre con un amigo. Jung lo cuenta:

«Oí cómo el amigo preguntaba a mi padre: «¿Pues qué le pasa a tu hijo?» A lo que mi padre respondió: «Ay, es una desgraciada historia. Los médicos no saben qué es lo que le sucede. Creen que quizás sea epilepsia. Sería terrible si resultara algo incurable. Yo he perdido mis escasos ahorros y  ¿qué sucederá con él si no puede ganarse la vida?» Me sentí como alcanzado por un rayo. Era el choque con la realidad. «Es verdad, hay que  trabajar», me cruzó la mente. A partir de entonces me convertí en un niño serio. Fui al cuarto de estudio de mi padre,  tomé un libro de gramática latina y  comencé a estudiar con ahínco. A los diez minutos me desmayé. Casi caí de la silla, pero transcurridos algunos minutos me sentí mejor, y proseguí en mi propósito. Había ya pasado aproximadamente un cuarto de hora cuando me vino el segundo mareo. Pasó como el anterior: «¡Y ahora  tú vuelves al  trabajo!» Persistí y al cabo de media hora llegó el tercero. Pero no cedí y trabajé todavía una hora más hasta que tuve la sensación de que los mareos estaban ya superados. De improviso me encontré mejor que todos los meses anteriores. De hecho, los ataques no se repitieron más y a partir de este momento trabajé todos los días en mi gramática y mis cuadernos escolares. Después de algunas semanas volví a  la escuela y allí no experimenté mareo alguno. El encanto había desaparecido. Aquí aprendí lo que es una neurosis.[12]

La sensación conciente de haber vivido cien años atrás
«Hubo todavía otro acontecimiento que me sumergió en el siglo XVIII, una  terracota pintada que se componía de dos figuras. Representaba al viejo doctor Stückelberger, una conocida personalidad de  la vida de Basilea al final del siglo XVIII. La otra figura era una de sus pacientes. Sacaba la lengua y  tenía los ojos cerrados. Sobre ello existía una leyenda. Se contaba que el viejo Stückelberger pasaba una vez por el puente del Rin y vino esta paciente que le había ya disgustado tan a menudo y volvió a  importunarle con sus quejas. El viejo señor dijo: «Sí, sí, algo debe pasar con usted. ¡Saque la lengua y cierre los ojos!» Ella así lo hizo y en el mismo instante él se marchó, quedando la muchacha de pie  con la lengua fuera para regocijo de la gente.
La figura del viejo doctor llevaba zapatos con hebilla que extrañamente reconocí como los míos o muy parecidos. Quedé convencido: «Éstos son los zapatos que yo he llevado.» Este convencimiento me causó entonces mucha confusión. «Pues sí, ¡éstos eran mis zapatos!» Me sentía todavía los zapatos en mis pies, pero no podía explicarme cómo había llegado a esta asombrosa sensación. ¿Cómo era  posible que yo perteneciera al siglo XVIII? Con frecuencia me sucedió entonces escribir 1786 en  lugar de 1886 y esto sucedía siempre con un inexplicable sentimiento nostálgico.»


Adán y Eva
Sobre una situación que lo atormentaba al pensar que cometería el pecado imperdonable Jung concluye con un razonamiento que lo alivió y permitir el advenimiento del mismo. Veamos como lo cuenta:

«Eran (Adán y Eva) creaciones perfectas de Dios, pues Él sólo crea cosas perfectas y, sin embargo, cometieron el primer pecado porque hicieron lo que Dios no quería. ¿Cómo fue esto posible? No hubieran podido hacerlo en absoluto si Dios no les hubiera dado oportunidad para hacerlo. Esto se deduce de la serpiente que Dios creó ya antes que ellos, por lo visto con el fin de que debía persuadir a Adán y Eva. Dios, en su omnisciencia, lo dispensó todo de tal modo que los primeros padres debían pecar. Fue, pues, la intención de Dios el que ellos tuviesen que pecar

Este razonamiento lo llevaba a enfrentar ese “pecado imperdonable que le perturbaba” por el solo hecho de admitirlo mentalmente.
                                   
««¿Qué quiere Dios? ¿Que lo haga o que no lo haga? Debo dilucidar qué es lo que Dios quiere y concretamente ahora y conmigo.» Sabía que, según la moral tradicional, era del todo evidente que debía evitarse el pecado. Así lo había hecho hasta el presente y sabía que no podría hacerlo en lo sucesivo. Mi sueño interrumpido[13] y mi apurada situación anímica me habían conducido al punto en que el esfuerzo por alejar aquellas ideas me destrozaba. Así no podía continuar. Pero no podía en absoluto transigir antes de comprender cuál era la voluntad de Dios y lo que Él se proponía. Estaba seguro de que Él era el causante de esta desesperante dificultad. Es curioso que no pensé ni por un momento que pudiera  jugarme una jugarreta el demonio. En mi estado de ánimo desempeñaba entonces un papel muy pequeño y era completamente impotente frente a Dios. Más o menos a partir del momento de mi surgir de la niebla y de mi llegar a-su-yo comenzó a preocupar a mi mente la unidad, grandeza y sobre humanidad de Dios.»

¿En que consistió el pensamiento denominado “pecado imperdonable” de Jung? El mismo nos cuenta:

«Pero llegué a la misma conclusión. «Dios quiere evidentemente que me arriesgue», pensaba yo. «Si es así y lo hago, entonces Él me concederá su gracia e inspiración.» Hice acopio de todo mi valor como si tuviera que precipitarme en el fuego infernal y dejé volar mi imaginación: ante mis ojos  surgió la hermosa catedral, sobre ella el cielo azul, Dios sentado en trono dorado, en la cumbre del mundo, y bajo el trono cayó una enorme cantidad de excrementos sobre la cúpula de la iglesia, la destrozaron y despedazaron los muros del templo.»

Curiosamente, hace doce años[14] escribí una historia con un parecido a la descrita por Jung, una visión imaginada en estado de vigilia para describir la enorme decepción religiosa personal en la que me hallaba desde hacia varios años y continuó por unos cuatro años más, como si me viera desde otra perspectiva:

“Sin embargo, luego de dos décadas, miró hacia el cielo, y de repente vio algo que lo perturbó. Un enorme ser de figura humana se desnuda la cintura y se agacha dónde el se hallaba. Sus hijos se asustan y huyen, su esposa corre a protegerse, pero este hombre, con los ojos atónitos, no podía creer lo que estaba viendo. De repente, una descomunal descarga de líquido y material divino se le abalanza sobre su persona, embadurnándolo completamente. Grita airoso contra semejante ser, pero no le escucha. Termina su acto y se va a otra parte. Estupefacto y furioso pregunta a los cuatro vientos sobre el maravilloso sueño que tanto esperaba. En eso, una voz se escucha por entre las nubes y los árboles del bosque que le dice:
"No te perturbes, hoy acaba de cumplirse esa profecía".”[15]

La narración es más extensa, pero la sección incorporada muestra la similitud del desprecio divino por la esperanza desarrollada en base a la teología que había creído[16].

El pecado imperdonable consistía en que el mismo Dios se burla de las instituciones religiosas humanas, que toda su aparatosa presencia y sus enseñanzas no significa nada. El mismo lo explica de esta manera:

«Conocía, ahora, lo que mi padre no comprendió: la voluntad de Dios a la que él se resistía con las  razones mejor fundadas y la más profunda fe.
Por ello tampoco no había él presenciado nunca el milagro de la gracia que todo lo cura y todo lo hace  inteligible. Él había tomado los mandamientos de la Biblia por normas de conducta, creía en Dios tal como en la Biblia se lee y como su padre le había enseñado. Pero no conoció al Dios directamente vivo que es omnipotente y libre, que está por encima de la Biblia y de la Iglesia, que llama a los hombres a su libertad y puede impulsarles a renunciar a sus propias convicciones y opiniones para cumplir incondicionalmente sus mandatos. Dios al poner a prueba el valor humano no se deja influir por las tradiciones, por sagradas que éstas fuesen. Cuida en Su Omnipotencia de que en tales pruebas no sobrevenga nada verdaderamente malo. Si se cumple la voluntad de Dios se puede estar seguro de ir por el buen camino.
Dios creó también a Adán y Eva de tal modo que tuvieran que pensar lo que no querían pensar. Lo hizo para saber que eran obedientes. Así, pues, podía también exigir de mí algo que yo quisiera  rechazar por tradición religiosa. Pero fue la obediencia la que me procuró la gracia; a partir de aquella  experiencia supe lo que es la gracia de Dios. Me enteré que estoy a merced de Dios y que todo estriba en cumplir Su Voluntad, nada más. De lo contrario caeré en el absurdo.[17] En este momento comenzó mi  propia responsabilidad. El pensamiento que debía formular me pareció espantoso y con él surgió la sospecha de que Dios pudiera ser algo temible. Era un terrible secreto el que yo había descubierto y  significó para mí una cuestión angustiosa y tenebrosa. Ensombreció mi vida y me dio mucho que pensar.»

«No se me hubiera ocurrido nunca, sin embargo, hablar directamente de la visión que tuve, y menos aún del sueño del falo en el templo subterráneo o del hombrecillo tallado en madera, en tanto que lo recordaba todavía. Sabía que no podía hacerlo. Del sueño del falo sólo hablé cuando yo tenía sesenta y cinco años. Las otras experiencias se las comuniqué quizás a mi mujer, pero sólo en años posteriores. Transcurridas décadas después de mi infancia, existía aún un rígido tabú sobre tales cosas.
Toda mi juventud puede compendiarse bajo el concepto del secreto[18]. A causa de ello me refugié en una soledad casi insoportable y hoy veo aquello como una gran obra, y también como tal el que yo resistiera a la tentación de hablar de ella con alguien. Se configuró ya entonces mi relación con el mundo tal como es hoy: también hoy estoy solo porque sé cosas y debo señalar que los demás no las saben y que, en su mayoría, tampoco quieren en absoluto saberlas.
En la familia de mi madre hubo seis sacerdotes, y no sólo mi padre era sacerdote, sino también dos de sus hermanos. Así, pues, oía muchas conversaciones religiosas, discusiones teológicas y sermones. Tenía siempre la impresión: «Sí, sí, esto está muy bien. ¿Pero qué es el misterio? Existe también el misterio de la gracia. Vosotros no sabéis nada de ello. Vosotros no sabéis que Dios quiere que yo haga incluso lo injusto, que piense en lo prohibido para poder participar de su gracia.» Todo cuanto los demás decían era marginal. Yo pensaba: «¡Por Dios!, alguien debe saber algo de ello. En algún lugar  debe encontrarse la verdad.» Rebuscaba en la biblioteca de mi padre y leía todo cuanto encontraba acerca de Dios, de la Trinidad, del Espíritu, de la conciencia. Devoré los libros y no por ello me volví más sabio. Una y otra vez tenía que pensar: «¡Ellos tampoco lo saben!» Leí también la Biblia de Lutero de mi padre. Por desgracia, el habitual sentido «edificante» del libro de Job no me ofrecía un interés profundo. De lo contrario, hubiera encontrado consuelo en él, concretamente en el apartado  IX, 30,  «Si yo me lavo con agua de nieve... tú me salpicarás de barro».[19]

«Mi madre me contó posteriormente que en aquella época yo estaba con frecuencia deprimido. Esto no era exacto, sino que me preocupaba el misterio. Era un consuelo feliz y curioso el sentarse sobre aquella piedra. Ello me libraba de todas mis dudas. Cuando pensaba que yo era la piedra cesaban los conflictos. «La piedra no tiene inseguridad alguna, no se siente impulsada a comunicarse y es eterna, vive durante siglos», pensaba yo. «Yo, por el contrario,  sólo soy un fenómeno pasajero que se desvanece en toda clase de emociones, como una llama que rápidamente arde y se extingue después.» Yo era la suma de mis emociones y la piedra sin edad era otro ser en mí mismo.»

Curioso parecido con mis pensamientos cuando me hallaba en la zona de bardas reflexionando sobre las formas que las rocas tenían, las cuales eran anteriores a mi existencia y continuarían después que desaparezca de la tierra. La persistencia de sus formas señalaba la insignificancia de mi perturbación. Hace trece años escribí:
“Me produce una sensación agradable de permanencia recorrer lugares alejados de la actividad humana donde en especial presentan formas topográficas bien marcadas. Dichos lugares, debido a sus variadas formas adquieren características individuales que las identifica una de otras en medio de distintas circunstancias y experiencias de vida. Lugares como los barrancos, cañadones y colinas han permanecido prácticamente con mínimos cambios durante decenas de miles de años. Uno percibe que es solo un destello fugaz ante tamaña persistencia de las formas, pero al encontrarse en lugares cuyas figuras y proporciones tan cargadas de lógicas son milenarias pareciera que uno formara parte de ellas al transmitirle ellas a uno una sensación de continuidad, como si uno fuera parte de ellas también. Después que uno pase de este mundo, esas formas por donde uno anduvo seguirán atestiguando nuestro paso, como si nos hubieran conocido. Esa imaginación asociada a las formas milenarias encierran un misticismo difícil de explicar, pero que generan un sentimiento de atracción irresistible que me mueve a recorrer sus figuras permanentes.
Estos sentimientos los tuve antes siquiera de entender las diferencias entre el bien y el mal, antes de concebir religión alguna o creencias de cualquier tipo. Eran simples sentimientos que nacían dentro de mi mediante los cuales disfrutaba a medida que observaba colinas, arroyos, árboles y rocas en distintas configuraciones. Estas seguían durante mis primeros años de vida consciente, entre los 4 hasta los 11 años. Todavía recuerdo vívidamente la profunda sensación que me causó el viaje de estudios a Córdoba a los 12 años, cuando a lo lejos, muy diferente de la horizontalidad de las llanuras a las cuales siempre estuve acostumbrado a ver, aparecieron las montañas azules a lo lejos. El solamente ver grandes rocas afirmadas ante mi con aspectos singulares era como si me contasen su historia, y yo las compartiera con ellas, como si yo también era tan antiguo como ellas. Eran intrigantes siempre ante mí los fósiles petrificados, porque me hablaban de vidas tan antiguas como las rocas que veía. Pero estas no fueron siempre rocas ¡fueron vidas que existieron en un pasado muy distante, y yo podía tocar ahora sus formas! Siempre desde chico me fascinaron esas cosas, las cuales buscaba con ansia ver y conocer.”[20]

Más allá de las creencias de Jung en aquellos años, lo importante a destacar es el cambio de rumbo que imprimía en su vida esa gracia liberadora dándole un carácter personal y no cautivo de una uniformidad religiosa del pensamiento.

«Más tarde, cuando tenía dieciocho años, tuve muchas discusiones con mi padre, siempre con la secreta esperanza de hacerle saber algo de la milagrosa gracia y ayudarle con ello en sus cargos de  conciencia. Estaba convencido de que cuando él cumpliese la voluntad de Dios todo le iría bien.  Nuestras discusiones tenían siempre un final insatisfactorio. Le incitaban y afligían. «¡Bah!», solía decir, «tú quieres pensar siempre. No hay que pensar, sino creer[21] Yo pensaba: No, hay que experimentar y saber —pero decía: «Dame esta fe», a lo cual él se rendía siempre resignado y encogiéndose de hombros.

Creo entender el motivo de su doble personalidad: el secreto. El tabú de mantener secreta su vida interior constituyó la permanencia de esa segunda persona durante la totalidad de su vida. Si la hubiera contado, los demás la habrían ridiculizado, desmerecido, cuestionado, y esa segunda persona se hubiera desvanecido o desmayado, pasando a un plano secundario, quizás hasta olvidado. Jung no solo atesoraba aquel sueño del falo, algo realmente extraordinario a sus cuatro años, sino que las mezclaba con las imaginaciones durante la vigilia como parte de lo mismo, algo difícil de demostrar como parte de otra voluntad. Soñar despierto, sin duda puede ser más enriquecedor que un sueño, pero es improbable que otros vean en ello como parte de otra voluntad. Cualquiera diría que está delirando. Pero esas imaginaciones que le llevaban a senderos tan intrigantes y misteriosos le mantuvo con una cierta bizarría frente a los conflictos de la vida

«En el fondo sabía siempre que en mí había dos personalidades. Una era la del hijo de sus padres, que iba a la escuela y era menos inteligente, atento, estudioso, disciplinado y limpio que muchos otros; por el contrario, la otra era adulta, vieja, escéptica, desconfiada, apartada de la sociedad. Ésta tenía a favor a la naturaleza, a la tierra, al sol, a la luna, al tiempo, a la criatura viviente y principalmente también a la noche y los sueños, y todo cuanto en mí manifestaba la influencia inmediata de «Dios».  Sentía en todo ello una señal de «Dios». Pongo aquí «Dios» entre comillas. La naturaleza me parecía, como yo mismo, desterrada de Dios, como No-Dios, aunque hubiera sido creada por Él como  expresión de Sí Mismo. No me cabía en la cabeza que la imagen tuviera que limitarse a los hombres.  Sí, me parecía que las altas montañas, los ríos, los mares, los bellos árboles, las flores y los animales  revelaban más la esencia de Dios que los hombres con sus ridículos vestidos, con su ordinariez, estrechez  mental, vanidad, falsedad y su despreciable egoísmo. Todas estas particularidades las conocía muy bien por mí mismo, es decir, por la personalidad número 1, el joven escolar de 1890. Junto a ello existía un dominio, como un templo, en el que todo aquel que penetraba se sentía transformado. De la contemplación del universo uno podía sentirse impresionado y sólo podía   experimentar lo maravilloso si se olvidaba a sí mismo. Aquí vivía el «otro» que conocía a Dios como un misterio oculto, personal, y a la vez impersonal. Aquí nada separaba al hombre de Dios. Era como si el espíritu humano contemplara la creación al mismo tiempo que Dios.»

Es por demás interesante lo que expresa a continuación:

«Lo que hoy expreso en frases coherentes no me era entonces conocido de forma articulada, sino como una suprema intuición, y un sentimiento profundo. Aquí me sentía digno y propiamente  hombre. Por ello buscaba la tranquilidad y la soledad del otro, del número 2.»

En su juventud percibía una gran incoherencia en la mentalidad religiosa. Por ejemplo, el que aceptaran que:

«Dios es Omnisciente y que ha previsto naturalmente toda la historia de la humanidad. Ha creado a los hombres de modo que tengan que  incurrir en pecado y, no obstante, prohíbe el pecado y lo castiga  incluso con la condenación eterna y el fuego del infierno. El diablo no desempeñó papel alguno,  durante mucho tiempo, en mis pensamientos. Me parecía el mastín malo de un poderoso señor. Nadie más que Dios era responsable del mundo, y Él era, como yo muy bien sabía, temible también. Me parecía cada vez más problemático e inquietante el que el «buen Dios», el amor de Dios por los hombres y de los hombres por Dios, se ensalzase y recomendase en los vehementes sermones de mi  padre. La duda creció en mí: ¿Sabe él en realidad de qué habla? ¿Podría él degollarme a mí, a su hijo, como sacrificio humano, como Isaac, o entregarse a un tribunal injusto que le hiciese crucificar como  a Jesús? No, no podría hacerlo. Así, pues, no podía cumplir, si se diera el caso, la voluntad de Dios que, decididamente, como enseña la Biblia misma, puede ser terrible. —Me resultó claro que cuando  se exhortaba, entre otras cosas, a prestar más obediencia a Dios que a los hombres, esto se decía  superficialmente y sin meditación. Por lo visto, no se conocía en absoluto la voluntad de Dios, pues,  de lo contrario, se hubiera tratado este problema central con sagrado temor, aunque no fuese más que por su miedo al Dios que puede realizar, con pleno poder, Su terrible voluntad en los indefensos hombres, tal como a mí me había sucedido. ¿Hubiera podido prever alguno de los que pretende conocer la voluntad de Dios, lo que Él me ordenó? El caso es que en el Nuevo Testamento no consta nada parecido. El Antiguo Testamento, particularmente el libro de Job, que hubiera podido iluminarme a este respecto, me era desconocido entonces y tampoco oí nada semejante en las clases  preparatorias para la primera comunión a las que asistía entonces. El temor de Dios, que naturalmente  se mencionaba, se tenía por algo anticuado, como algo «judío» y hacía mucho tiempo que estaba superado por el mensaje cristiano del amor y bondad de Dios.»

Lo que pensaba de su madre
«Mi madre fue para mi una madre excelente. Expandía una candida atmósfera, era  extraordinariamente afectiva y muy corpulenta. Escuchaba a todo el mundo, conversaba con agrado y era como un alegre murmullo. Tenía un notable talento literario, de buen gusto y profundo. Pero esto no se  ponía  de  manifiesto  en  ningún  sentido,  quedaba oculto detrás de una vieja y gruesa mujer  que era realmente simpática, cocinaba magníficamente, era muy hospitalaria y tenía mucho sentido del humor. Tenía todas las cualidades habituales que se pueden tener, pero en ella se manifestaba una segunda personalidad que era, sin lugar a dudas, insospechadamente poderosa, era una figura grande y oscura que poseía una  indiscutible autoridad. Yo estaba seguro de que en ella había también dos  personas: una inofensiva y humana,  la otra, por el contrario, me parecía inquietante. Se manifestaba  sólo raramente, pero siempre de modo inesperado y temible. Entonces hablaba como consigo misma, pero lo dicho iba por mí y me afectaba,  como de costumbre, en lo más íntimo, por lo que quedaba atónito.»

Sobre su padre sus razonamientos eran realmente de un tinte risueño pero terriblemente revelador.

«Mi padre me daba personalmente clases para prepararme en la primera comunión, clases que me  aburrían sobremanera. Una vez hojeaba yo en el catecismo para encontrar algo distinto de las  descripciones sentimentales sobre el «hêr Jesús», que me resultaban incomprensibles y poco interesantes. Entonces vi un párrafo sobre la Trinidad de Dios. Esto fue algo que despertó mi interés: una unidad que es a la vez una trinidad. Esto era un problema que por su contradicción interna me  cautivaba. Esperaba ansiosamente el momento en que llegaríamos a esta cuestión. Cuando llegamos allí, mi padre dijo: «Ahora llegamos a la Trinidad, pero pasaremos este punto por alto, pues en  realidad no comprendo nada de ello.»  Por una parte me sorprendió la sinceridad de mi padre, pero  por otra parte me sentí profundamente desilusionado y pensé: Así está, no comprenden nada, pero no piensan en ello. ¿Cómo puedo yo entonces hablar de ello?»

En 1890 cumplió con el ritual de su primera comunión, a sus 15 años. Fue algo que resultó en todo lo contrario de lo que él esperaba, una decepción que lo llevó a una terrible separación de sus padres, especialmente de su padre, y la iglesia cristiana. No se por que, pero pienso que a lo mejor la visión o imaginación que tuvo de los excrementos divinos que cayeron sobre la catedral, de alguna manera fueron premonitorios de sucesos futuros, entre ellos, esta amarga decepción y rechazo por la tradición cristiana. El lo expresa de esta manera:

«El fracaso de la comunión, ¿era mi fracaso? Yo me había preparado con toda seriedad y esperaba experimentar en mí la gracia y la revelación, pero nada sucedió.  Dios permaneció ausente. Por la  voluntad de Dios me encontré separado de la Iglesia y de mi padre, y de todos los demás en cuanto  profesaban la religión cristiana. Estaba al margen de la Iglesia. Esto me llenó de una tristeza que ensombreció todos mis años anteriores al comienzo de los estudios universitarios.»

«Hasta qué punto dotaba Dios al mundo natural con Su bondad, me resultaba oscuro o sumamente  dudoso. Esto constituía, por lo visto, otro de aquellos puntos sobre los que no se debía pensar, sino que se tenía que creer. Si Dios es el «Bien  supremo», ¿por qué Su mundo, Su creación es tan imperfecta, tan corrompida, tan deplorable? Por lo visto porque el diablo lo contamina y lo confunde,  pensaba yo. Pero el diablo es también creación de Dios. Debía, pues, leer algo acerca del diablo.  Parecía ser muy importante.»

¿Y?

«Nuevamente abrí mi dogmática y busqué respuesta a esta cuestión acuciante de las causas de la   desgracia, de las deficiencias y del mal, y no pude hallar nada. Era el colmo.»

«Pero en algún lugar y en algún tiempo tuvo que haber hombres que buscaran la verdad como yo, que  pensaran racionalmente, que no se engañaran a sí mismos y a los demás y no quisieran negar la triste  realidad del mundo. En esta época sucedió que mi madre, concretamente su personalidad 2,  me dijo  repentinamente y sin preámbulos: «Tienes que leer alguna vez el Fausto de Goethe.»»

¿Cual fue su impresión?

«Tuve también la impresión de que el peso de la obra y lo más importante de ella descansaba en Mefístófeles.[22] El «diablo impostor» no me gustó en absoluto al final, pues Mefístófeles era cualquier cosa menos un diablo tonto que pudiera proceder de un estúpido ángel. Mefístófeles me pareció falso en otro sentido; no es él quien recupera sus privilegios sino Fausto, esta alma inestable y falta de carácter que ha llevado su engaño hasta el más allá.
Precisamente ahí se revelaba su puerilidad, pero me pareció haber merecido la iniciación en los grandes misterios. ¡Yo le hubiera concedido todavía algo de purgatorio y de la iniciación que  sospechaba oscuramente que tenía relación con el misterio radical! En todo caso, Mefistófeles y la gran iniciación me quedaron finalmente como acontecimiento extraordinario y misterioso al margen  del mundo de mi consciencia.
Finalmente había hallado la confirmación de que hubo uno o varios hombres que vieron el mal y su enorme poder para transformar el mundo, y más todavía, el papel misterioso que desempeña en salvar  a los hombres de la oscuridad y la desgracia. En esto Goethe me pareció un profeta. Pero no podía  perdonarle que se hubiera librado de Mefistófeles con un simple escamoteo, con un tour de passe-passe[23]; con un juego de manos. Esto era, para mí, demasiado teológico, demasiado simple e irresponsable. Lamentaba profundamente que Goethe —¡Oh, tan falsamente!— sucumbiera víctima del inofensivo mal.»

Aquí, a partir de Fausto Jung comienza a tener una relación con la filosofía.

«Hasta entonces (15 a 16 años) no había oído nada de filosofía y una nueva esperanza para mí parecía nacer. Quizás,  pensaba yo, existieron filósofos que meditaron sobre mis cuestiones y podrían  arrojarme alguna luz.
Dado que en la biblioteca de mi padre no había  libro de ningún filósofo—eran sospechosos, porque  pensaban—, tuve que servirme del Diccionario general de las ciencias filosóficas de Krug, 2ª edición, 1832. Me abismé inmediatamente en el artículo sobre Dios. Para mi desencanto comenzaba  con una etimología de la palabra de «Dios» (Gott), que «incuestionablemente» proviene de «bueno»  (Gut) y define al ens summus o perfectissimus. No se podía, así continuaba, demostrar la existencia  de Dios, ni tampoco el carácter innato de la idea de Dios. Por último, si no en actu, siquiera en  potentia, podía estar desde un principio en el hombre. En todo caso, nuestra «capacidad intelectual  tenía que desarrollarse hasta un cierto grado antes de ser capaz de formarse una idea tan elevada»»

«Naturalmente, no se puede demostrar a Dios, pues, ¿cómo podría, por ejemplo, una polilla que come  lana australiana demostrar a las otras que existe Australia? La existencia de Dios no depende de  nuestras demostraciones.»

«…la historia del «hêr Jesús» me pareció siempre sospechosa y no la creí nunca realmente. Y sin  embargo, me importunaron con ella más que con «Dios», que, como máximo, sólo se mencionaba en segundo término. ¿Por qué me resultaba evidente Dios? ¿Por qué estos filósofos hacen como si Dios sea una idea, un tipo de suposición arbitraria que puede «hacerse» o no, cuando se trata de algo tan patente como si le cae a uno un ladrillo en la cabeza?
Entonces me resultó repentinamente claro que Dios, por lo menos para mí, era una de las experiencias más evidentes e inmediatas. Aquel horrible episodio de la catedral no me lo inventé yo. Por el  contrario, me fue impuesto, y me sentí cruelmente impulsado a pensarlo. Pero después de ello me fue concedida una gracia indecible.
Llegué a la conclusión de que algo no concordaba en los filósofos,  pues tenía la curiosa idea de que Dios, en cierto modo, es una suposición que podría discutirse. También hallé muy insatisfactorio el no  descubrir ninguna opinión sobre las oscuras actividades de Dios, ni ninguna explicación sobre ellas. A mi parecer, éstas serían dignas de la atención y meditación filosóficas. Representaban en realidad un  problema que, a mi entender, tenía que ser difícil para los teólogos. Tanto mayor era mi desengaño de que los filósofos, por lo visto, no supieran nada acerca de ello.»

¿Y sobre el Diablo?

«Pasé, pues, al siguiente artículo, concretamente al párrafo sobre el diablo. Si se le concibe, así decía, como originariamente malo se incurre en palpable contradicción, es decir, se cae en un dualismo. Por  ello era mejor admitir que el diablo originariamente había sido creado como un ser bueno y sólo a causa de su orgullo se había corrompido. Para mi gran satisfacción indicaba el autor, sin embargo, que esta afirmación, que intentaba explicar el mal, presuponía ya la soberbia[24]. Por lo demás, el origen del mal sería «inexplicado e inexplicable», lo que para mí significaba: como los teólogos, tampoco él quiere pensar acerca de esto. El artículo sobre el mal y su origen resultaba igualmente confuso.»

El suceso de la redacción escolar
He aquí un ejemplo de un genio incomprendido.

«Cuando todas las redacciones habían sido comentadas, el maestro hizo una pausa y dijo: «Tengo otra redacción, la de Jung. Es con mucho la mejor y le hubiera puesto en primer lugar. Pero, por desgracia,  es plagio. ¿De dónde la has copiado? ¡Confiesa la verdad!»
Me sentí tan estupefacto como indignado y grité: «¡No la he copiado, sino que, por el contrario, me esforcé mucho en hacer una buena redacción!» Pero él respondió gritando: «¡Mientes! Una redacción  como ésta tú no puedes escribirla en absoluto. Esto no puede creerlo nadie. Así, pues, ¿de dónde la has copiado?»
Protesté inútilmente de mi inocencia. El maestro permaneció inconmovible y respondió: «Puedo decirte que si supiera de dónde la copiaste serías expulsado de la escuela.» Y se marchó bruscamente. Mis compañeros me lanzaron miradas dubitativas y vi con espanto que pensaban: «¡Ajá, eso es!» Mis protestas no encontraron ningún eco.
Sentí que a partir de entonces estaba ya marcado y me quedaban cerrados todos los caminos por los que podía salir de la «singularidad». Profundamente desilusionado y ofendido juré odio al profesor y si hubiera tenido ocasión, habría querido imponer la ley del más fuerte. ¿Cómo podía yo demostrar a  todos que no había copiado la redacción?»

«Prefería sobre todo el pensamiento de Pitágoras, Heráclito, Empédocles y Platón, pese a lo insulso de los argumentos socráticos. Eran bellos y académicos como una  exposición de  pinturas,  pero  algo  lejanos. Sólo en el maestro Eckhart[25] sentí un soplo de la vida sin llegar a comprenderlo por completo. La escolástica cristiana me dejó frío, y el intelectualismo aristotélico de santo Tomás me pareció más  muerto que un desierto. Pensaba: todos ellos quieren llegar, mediante construcciones lógicas, a aquello que no han percibido y de lo que en realidad no saben nada. Quieren probarse a sí mismos una fe, ¡donde simplemente se trata de experiencia! Se me antojaban como gente que sabía de oídas que  existían elefantes, pero no habían visto ninguno.»

«La filosofía crítica del siglo XVIII no la entendí en principio por razones comprensibles. Hegel me  intimidaba por su tan difícil como altanero lenguaje, al que consideraba con franca desconfianza. Me  parecía como quien se encontrase prisionero de su propia dialéctica de palabras y se deshiciera en gestos arrogantes en su propia cárcel.
Pero el gran descubrimiento de mi investigación fue Schopenhauer.  Era el primero que hablaba del  sufrimiento del mundo, que nos envuelve de modo invisible y avasallador, de la confusión, de la pasión, y del mal, que los demás parecían apenas observar y que querían resolver en armonía y claridad. Aquí había por fin alguien que tenía el valor de opinar que el fundamento del mundo no se halla en lo mejor

«No hablaba ni de una providencia de la creación, sapientísima e infinitamente buena, ni de la   armonía de lo creado, sino que decía claramente que el doloroso transcurso de la historia de la humanidad y la crueldad de la naturaleza se basaba en un defecto, a saber, la ceguera de la voluntad creadora del  mundo. Esto lo sentía confirmado por mis primeras observaciones de peces enfermos y moribundos, de zonas sarnosas, pájaros congelados o muertos de hambre, la tragedia despiadada que se oculta en un prado esmaltado de flores: lombrices de tierra que son torturadas hasta morir por las hormigas, insectos que se destrozan mutuamente, etc. Pero también mis experiencias con los hombres me habían enseñado todo lo contrario a la creencia en la dignidad y bondad humana originales. Me conocía a mí mismo lo suficiente para saber que mi diferencia con los animales era, por así decirlo, de  grado nada más. La imagen sombría del mundo de Schopenhauer encontraba mi aprobación, pero no  su solución del problema…. Pero tanto más me decepcionó su pensamiento de que el intelecto sólo debe oponer su imagen a la voluntad ciega para hacerla retroceder. ¿Cómo podía la voluntad ver en absoluto esta imagen si era ciega? ¿Y por qué debía, aunque pudiera ver, ser  inducida a volverse  atrás, si la imagen le mostraría precisamente lo que ella quería? ¿Y qué era el  intelecto? Es una función del alma humana, no un espejo, sino un espejito de tamaño infinitesimal que el niño opone al  sol esperando así cegarlo. Esto me parecía completamente inconsciente. Me resultaba un enigma cómo era posible que Schopenhauer hubiera llegado a esta conclusión.»

«Esto me exigió  estudiarle más a fondo, con lo cual fui cada vez más impresionado al descubrir su  relación con Kant. Comencé, pues, a leer la obra de este filósofo, especialmente la Crítica de la razón pura, con gran atención. Mis esfuerzos obtuvieron su recompensa, pues creí haber descubierto el  error capital en el sistema de Schopenhauer: había cometido el pecado mortal de hacer una  afirmación metafísica, es decir, calificándolo hipostáticamente de simple noumeno de una «cosa en  sí».»

«Esta evolución filosófica se extendió desde los dieciséis años hasta los de mi licenciatura en  medicina.»

Período universitario

«Así pues, por lo menos una parte de nuestro ser vive en los siglos, aquella parte que para mi uso  privado he designado como la número 2. Que no se tata de una curiosidad individual lo demuestra  nuestra religión occidental que se dirige, expressis verbis, a este hombre interior y que, pronto hará dos mil años, intenta formalmente poner de manifiesto su consciencia de las apariencias y su   personalismo:  «Non foras ire, in interiore homine habitat ventas!»[26] (No salgáis de vosotros mismos, en el interior del hombre habita la verdad.)»

Que la búsqueda debe realizarse, no fuera del ser sino dentro de uno mismo, es un concepto muy antiguo repetido por muchos que alcanzaron a comprender el significado de tal expresión. Es conocida como inscripción del templo de Delfos. El los escritos cristianos Pablo habla del ‘hombre interior’[27]. También se lo identifica como el ser espiritual contrastándolo o diferenciándolo del ser físico. No obstante, es por demás evidente que el escritor de la carta a los Gálatas no podía entender la diferencia entre «carne» y «espíritu», asignándole a la carne todo lo perverso y maligno y al espíritu todo lo contrario, cuando en realidad la carne es el hombre exterior, la persona, mientras que el espíritu es el hombre interior, el subconsciente. La manifestación del hombre exterior se halla determinado por el desarrollo del hombre interno, y toda incongruencia entre ambos señala una etapa de confusión mental, como la que tuvo el escritor de esa carta. En el evangelio apócrifo de Tomás una de sus sentencias reza: «Pero si no os conocéis a vosotros mismos, estáis sumidos en la pobreza y sois la pobreza misma» El poeta y filósofo norteamericano R.W. Emerson expresó un concepto antes que lo hiciera Jung[28] al decir: «Hay una mente común que abarca a todos los seres humanos». Ese ‘hombre interior’ no solo abarca todo lo olvidado por el estado consciente, sino de todo aquello que pertenece a la profundidad de la existencia del ser, al cual Jung denominó ‘inconsciente colectivo’. De esta manera, muchos escritos cristianos no son más que un intento por conocer a este ‘hombre interior’.

De singular importancia y extremadamente emotiva descripción es la siguiente memoria referido al proceso de desgaste y al triste final de su querido padre.

«Desde 1892 hasta 1894[29] sostuve una serie de violentas discusiones con mi padre. Él había estudiado  en Göttingen lenguas orientales con Ewald y preparado su disertación del Cantar de los cantares.  Su  época heroica terminó con el examen de licenciatura en la universidad. Luego olvidó su disposición filológica. Como párroco rural en Laufen, cerca del salto del Rin, se sumió en el entusiasmo lírico y en  sus recuerdos de la época universitaria: siguió fumando su larga pipa de estudiante y fue  decepcionado por su matrimonio. Hizo mucho bien —demasiado—. A causa de ello estaba la mayoría de veces de mal humor y su irritación se hizo crónica. Mis padres se esforzaban al máximo en llevar  una vida piadosa con el resultado de que sólo raramente había escenas. Por culpa de estas dificultades  es natural que más adelante se quebrase también su fe.

Frente a los arrebatos de mi padre me mantenía pasivo, pero cuando me parecía estar de humor favorable intentaba iniciar un diálogo abierto con la intención de conocer más de cerca sus procesos internos y sus convicciones. Estaba claro para mí que algo le incomodaba y sospechaba que esto tenía que ver con su ideología religiosa. Toda una serie de indicios me convencían de que eran dudas de fe. Esto sólo podía deberse, me parecía, a que le faltaba la necesaria experiencia. De mis discusiones deduje que debía suceder algo por el estilo, pues a toda mis preguntas seguían o bien las consabidas respuestas teológicas, sin vida, o un encogimiento de hombros resignado que despertaba mis  protestas. No podía yo comprender que no aprovechara él toda ocasión para oponerse combativamente a su situación. Comprendía que mis preguntas directas lo ponían triste, pero esperaba, sin embargo, una conversación constructiva[30]. Me parecía casi inconcebible que no poseyera  la experiencia de Dios, la experiencia más evidente de todas[31]. Ciertamente yo sabía lo bastante sobre la teoría del conocimiento para comprender que no se podía demostrar un conocimiento de este tipo, pero era igualmente evidente que no requiere demostración alguna, del mismo modo que la belleza de una salida de sol o el miedo ante la posibilidad del otro mundo no requerían ser demostrados.  Intentaba yo, de un modo posiblemente muy torpe, procurarle estas evidencias, con la vana intención  de ayudarle a soportar su especial destino que inexorablemente se cumpliría en él. Tenía que disputar con alguien y lo hacía con su familia y consigo mismo. ¿Por qué no lo hacía con Dios,  el oscuro  auctor rerum creatarum, el único que es realmente responsable de los males del mundo? Él le hubiera enviado seguramente como respuesta uno de aquellos sueños mágicos, infinitamente profundos[32], que Él me enviaba a mí, sin haberle preguntado, sellando con ello mi destino. Yo no sabía cómo, pero era  así. Sí, Él me había permitido incluso una ojeada en su propia esencia. Pero esto último era realmente un gran secreto que ni siquiera a mi padre podía o debía revelar. Quizás, así me lo parecía, lo hubiera podido descubrir si él hubiera sido capaz de comprender la experiencia inmediata de Dios. Pero en mis conversaciones con él nunca llegué tan lejos, ni siquiera a la vista de la cuestión, porque siempre me mantuve en un plano intelectual psicológico, y eludía en lo posible el aspecto sentimental para evitar sus emociones. Pero este tipo de acercamiento actuaba siempre como el trapo rojo ante el toro y conducía a  irritadas reacciones que me resultaban incomprensibles. Pues yo no era capaz de comprender cómo un argumento del todo racional pudiese chocar con una oposición emotiva.
Estas discusiones infructuosas nos enojaban a él y a mí y, finalmente, nos retirábamos, cada uno con  su particular sentimiento de inferioridad. La teología nos alejó uno de otro. Lo sentí nuevamente  como un fatal fracaso en el que, sin embargo, no me sentía solo. Tenía una oscura intuición de que mi  padre había sucumbido inevitablemente a su destino. Él estaba solo. No tenía amigos con quienes poder hablar, por lo menos yo no conocía a nadie en nuestro ambiente a quien confiarme para hallar la palabra clave. Una vez le oí rezar: luchaba desesperadamente por su fe. Quedé conmovido e indignado a la vez porque veía que sin remisión quedaba a merced de la Iglesia y de sus pensamientos teológicos. Le habían abandonado alevosamente después de haberle cortado toda posibilidad de llegar directamente a Dios. Entonces comprendí lo profundo de mi vivencia: Dios mismo había desautorizado en mi sueño a la teología y a la Iglesia sobre ella. Fundada por otra parte, Él admitía, como tantas otras cosas, la teología. Me pareció ridículo suponer que los hombres hubiesen sido los  causantes de tal evolución. ¿Qué eran, pues, los hombres? Han nacido tontos y ciegos, como los  perritos, como todas las creaciones de Dios, dotados de escasas luces, que no pueden iluminar las tinieblas entre las que andan a ciegas. Todo esto me resultaba claro y también estaba seguro de que ninguno de los teólogos que yo conocía había visto con sus propios ojos «la  luz que brilla en las  tinieblas», de lo contrario no hubieran podido enseñar ninguna «religión teológica». La «religión teológica» no podía servirme para nada, pues no correspondía a mi experiencia de Dios. Sin  esperanza de saber, exigía creer. Esto lo había intentado mi padre con grandes dificultades y había fracasado en ello. Mal podía mi padre defenderse contra el ridículo materialismo del psiquiatra. ¡Esto  era también algo que debía creerse exactamente como la teología! Yo estaba más seguro que nunca  de que a ambas les faltaba tanto la crítica del conocimiento como la experiencia. Mi padre estaba  evidentemente bajo la impresión de que los psiquiatras habían descubierto algo en el cerebro que demostraba que, en el lugar en que debía estar el espíritu, existía «materia» y nada «aeriforme». Ello  coincidía con diversas advertencias de mi padre, en el sentido de que si yo estudiaba medicina debía  convertirme en un materialista. Para mí, sin embargo, su advertencia significaba que yo no debía  creer en nada, pues sabía que los materialistas, al igual que los teólogos, creían en sus definiciones y sabía también que mi pobre padre simplemente salía del lodo para caer en el arroyo. Me daba cuenta de que la para mí siempre loadísima fe le había jugado esta pasada fatal y no sólo a él, sino a la mayoría de gente culta y seria que yo conocía. El pecado capital de la fe me parecía consistir en que prescinde de la experiencia. ¿Cómo sabían los teólogos que Dios había dispuesto deliberadamente ciertas cosas y otras las «permitía», y cómo sabrán los psiquiatras que la materia posee las propiedades del espíritu humano? Yo no corría peligro en absoluto de caer en el materialismo, pero sí mi padre[33], lo que me resultaba cada vez más evidente. Evidentemente alguien le había susurrado algo de la «sugestión», pues leía entonces, como descubrí, el libro de Bernheim sobre la sugestión, traducido por Sigmund Freud. Esto era nuevo y significativo para mí, pues hasta entonces sólo había visto a mi padre leer novelas o descripciones de viajes. Todos los libros «inteligentes» e interesantes parecían ser mal vistos[34]. Sin embargo, la lectura no le hizo feliz. Su humor depresivo aumentó y se agudizó, así como su hipocondría. Se hallaba aquejado desde hacía una serie de años de toda clase de  síntomas abdominales sin que el médico pudiera determinar nada definitivo.[35] Ahora se quejaba de sentir algo así como «piedras en el vientre». No tomamos esto en serio durante mucho tiempo, pero finalmente el médico llegó a preocuparse. Esto era a fines del verano de 1895.»

« Un día había sido él (mi padre) un estudiante entusiasta como yo de primer curso, el mundo se le había representado como a mí; los infinitos tesoros del saber habían pasado ante él como ante mí.
¿Qué pudo pasar para que todo le hubiese decepcionado, avinagrado y amargado? No hallé respuesta o demasiadas.[36] La alocución que pronunció aquel atardecer de verano entre botellas de vino fue su último recuerdo vivo de una época en la que fue lo que debía haber sido. Poco después de esta excursión empeoró su estado. A finales de otoño de 1895 tuvo que guardar cama y murió a comienzos del año 1896.»[37]

«Respiraba con dificultad y vi que estaba agonizando. Quedé petrificado junto a su cama. Nunca había visto todavía morir a un hombre. Repentinamente dejó de respirar.»[38]

Otro gran sueño de Jung que se repitió dos días después:

«Unas seis semanas después de su muerte, mi padre se me apareció en sueños. Repentinamente surgió ante mí y me dijo que regresaba de vacaciones. Se había repuesto completamente y ahora regresaba a  casa. Pensé que me reprocharía el haberme trasladado a su habitación. ¡Pero de ello no dijo nada!  Con todo, me avergoncé por haberme imaginado que estaba muerto. Al cabo de unos dos días se repitió el sueño de que mi padre volvía a casa convaleciente y nuevamente me reproché haber creído que hubiese muerto. Yo me preguntaba sin cesar: «¿Qué significa que mi padre vuelva en sueños?  ¿Que parezca tan real?» Esto fue un acontecimiento inolvidable y me llevó por vez primera a meditar sobre la vida después de la muerte.»

Sus progresos teológicos

«Respecto a las cuestiones religiosas, experimenté muchos estímulos durante mi época de estudiante. En casa se me presentó la agradable oportunidad de conversar con un teólogo, el vicario[39] de mi fallecido padre. Se distinguió no sólo por su descomunal apetito, que a mí me eclipsaba, sino por su vasta erudición. De él aprendí mucho de la patrística, de la historia de los dogmas, y en especial me enteré de muchas novedades sobre teología protestante. La teología de Ritschl estaba entonces de moda. Su integración histórica y sobre todo la metáfora del tren.[40] También los estudiantes de teología con los que discutía en la asociación Zofingia parecían todos ellos conformarse con la idea del efecto histórico, que procedía de la vida de Cristo. Esta concepción me parecía no sólo carente de sentido, sino también muerta. No podía habituarme a la opinión que coloca a Cristo en primer plano y lo  convierte en la única figura decisiva en el drama entre Dios y el hombre. Para mí esto se oponía  totalmente a la propia opinión de Cristo, de que el Espíritu Santo, que le había engendrado a él, después de su muerte le sustituiría entre los hombres. El Espíritu Santo significa para mí una  explicación adaequate del Dios inconcebible. Sus efectos eran no sólo de naturaleza elevada, sino  también de tipo milagroso e incluso problemático como los hechos de Jehová a quien identificaba yo  ingenuamente, según las enseñanzas recibidas para la primera comunión, con la imagen cristiana de
Dios. (Tampoco sabía yo entonces que el diablo, propiamente dicho, nace con el cristianismo.[41]) El  «hêr Jesús» era, para mí, sin lugar a dudas, un hombre y por ello incierto, o sea, un simple portavoz  del Espíritu Santo. Esta interpretación sumamente heterodoxa que difería de la teología de 90 a 180 grados encontraba naturalmente la más profunda  incomprensión.  La desilusión que por ello experimenté me llevó paulatinamente a un tipo de resignado desinterés y fortaleció cada vez más mi convicción de que en esta cuestión sólo la experiencia podía resultar decisiva.»

«En el transcurso de mi primer año de carrera hice el descubrimiento de que la ciencia posibilitaba, ilimitadamente por cierto, muchos conocimientos, pero sólo conocimientos muy precarios y éstos  sobre cuestiones de naturaleza muy especial. Sabía, por mis lecturas filosóficas, que todo se basa en  el hecho de la psiquis. Sin alma no existiría ni conocimiento ni ciencia. Pero nadie hablaba de ella.  Era cierto que se la presuponía, tácitamente en todo, pero incluso cuando se la mencionaba, como  hacía, por ejemplo, C. G. Carus, no consistía en ningún conocimiento verdadero, sino sólo en una  especulación filosófica que se expresaba de un modo o de otro. No lograba entender esta extraña observación.»[42]

Luego de esta experiencia Jung se topa con un pequeño manual de los años setenta, donde trataba sobre apariciones en la forma de un informe sobre los comienzos del espiritismo, escrito por un teólogo. A partir de ese manual se inicia un contacto más estrecho con el espiritismo mediante el cual llegó a manifestar más tarde:

«A pesar de parecerme tan extrañas y discutibles, las observaciones de los espiritualistas fueron para mí las primeras noticias sobre fenómenos psíquicos objetivos.»

Su interés en este tema lo llevó a investigar profundamente:

«…leí, por así decirlo, toda la literatura sobre espiritismo que estaba entonces a mi alcance. Naturalmente hablaba también de ello con mis compañeros que, ante mi asombro, reaccionaban en parte con mofa e incredulidad, en parte con reserva angustiosa. Me asombraba, por una parte, la  seguridad con que podían afirmar que cosas como las apariciones y las mesas que se mueven son  imposibles y constituyen por ello una impostura, y por otra parte, su reserva que parecía tener carácter miedoso. Yo tampoco estaba seguro respecto a la autenticidad de tales informes. ¿Por qué no debía  haber apariciones? ¿Por qué sabíamos en suma que era «imposible»? Y ante todo ¿qué significaba el  miedo?[43] Yo mismo encontraba tales posibilidades muy interesantes y atrayentes. Embellecían mi  existencia en grado sumo. El mundo ganaba en profundidad y en perspectiva. ¿Es que, por ejemplo,  los sueños tenían algo que ver con los aparecidos?
El Sueños  de  un  visionario, de Kant, me resultó muy oportuno y pronto descubrí también a Karl  Duprel, que evaluó estas ideas en un sentido filosófico y psicológico. Descubrí también a Eschenmayer, Passavant, Justinus Kerner y Görres y leí siete volúmenes de Swedenborg

Fue muy decepcionante para Jung ser descalificado por sus propios compañeros por interesarse en tales temas, pero su mente curiosa y especializada en hacer preguntas merecía respuestas, respuestas que nadie más podía brindárselas de manera satisfactoria si por el mismo no las investigaba. Jung lo describe así:

«¡A ellos les parecía mi interés más sospechoso aún que el ocuparme de  la teología! Tenía la  sensación de encontrarme en los confines del mundo. Lo que a mí más acuciantemente me interesaba era para los demás polvo y niebla, e incluso motivo de angustia. ¿Angustia por qué? No podía hallar explicación alguna. ¿Sin embargo, no era asombroso ni inaudito que quizás hubiese acontecimientos  que superasen las limitadas categorías de tiempo, espacio y casualidad? Existen incluso animales que  preveían el tiempo y los temblores de tierra, sueños que anunciaban la muerte de determinadas personas, relojes que se paraban en el momento de la muerte, vasos que se hacían añicos en un momento crítico, diversas cosas que eran evidentes a mi mundo de entonces. ¡Y ahora yo era, por lo visto, el único que había oído de todas estas cosas!»

Este razonamiento de Jung ha sido en buena medida la razón por la cual su psicología analítica ha sido relegada por la mayoría de los académicos universitarios que eligieron a Freud como la brújula de sus destinos. Los fenómenos expuestos por Jung podían explicarse por otros motivos y no a consecuencia de apariciones fantasmales, sin embargo, su intuición no se hallaba demasiado errada de una realidad que en verdad existe. Hoy día, los fenómenos de apariciones y manifestaciones de inteligencias invisibles se hayan plenamente comprobadas de manera científica[44], aunque existan científicos que insistan en atribuirlas a causas materialistas ocultadas detrás de complicadas teorías de la física cuántica. Lo cierto fue que Jung tuvo que interrumpir tales investigaciones para evitar aislarse del mundo académico, debiendo ocultar sus inquietudes ante los demás. En buena medida, este hecho marcaría su acentuada reserva en manifestar tales temas, temas que sin embargo se fueron desarrollando paralelamente en su vida de investigador.

Cuando comenzó a leer a Nietzsche tuvo ciertos temores, y en sus palabras leemos:

«Nietzsche había descubierto tarde a su número 2, transcurrida ya la mitad de su vida, mientras que yo conocía mi número 2 ya desde mi primera juventud. Nietzsche habló ingenua y descuidadamente de este Arrheton, que no se debe nombrar[45], como si todo esto fuese normal. Sin embargo, yo había visto muy pronto que con ello se adquieren experiencias muy malas. Él era por otra parte tan genial que ya en su juventud vino como catedrático a Basilea sin sospechar nada de lo que le esperaba. Precisamente a causa de su genialidad hubiera debido notar a tiempo que algo no concordaba. Esto fue pues, pensaba yo, su morboso error: resuelta e insospechadamente había mostrado la número 2 a un mundo en el que nada se sabía ni se comprendía de tales cosas.[46] Estaba dominado por la infantil esperanza de encontrar hombres que compartiesen sus éxtasis y comprendieran la «transmutación de  todos los valores». Pero sólo halló filisteos de la cultura; en realidad fue tragicómico que él mismo fuera de los que, como todos los demás, no se comprendían a sí mismos, cuando se sumergió en el misterio y en lo indecible y quiso ensalzarlo ante una multitud indiferente y dejada de la mano de  todos los dioses. De ahí lo ampuloso de su lenguaje, lo recargado de sus metáforas, la ditirámbica exaltación que inútilmente intentaba hacer inteligible este mundo que se basó en datos científicos inconexos. Y así este equilibrista no concordó ni consigo mismo. No conocía a fondo este mundo —«dans ce meilleur des mondes possibles»— y fue por ello un poseso, alguien que sólo podía ser tratado con sumo cuidado por sus adeptos. De entre mis conocidos y amigos supe yo sólo de dos que se declarasen abiertamente partidarios de Nietzsche, ambos homosexuales. Uno de ellos acabó suicidándose, el otro degeneró en un genio incomprendido. Todos los demás quedaban no sólo algo perplejos ante el fenómeno Zaratustra, sino que también absolutamente inmóviles. Mientras que  Fausto me abrió una puerta, Zaratustra me cerró otra de modo radical y por mucho tiempo.»

«Comprendí que no se llega a ninguna parte cuando no se habla de cosas que son conocidas por todos. Pues el novato en tales cuestiones no comprende la ofensa que supone para el prójimo el hablarle de algo que él ignora. Una iniquidad así sólo se le disculpa al escritor, al periodista o al poeta.»[47]

« Yo comprendí que, en realidad, a falta de otra cosa mejor, no hacía más que hablar, en lugar de aportar hechos, y al final todo se venía abajo. No tenía nada entre manos, yo tendía cada vez más a lo empírico. Me disgustaba que los filósofos hablasen de todo lo que no era asequible a la experiencia y silenciasen lo que podía encontrar respuesta en la experiencia.»

«En 1898 comencé a reconciliarme con mi futura profesión de médico. Llegué pronto a la convicción  de que debía especializarme.»

Hasta que sucedió algo que lo llamaba de nuevo a su destino:

«Durante las vacaciones de verano sucedió algo que debió influir en mí poderosamente. Un día estaba en mi gabinete de estudio y repasaba mis libros de texto. En la habitación contigua, cuya puerta  estaba entreabierta, estaba mi madre haciendo calceta. Era nuestro comedor, en el cual se veía la mesa redonda de madera de nogal. Procedía del ajuar de mi abuela paterna y entonces tenía ya setenta años. Mi madre estaba sentada frente a la ventana,  aproximadamente a un metro de distancia de la mesa. Mi hermana estaba en la escuela y la criada en la cocina. De pronto se oyó una detonación como un pistoletazo. Me levanté de un salto y corrí al cuarto contiguo de donde había oído yo la  explosión. Vi a mi madre sobresaltada en un sillón, su labor le había caído de las manos. Dijo tartamudeando: «¿Qué, qué ha sucedido? Fue justo a mi lado», y miraba sobre la mesa. Vimos lo que había sucedido: el tablero de la mesa se había roto por la mitad y no por el sitio encolado, sino en la  madera encerada, quedé atónito. ¿Cómo había podido pasar tal cosa? ¿Una madera naturalmente encerada, pero seca ya desde hacía setenta años, que se abre en un día de verano con una elevada humedad habitual para nosotros? Hubiera resultado explicable en un día de invierno frío y seco junto a una estufa encendida. ¿Qué diablos pudo ser la razón de tal explosión?
Realmente existen casualidades extrañas, pensé. Mi madre movió la cabeza y dijo con la voz de su número 2: «Sí, sí, esto significa algo.» Yo me sentí contrariado y disgustado por no poder responder nada.
Aproximadamente catorce días después llegué por la tarde a las siete a casa y hallé a mi madre, mi hermana de catorce años y la sirvienta en plena excitación. Hacía una hora que se había oído de nuevo una explosión. Esta vez no había sido en la ya deteriorada mesa, sino en el aparador, mueble originario del siglo XIX. Habían mirado por todas partes, pero no habían encontrado ninguna grieta.
Comencé inmediatamente a inspeccionar detalladamente el aparador y lo inmediato a él, pero sin éxito. Registré el interior del mueble y su contenido. En el cajón, conteniendo la cesta del pan, hallé el pan y junto a él el cuchillo, cuya hoja estaba destrozada casi por completo. El mango estaba en un  rincón del cesto rectangular y en cada una de las tres restantes esquinas había un trozo de la hoja del cuchillo. El cuchillo se había empleado todavía a las cuatro de la tarde y después se había guardado. Desde entonces nadie lo había tocado.
Días después llevé el cuchillo a uno de los mejores afiladores de la ciudad. Escudriñó los fragmentos con lupa y movió la cabeza: «Este cuchillo», dijo, «no tiene ningún defecto. El acero está en buen estado. Alguien lo ha roto en pedazos. Esto se puede conseguir, por ejemplo, introduciendo la hoja en el quicio del cajón y rompiéndolo trozo a trozo. El acero es de calidad. O quizás se ha dejado caer desde gran altura sobre una piedra. Esto no puede estallar en absoluto. Se ha hecho algo con él.»[48]

«La número 2 de mi madre me miró significativamente y no pude hacer más que callar. Me sentía enteramente desorientado y no podía de ningún modo explicarme lo sucedido. Esto me resultaba tanto más enojoso por cuanto debía admitir que estaba profundamente impresionado. ¿Por qué y cómo se partió la mesa y se quebró el cuchillo? La hipótesis de la casualidad resultaba del todo  inadmisible.»

«Algunas semanas después me enteré de que ciertos parientes se entretenían desde hacía cierto tiempo con mesas giratorias y tenían una médium, una muchacha de poco más de quince años. Desde  hacía algún tiempo en este círculo se pensaba en ponerme en contacto con esta médium, que caía en estado de sonambulismo y producía fenómenos espiritistas. Cuando oí esto pensé inmediatamente en nuestros fenómenos inexplicables y me propuse entrar en relación con esta médium. Comencé a  asistir a sesiones con ella y otros interesados regularmente los domingos. Los resultados fueron las transmisiones de pensamiento y los golpes en la pared y en la mesa. Los movimientos de la mesa eran  dudosos, se producían independientemente de la médium. Comprendí pronto que las condiciones  limitadas eran, en general, inconvenientes.
Me conformé con la evidente independencia de los golpes en la pared y presté mi atención al contenido de las transmisiones de pensamiento. Los resultados de estas observaciones los he expuesto en mi tesis doctoral.[49] Después de realizar experimentos durante dos años se manifestó una cierta  languidez y sorprendí a la médium intentando provocar los fenómenos mediante trampas. Esto me determinó a interrumpir las sesiones —muy a mi pesar, pues con ella había aprendido cómo se forma una personalidad número 2, cómo se asume una consciencia infantil y se integra finalmente a ella. La muchacha era una «malograda». A los veintiséis años murió de tuberculosis. La vi todavía una vez cuando tenía veinticuatro años y quedé impresionado de la independencia y madurez de su  personalidad. Después de su muerte supe, por parientes, que en los últimos meses de su vida fue perdiendo poco a poco su personalidad y regresó finalmente al estado de un niño de dos años, en cuya fase cayó en el último sueño.
Ésta fue, en resumen, la gran experiencia que me abolió mi precoz filosofía y facilitó un punto de vista psicológico. Había experimentado algo objetivo sobre el alma humana. Pero la experiencia era de tal naturaleza que nuevamente nada podía decir de ella. No conocía a nadie al que pudiera comunicar todo este estado de cosas. Nuevamente tuve que dejar a un lado todos estos datos para más adelante.  Sólo unos años después surgió de ello mi tesis doctoral.»

Conoció a Von Muller y con el se perfilaba su futura carrera en medicina, la que más tarde sufre otro desvío inesperado y problemático para la vida personal de Jung.

«En Von Müller hallé un espíritu que correspondía al mío. Veía cómo, con gran inteligencia, captaba un problema y formulaba aquellas preguntas que ya en sí representaban la mitad de la solución.»[50]

Con este profesor y compañero habría llegado a dedicarse a la medicina interna si no hubiera ocurrido un encuentro con la psicología con un resultado insospechado de la mano de un libro de Krafft-Ebing, un manual de psiquiatría de 1890.

«Leí, pues, en el prólogo: «El que los manuales de psiquiatría comporten en sí un carácter más o menos subjetivo se basa ciertamente en lo singular de esta rama del saber y en lo imperfecto de su desarrollo.» Algunas líneas más abajo, el autor denominaba la psicosis «enfermedades de la persona»[51]. Entonces sentí que el corazón me daba un vuelco. Tuve que levantarme y tomar aliento.  Me hallaba en la más viva excitación, pues fue para mí como una fulminante revelación de que  no  había para mí otra meta más que la psiquiatría.»

« Mis amigos estaban asombrados y extrañados y me tomaron por un loco al rechazar la oportunidad de hacer carrera como médico internista, que resultaba tan comprensible para todos y se me presentaba de un modo tan sugestivo y envidiable y que pudiese cambiarla por este disparate psiquiátrico. Vi que nuevamente había entrado en una vereda en la que nadie quería ni podía seguirme. Pero sabía —y nadie hubiera podido apartarme un ápice de este convencimiento— que mi decisión era irrevocable y que era mi destino, como si dos corrientes se hubieran unido y me condujeran irrevocablemente y con gran impulso a lejanas metas. Fue la exultante sensación de haber  «unificado la dualidad»»

Inmediatamente después de la muerte de su hermana, Jung escribió las siguientes líneas; «Hasta 1904 mi hermana Gertrud vivió con mi madre en Basilea. Luego se trasladó con ella a Zurich, donde vivió hasta 1909, primero en Zollikon y de entonces hasta su muerte en Küsnacht. Desde la muerte de su madre en 1923 vivió sola. Su vida exterior era tranquila, retirada y transcurrió en el estrecho círculo de relaciones familiares y de amistades. Era amable, educada, bondadosa y no permitía que los que la rodeaban curioseasen en su intimidad. Así murió también, silenciosamente, sin aludir a su propio destino, con perfecto porte. Culminaba una vida que había enriquecido interiormente, al margen de los juicios y las opiniones.»

Según el párrafo precedente la madre de Jung era también la de su hermana Gertrud. La madre de Jung murió en el año 1923. Su padre Paul había muerto en 1896, una diferencia de 27 años.

«…lo que me interesaba (de la psiquiatría era) captar su espíritu. El interés terapéutico quedaba entonces lejos de mí, pero las variantes patológicas de la denominada normalidad me atraían poderosamente, puesto que se me ofrecía la tan añorada posibilidad de adquirir un conocimiento más profundo de la psiquis.»

«Freud insertaba en la psiquiatría cuestiones psicológicas, a pesar de que él no era psiquiatra, sino
neurólogo.»

Un caso relevante al comienzo de su carrera en el que se perfila que detrás de un estado psiquiátrico había otra historia desconocida que era la desencadenante de la misma.

«Todavía recuerdo perfectamente un caso que entonces me impresionó mucho. Se trataba de una joven que había ingresado en la clínica con la etiqueta «melancolía» y se hallaba en mi departamento. Se hizo el reconocimiento por el procedimiento usual: historial, tests, reconocimientos físicos, etc. Diagnosis: esquizofrenia, o, como entonces se decía, dementia praecox. Pronóstico: grave.
Al principio no me atreví a dudar del diagnóstico. Entonces yo era aún un jovencito, un principiante y no me hubiera creído competente para establecer un diagnóstico distinto. Y, sin embargo, el caso me pareció extraño. Tenía la impresión de que no se trataba de una esquizofrenia, sino de una depresión corriente, y me propuse explorar a la paciente según mis propios métodos.
Entonces me ocupaba yo de estudios diagnósticos por asociación y realicé con ella la prueba de la asociación. Además conversé con ella sobre sus sueños. De este modo logré aclarar su pasado y llegar a conocer lo esencial, que en el habitual historial no había quedado explicado.
Obtuve los datos, por así decirlo, directamente del inconsciente y de ellos resultó una oscura y trágica historia.
Antes de que la mujer se casara había conocido a un hombre, hijo de un gran industrial, por quien todas las muchachas de la región se interesaban. Dado que ella era muy bonita, creyó gustarle y tener ciertas esperanzas respecto a él. Pero al parecer, él no se interesaba por ella y así, pues, ella se casó con otro.
Cinco años después visitó a un viejo amigo. Intercambiaron recuerdos y en esta ocasión dijo el amigo: «Cuando usted se casó, alguien recibió un rudo golpe, el señor X (el hijo del gran industrial)». ¡Éste fue el instante!, en este momento comenzó la depresión, y al cabo de algunas semanas se produjo la catástrofe:
Bañaba a sus hijos, primero a su hija de cuatro años y luego a su hijo de dos anos. Vivía en una región en la que el suministro de agua era higiénicamente defectuoso; para beber había agua pura de la fuente y agua contaminada del río para el baño y para lavar. Cuando bañaba a su hija vio cómo chupaba una esponja pero no se lo impidió. Incluso dio a beber a su hijito un vaso de agua contaminada. Naturalmente, hizo esto de modo inconsciente o sólo semiconsciente, pues se hallaba ya a la sombra de la iniciada depresión.
Poco tiempo después, tras el período de incubación, la niña enfermó de tifus y murió. E(l niño e)ra su hijo predilecto. El muchacho no se contaminó. En aquel instante la depresión se agudizó y la mujer vino al frenopático.
El hecho de que fuera una criminal y muchos pormenores de su secreto lo había deducido yo mediante la prueba de asociación* y me resultó claro que aquí se hallaba la causa fundamental de su depresión. Se trataba en el fondo de un trastorno psicógeno.
¿Qué sucedía con la terapéutica? Hasta entonces había tomado narcóticos, a causa de su dificultad en conciliar el sueño, y puesto que se sospechaba de intento de suicidio se la vigilaba. Pero fuera de esto no se prescribió nada más. Físicamente estaba bien. Me vi ahora ante un problema: ¿Debo hablar abiertamente con ella o no? ¿Debo proceder a la gran operación?
Esto significaba para mí un difícil problema de conciencia, un enorme conflicto moral. Pero debía solventar el conflicto yo solo, pues si hubiera preguntado a mis colegas me hubieran advertido: «¡Por Dios!, no le diga tal cosa a la paciente, la enloquecerá aún más.» Pero en mi opinión el efecto podía ser inverso. Una pregunta puede responderse de un modo u otro según intervengan o no los factores inconscientes. Naturalmente, era consciente de lo que me arriesgaba: ¡si mi paciente estaba en un aprieto, yo también!
Pese a ello, me decidí a emprender un tratamiento cuyo punto de partida no estaba muy claro. Le dije todo lo que había descubierto mediante el ensayo de asociación. Pueden ustedes imaginarse lo difícil que resultó todo. No resulta nada fácil decirle a alguien en la cara que ha cometido un crimen. Y resultó trágico para la paciente oírlo y admitirlo. Pero el resultado fue que, catorce días después, pudo ser dada de alta y nunca más tuvo que ser internada.

Otras razones me habían forzado a callar ante mis colegas: temía que discutieran sobre el caso y a lo mejor me hubieran planteado algunas cuestiones legales. Ciertamente no se podía demostrar nada a la paciente y, sin embargo, tales discusiones hubieran podido tener consecuencias catastróficas para ella. Me parecía más práctico que volviese a la vida normal para expiar en vida su culpa. Había sido ya suficientemente castigada por el destino. Cuando se la dio de alta marchóse de allí con una pesada carga. Debía soportarla. Su penitencia había comenzado ya con la depresión y el internamiento y la pérdida de su hija fue para ella un dolor profundo.»

Nada sencillo moverse en este mundo donde hasta los amigos profesionales pueden (y de hecho casi siempre desean) crucificarte.

«En 1905 me doctoré en psiquiatría y el mismo año me convertí en médico jefe de la clínica psiquiátrica de la Universidad de Zurich. Ocupé este cargo durante cuatro años. Entonces (1909) tuve que renunciar a él, porque el trabajo me resultaba excesivo. En el transcurso de los años mi consulta privada se incrementó hasta tal punto que no podía dar abasto a todo el trabajo. Sin embargo conservé mi cargo de profesor auxiliar hasta el año 1913.»

Al parecer la fama del boca a boca fue muy importante al grado de convertirse casi en un “curandero espiritual”.

Un caso que lo dejó perplejo:
«Una vez apareció una mujer de unos cincuenta y ocho años, aparentemente versada en cuestiones religiosas. Iba con muletas, conducida por su sirvienta. Desde los diecisiete años sufría de parálisis dolorosa en la pierna izquierda. La hice sentar en una cómoda silla y le pregunté sobre su historia. Comenzó a relatar y a gemir y surgió toda la historia de su enfermedad, con todo detalle. Finalmente la interrumpí y dije: «Bueno, ahora no disponemos de tiempo para hablar tanto. Ahora debo hipnotizarla.» Apenas hube dicho esto, cerró los ojos y cayó en profundo trance, ¡sin hipnotizarla en absoluto! Me asombré, pero la dejé en paz. Hablaba sin tasa y contó los más extraños sueños que ponían en evidencia la profunda experiencia del inconsciente. Sin embargo, comprendí esto sólo mucho más tarde. Entonces lo interpreté como una especie de delirio. Pero la situación me resultaba algo incómoda. ¡Allí estaban veinte estudiantes ante los que quería demostrar una hipnosis!
Cuando al cabo de media hora quise despertar a la paciente, no se despertaba. Me resultó inquietante y comencé a pensar que al fin pudiera haber hallado una psicosis latente. Transcurrieron diez minutos hasta que logré despertarla. ¡No podía permitir que los estudiantes notasen mi miedo!
Cuando la mujer volvió en sí estaba mareada y confusa. Intenté tranquilizarla: «Soy el médico y todo va bien.» A lo que exclamó: «¡Pero yo estoy ya curada!», tiró las muletas y pudo andar. Yo me sonrojé y dije a los estudiantes: «Han visto ustedes ahora lo que se puede conseguir con la hipnosis.» Pero no tenía la menor idea de lo que había pasado.

Ésta fue una de las experiencias que me alentaron a aceptar la hipnosis. No comprendía qué era lo que había sucedido, pero la mujer estaba realmente curada y se marchó feliz. Le rogué que me informara de su estado en lo sucesivo, pues contaba que, a más tardar al cabo de un día, experimentaría una recaída. Pero los dolores no volvieron y tuve que admitir, pese a mi escepticismo, el hecho de su curación.»

Pero la historia sigue:

«En la primera clase del semestre de verano del año siguiente[52] volvió a aparecer. Esta vez se quejaba de fuertes dolores en la espalda que hacía poco se le habían presentado. Yo no excluía que dependieran de las nuevas clases recomenzadas. Quizás había leído la noticia de mis clases en el periódico. Le pregunté cómo comenzaron los dolores y qué era lo que los causaba. Pero ella no podía recordar que hubiera sucedido nada en un tiempo determinado y no sabía dar explicación alguna. Finalmente logré arrancarle que los dolores habían comenzado de hecho el mismo día y a la misma hora en que se anunció en el periódico que yo reemprendía las clases. Ciertamente esto confirmaba mis sospechas, pero no llegaba a comprender qué es lo que pudo haber operado la milagrosa curación. Volví a hipnotizarla, es decir, volvió a caer, como entonces, en trance espontáneamente, y luego quedó libre de sus dolores.
Después de la clase la retuve para saber detalles de su vida. Resultó que tenía un hijo anormal que se encontraba en la clínica, en mi sección. Yo no sabía nada de ello porque ella llevaba el nombre de su segundo marido, mientras que el hijo nació del primer matrimonio. Era su único hijo. Naturalmente, ella había esperado tener un hijo inteligente y afortunado y se sintió profundamente desilusionada cuando ya en sus años mozos enfermó psíquicamente.
Entonces yo era un médico todavía joven y representaba para ella todo lo que había deseado para su hijo. Por ello sus ambiciosos deseos, que ella había alimentado como madre, se proyectaron sobre mí. Me adoptó, por así decirlo, como hijo y anunció urbi et orbi[53] su extraordinaria curación.
En realidad mi fama local como mago se la debo a ella, y la historia pronto la supieron todos, incluso mis primeros pacientes. ¡Mis actividades terapéuticas comenzaron, pues, porque una madre me había puesto a mí en el lugar de su hijo anormal! Naturalmente, le expliqué toda esta serie de circunstancias y supo comprenderlo muy bien. Posteriormente no tuvo ya más recaídas.
En realidad ésta fue mi primera experiencia terapéutica, podría decir mi primer análisis. Recuerdo claramente la conversación con la dama en cuestión. Era inteligente y agradecida en grado sumo porque yo me la había tomado en serio y me había interesado por su destino y el de su hijo.
Esto la ayudó.[54]

¿Y sobre la hipnosis?
«Al principio adopté también la hipnosis en mi consulta privada, pero muy pronto la descarté porque con ella se obra a ciegas. No se sabe nunca hasta cuándo durará un progreso o una convalecencia, y yo siempre me resistí a actuar en la incertidumbre. Tampoco me gustaba decidir por mí mismo lo que el paciente debía hacer. Me interesaba mucho más saber por el propio paciente hacia dónde iba él. Para ello necesitaba realizar cuidadosos análisis de los sueños y de otras manifestaciones del inconsciente.»

Otro caso
«Un colega americano me había enviado un paciente. El diagnóstico decía «neurastenia alcohólica». El pronóstico le calificaba de «incurable». Por ello mi colega, previsoramente, le había dado el consejo de consultar a cierta autoridad en neurología de Berlín en el caso de que mi tratamiento no condujese a nada. Vino a las horas de consulta y después de que hube conversado un poco con él advertí que el hombre tenía una neurosis corriente de cuyo origen psíquico él no sospechaba nada.
Hice con él la prueba de asociación y por ello supe que sufría las consecuencias de un formidable complejo materno. Procedía de una rica y distinguida familia, tenía una simpática mujer y, por así decirlo, carecía de preocupaciones aparentemente. Sólo que bebía demasiado y esto era un desesperado intento de narcotizarse para olvidar su agobiante situación. Naturalmente, por este método no logró librarse de sus dificultades.
Su madre era propietaria de una gran empresa y el hijo, extraordinariamente inteligente, ocupaba en ella un puesto directivo. Realmente hubiera debido sustraerse mucho antes a la humillante subordinación de su madre, pero no podía decidirse a sacrificar su brillante posición. Así pues, quedó ligado a su madre, que le había facilitado su puesto. Siempre que estaba con ella o debía someterse a una de sus intromisiones comenzaba a beber para adormecer sus afectos o bien liberarse de ellos. En el fondo, sin embargo, no quería abandonar el confortable nido, sino que se dejaba seducir, en contra de sus propios instintos, por la comodidad y el bienestar.
Después de un corto tratamiento dejó de beber y se consideró curado. Pero yo le dije: «No le garantizo que no vuelva a caer en la misma situación si regresa a su antiguo puesto.» No me creyó y regresó con buenos ánimos a América.
Apenas estuvo nuevamente bajo la influencia de su madre, reincidió en la bebida. Entonces fui llamado por su madre, que se encontraba de paso en Suiza, para una consulta.
Era una mujer razonable, pero de un carácter de mil demonios. Me di cuenta de con quién debía enfrentarse el hijo y supe que éste no disponía de las fuerzas necesarias para oponerse. Físicamente era él de aspecto algo delicado y en condiciones de inferioridad respecto a su madre. Así pues, me decidí por un golpe de fuerza. En ausencia del hijo, extendí ante ella un certificado de que él, a causa del alcoholismo, no podía desempeñar por más tiempo su cargo en el negocio. Debía ser despedido. Este consejo fue cumplido y naturalmente el hijo se indispuso conmigo.
En este caso realicé algo que, normalmente, no es fácil de conciliar con la conciencia médica. Pero sabía que debía aceptar sobre mí esta responsabilidad para bien del paciente.
¿Cómo se desarrolló el caso en lo sucesivo? Se separó de su madre y pudo desenvolver su personalidad: hizo una brillante carrera pese a o a causa del drástico tratamiento. Su mujer me estaba agradecida, pues su marido no sólo había superado el alcoholismo, sino que seguía su propio camino con sumo éxito.
Durante años tuve remordimientos respecto a este paciente por haberle extendido a escondidas aquel certificado. Pero sabía con certeza que sólo un golpe de fuerza podía liberarlo. Y con ello la neurosis quedaba también resuelta.»

Otro caso donde se revela que el daño que uno causa a otro, aunque la justicia humana no lo descubra, el orden implicado lo resuelve. ‘Nada hay oculto que no llegue a saberse’ dijo un maestro, y ‘el daño que tu le causes a otro a ti mismo te lo causas’. ‘Mia es la venganza, yo pagaré’ reza un pasaje inspirado. Cuando vemos las cosas que en este mundo pasan, no debe de asombrarnos mucho, pues cada situación tiene un trasfondo y una explicación que desconocemos. ‘Dejen de juzgar’ y ‘ocúpate de lo tuyo y no de los demás’ es un sano consejo.

«Otro caso también me quedó grabado. Una dama vino a mi consultorio. Se negó a dar su nombre; ello no hacía al caso, pues pensaba consultarme sólo una vez. Pertenecía evidentemente a las altas capas de la sociedad. Declaró haber sido médico. Lo que tenía que comunicarme era una confesión: hacía veinte años había cometido un crimen por celos. Había envenenado a su mejor amiga porque quería casarse con su marido. En su opinión, un crimen no significaba nada para ella si no se descubría. Si ella quería casarse con el marido de su amiga podía simplemente desembarazarse de ella. Tal era su punto de vista. Las consideraciones morales no contaban para ella.
¿Y después? Se casó ciertamente con el marido, pero él murió muy joven, bastante joven. En los años siguientes sucedieron cosas extrañas: la hija de este matrimonio quiso separarse de su madre en cuanto fue mayor de edad. Se casó joven y se apartaba cada vez más de ella. Finalmente desapareció de vista y la madre perdió todo contacto con ella.
La dama era una apasionada amazona y poseía varios caballos por los que se tornaba gran interés. Un día descubrió que los caballos comenzaban a inquietarse cuando ella los montaba. Incluso su caballo preferido se asustaba y la arrojaba al suelo. Finalmente tuvo que abandonar la equitación. En adelante se dedicó a sus perros. Poseía un perro lobo especialmente bello al cual apreciaba mucho.
La «casualidad» quiso que precisamente este perro fuese atacado de parálisis. Esto fue ya demasiado y se sintió «moralmente acabada». Debía confesarse y por ello había acudido a mí. Era una criminal, pero, aparte de esto, se había asesinado a sí misma. Pues quien realiza un crimen de tal naturaleza destroza su alma. Quien asesina se condena ya él mismo. Si alguien comete un crimen y es detenido, cumple así la sanción legal. Si lo hace en secreto, sin conciencia moral, y el crimen permanece oculto, el castigo le alcanza sin embargo, como nuestro caso demuestra. Acaba, pues, por descubrirse. Además, parece como si los animales y las plantas lo «supieran».
La mujer se sintió por el crimen extraña a los animales y llegó a un aislamiento insoportable. Para librarse de su aislamiento me convirtió en su confidente. Debía tener un confidente que no fuera un criminal. Quería encontrar un hombre que pudiera aceptar sin condiciones su confesión; pues de este modo lograría recuperar una relación con la humanidad. Pero no debía ser ningún padre confesor profesional, sino que tenía que ser un médico. Con un sacerdote hubiera sospechado que la atendería en virtud de su ministerio; que no aceptaría los hechos como tales, sino con el objetivo de emitir un juicio moral. Había presenciado que los hombres y los animales la abandonaban, y esta tácita condena la afectó de tal modo que no hubiera podido soportar otra condena más.
Nunca llegué a saber quién era; tampoco tengo prueba alguna de que su historia correspondiera a la verdad. Posteriormente me pregunté a menudo cómo transcurriría en lo sucesivo su vida. Pues su historia no había terminado aún. Quizás finalmente terminó suicidándose. No puedo imaginarme cómo podría continuar viviendo en esta extrema soledad.

Se trataba de una antigua paciente de la sección de mujeres, una anciana de setenta y cinco años, que permanecía desde hacía cuarenta años en cama. Hacía casi cincuenta que llegó al manicomio, pero nadie podía recordar cuándo fue su ingreso; entretanto, todos habían muerto. Sólo una enfermera jefe que hacía treinta y cinco años que trabajaba en la institución sabía todavía algo de su historia.
La anciana ya no podía hablar y sólo podía ingerir alimentos líquidos o semilíquidos. Comía con los dedos y desmenuzaba los alimentos en la boca. A veces necesitaba casi dos horas para tomarse una taza de leche. Justamente cuando no comía hacía movimientos extraños y rítmicos con las manos y los brazos cuya naturaleza yo no sabía comprender. Quedé profundamente impresionado por el grado de aniquilación a que puede llevar una enfermedad mental, pero no sabía explicármelo. En las conferencias clínicas se presentaba como una forma catatónica de demencia precoz, pero esto a mí no me decía nada, pues no explicaba lo más mínimo sobre el significado y origen de los extraños movimientos.
La impresión que me hizo este caso caracteriza mi reacción contra la psiquiatría de entonces. Tenía la sensación, cuando era ayudante, de no comprender en absoluto lo que pretendía ser la psiquiatría. Me sentía sumamente incómodo junto a mi jefe y a mis colegas, que se comportaban de forma tan segura, mientras que yo, desorientado, andaba a ciegas. La tarea principal de la psiquiatría la veía yo en el conocimiento de las cosas que suceden en el interior del espíritu enfermo y de ello yo no sabía nada todavía. ¡Me encontraba ahora atado a una profesión en la cual no entendía nada en absoluto!

Una noche, a una hora avanzada, recorrí la sección; vi a la anciana con sus enigmáticos movimientos y me pregunté nuevamente: ¿Por qué ha de ser así? Entonces fui a nuestra vieja enfermera jefe y me informé si la paciente se había comportado siempre así. «Sí —me respondió—, pero mi antecesora me contó que anteriormente había compuesto zapatos.» A continuación consulté nuevamente su antiguo historial médico y allí constaba que hacía movimientos como si estuviera remendando zapatos. Anteriormente los zapateros sostenían los zapatos entre las rodillas e introducían los hilos en el cuero con parecidos movimientos. (Todavía hoy se puede ver esto en zapateros de pueblo.) Cuando la paciente murió poco después, su hermano mayor vino al entierro. Yo le pregunté: «¿Por qué enfermó su hermana?» Entonces me explicó que había querido a un zapatero, pero que él por alguna razón no quiso casarse con ella y entonces se «chifló». Así, pues, los movimientos de la mujer indicaban su identidad con el amado, identidad que duró hasta su muerte.

Entonces tuve la primera sospecha de los orígenes psíquicos de la denominada «demencia precoz». En lo sucesivo dediqué gran atención a las relaciones de causa en las psicosis.

Recuerdo muy bien la paciente en cuya historia logré ver claro el trasfondo psicológico de la psicosis y principalmente de las «absurdas ideas fijas». Comprendí en este caso por vez primera el lenguaje de los esquizofrénicos, hasta entonces tenido por absurdo. Se trataba de Babette S., cuya historia he publicado.[55] En 1908 di una conferencia en el Ayuntamiento de Zurich sobre este caso.
La paciente procedía de los barrios antiguos de la ciudad de Zurich, de los estrechos y sucios callejones, donde nació y creció en míseras condiciones. La hermana era una prostituta, el padre un bebedor. Enfermó a los treinta y nueve años en forma paranoica de demencia precoz con la típica megalomanía. Cuando la conocí, hacía ya veinte años que estaba internada. Varios centenares de estudiantes de medicina pudieron observar con este caso el cuadro del trágico proceso de la desintegración psíquica. Constituía uno de los clásicos casos demostrativos en clínica. Babette estaba completamente loca y decía cosas que no podían comprenderse en absoluto. Pacientemente emprendí el intento de comprender el contenido de las abstrusas manifestaciones. Por ejemplo ella decía: «Soy la Loreley» y ciertamente porque el médico, cuando intentaba explicárselo, decía: «No sé lo que esto significa.» O profería exclamaciones como: «Soy la personificación de Sócrates», lo que debía significar, como deduje: «Soy acusada tan injustamente como Sócrates.» Necias expresiones como: «Soy el doble politécnico insustituible», «Soy pasteles de ciruela elaborados con harina de maíz», «Soy Germania y Helvetia de sólo mantequilla dulce», «Nápoles y yo debemos proveer al mundo de fideos», significaban plusvalías, es decir, compensaciones de un sentimiento de inferioridad.
El ocuparme de Babette y de otros casos semejantes me convenció de que mucho de lo que había considerado absurdo en los enfermos mentales no era en modo alguno tan «loco» como parecía. Me di cuenta más de una vez que en tales pacientes se oculta en el trasfondo una «persona» que debe definirse como normal y que en cierta medida es testigo. En ciertas ocasiones esta personalidad oculta —la mayoría de las veces a través de voces o sueños— puede también hacer objeciones y  observaciones enteramente racionales y puede incluso suceder que vuelva al primer plano, por ejemplo a causa de una enfermedad física, y el paciente se muestre casi normal.
Tuve que tratar una vez una antigua esquizofrenia en la cual vi muy claramente la persona «normal» oculta. No era un caso a curar, sino sólo a cuidar. Como todo médico, tenía yo también pacientes que hay que acompañar hasta la muerte sin esperanzas de curación. Esta mujer oía voces que se repartían por todo el cuerpo, y una voz que se hallaba en el centro del tórax era la «voz de Dios». «Nosotros deberíamos confiar en ella», le dije yo y quedó asombrada de mi propio valor. Por regla general esta voz hacía observaciones muy razonadas y con su ayuda me entendí bien con la paciente. Una vez la voz dijo: «Él te escuchará si lees la Biblia.» Trajo una vieja y gastada Biblia y cada vez tenía que indicarle un capítulo que ella tenía que leer. La próxima vez debía yo preguntarle sobre ello. Al principio me sentía algo extraño por cierto en este papel, pero al cabo de cierto tiempo comprendí lo que significaba el ejercicio: de este modo se mantenía despierta la atención de la paciente y así no caía más profundamente en el sueño desgarrador del inconsciente. El resultado fue que al cabo de seis años, aproximadamente, las diversas voces, repartidas por todo el cuerpo, se centraron exactamente y de modo exclusivo en la mitad izquierda del cuerpo. La intensidad del fenómeno no se había duplicado en el costado izquierdo, sino que era igual que antes. Se podía decir que la paciente estaba por lo menos «unilateralmente curada». Esto constituyó un éxito inesperado, pues no me había imaginado que nuestras lecturas de la Biblia pudieran actuar terapéuticamente.
Al ocuparme de la paciente vi claro que las ideas de persecución y las alucinaciones contenían un núcleo racional. Vi que detrás se hallaba una personalidad, una historia humana, una esperanza y un deseo. La culpa es sólo nuestra si no sabemos comprenderlo. Me resultó claro por vez primera que en la psicosis se oculta una psicología general de la personalidad, que aquí recae nuevamente en los viejos conflictos de la humanidad. Incluso en los pacientes que actúan de modo apático, estúpido o imbécil ocurren más cosas y más razonables de lo que parecen. En el fondo no descubrimos nada nuevo o desconocido en los enfermos mentales, sino que hallamos el fondo de nuestra propia esencia. Este conocimiento fue entonces para mí una formidable experiencia sensible.»


«Con frecuencia, engañan las apariencias externas, tal como me asombró en el caso de aquella joven paciente catatónica. Tenía dieciocho años y procedía de una familia culta. A los quince años fue seducida por su hermano y abusaron de ella sus compañeros de escuela. A partir de los dieciséis años vivió aislada. Se ocultaba ante los hombres y acabó por identificarse en sus sentimientos con un mastín malo que pertenece a los demás, y con quienes intentaba reconciliarse. Se volvió cada vez más extraña y a los diecisiete años vino al frenopático, donde permaneció año y medio. Oía voces, rechazaba los alimentos y mudó la voz por completo (es decir, no habló más). Cuando la vi por vez primera se encontraba en un estado típicamente catatónico.
En el transcurso de varias semanas logré paulatinamente hacerla hablar. Después de superar tenaz resistencia me contó que había vivido en la luna. Ésta estaba habitada, pero al principio sólo vio hombres. Éstos la habían llevado consigo a una morada «sublunar» donde se hallaban encerradas sus mujeres e hijos. Sobre las altas montañas de la luna habitaba un vampiro que raptaba y mataba a los niños y mujeres, por lo cual la población selenita estaba amenazada de exterminio. Tal era la razón de la existencia «sublunar» de la mitad femenina de la población.
Mi paciente decidió ahora hacer algo por la población de la luna y se propuso destruir al vampiro. Después de largos preparativos, esperó al vampiro sobre la azotea de una torre que se construyó con este fin. Al cabo de una serie de noches lo vio por fin aproximarse volando desde lejos, como un gran pájaro negro. Tomó su largo cuchillo para el sacrificio, lo ocultó entre sus ropas y esperó su llegada. Repentinamente apareció ante ella. Tenía varios pares de alas. Bajo éstas, su rostro y toda su figura quedaban ocultos, de modo que ella no podía ver más que sus plumas. Estaba extrañada y le picó la curiosidad por lo que decidió saber qué aspecto tenía. Se acercó a él sosteniendo el cuchillo en su mano. Entonces el pájaro abrió sus alas y ante ella apareció un hombre divinamente hermoso. La estrechó entre sus brazos alados con un garfio de hierro de modo que ella ya no podía servirse del cuchillo. Además, quedó tan hechizada por la mirada del vampiro que no hubiera sido ya capaz de acuchillarlo. La levantó del suelo y voló con ella. Después de esta revelación pudo hablar sin impedimentos y volvieron a presentarse sus resistencias; y le había cerrado el camino de regreso a la luna, ya no podía marcharse de la tierra. Este mundo no es hermoso, en cambio la luna sí lo era y la vida allí estaba llena de atractivos.
Algo más tarde tuvo una recaída en su catatonía. Deliró durante cierto tiempo. Cuando al cabo de dos meses fue dada de alta, se podía volver a hablar con ella y progresivamente fue viendo que la vida sobre la tierra es algo inevitable. Pero desesperadamente se resistió a aceptar la inevitabilidad de la vida y sus consecuencias, y tuvo que ser internada nuevamente.
Una vez la visité en su celda y le dije: «¡Todo esto no le servirá para nada, no puede ya regresar a la luna!» Me escuchó en silencio y completamente indiferente. Esta vez permaneció poco tiempo en el frenopático y aceptó resignadamente su destino.
Se colocó de enfermera en un sanatorio. Allí había un médico asistente que intentó acercarse a ella de modo poco atento, a lo cual ella respondió con un disparo de revólver.
Por suerte sólo le ocasionó una leve herida. ¡Así pues se había procurado un revólver! Ya  anteriormente había llevado consigo un revólver cargado que a última hora, al terminar el tratamiento, me entregó. Ante mi asombro, dijo: «¡Con él le hubiera matado a tiros si me hubiera usted faltado!»
Cuando se repuso de la excitación a causa del disparo regresó de nuevo a su país. Se casó, tuvo varios hijos y sobrevivió a dos guerras mundiales en el Este sin experimentar ninguna recaída.
¿Qué decirse para explicar sus fantasías? A causa del incesto que sufrió de jovencita se sintió rebajada ante los ojos del mundo, pero en cambio en el reino de la fantasía se sentía ensalzada: se sintió trasladada, por así decirlo, a un reino mítico; pues el incesto es, según la tradición, una prerrogativa del rey y de los dioses. A través de ello, sin embargo, se produjo una total enajenación del mundo, el estado de psicosis. Se convirtió, por así decirlo, en extramundana y perdió el contacto con los hombres. Llegó a un distanciamiento cósmico, en la bóveda celeste, donde encontró al demonio alado. Transfirió esta figura en mí durante el tratamiento, siguiendo la regla. Por ello, automáticamente, estuve amenazado de muerte, como cualquiera que hubiera intentado convencerla de la existencia humana normal. A través de sus explicaciones, en cierto modo, había descubierto el demonio en mí y ligado de este modo a un hombre terrestre. Por ello pudo volver a la vida e incluso casarse.
Yo mismo, desde entonces, vi con otros ojos el sufrimiento de los enfermos mentales, pues sabía ahora también de los significativos acontecimientos de su vivencia interna.»

No existe una norma para la curación. Cada persona debe hallar la curación por si misma. Los psiquiatras solo pueden saber orientar.

«…lo curativo debería surgir de él de modo natural. La psicoterapia y los análisis son tan distintos como los mismos individuos. Yo trato a cada paciente lo más individualmente posible, pues la solución del problema es siempre personal.»

«Tuve una vez una paciente, una mujer muy inteligente que, sin embargo por diversas razones, me pareció algo sospechosa. Primero el análisis fue bien, pero al cabo de un tiempo me pareció como si en la interpretación del sueño no acertase yo y creí observar también una cierta languidez en la conversación. Así pues decidí hablar de ello con la paciente, pues naturalmente a ella no se le había ocurrido que algo no funcionaba correctamente. La noche anterior a su próxima visita tuve el siguiente sueño:
Andaba por un camino vecinal a través de un valle entre resplandores crepusculares. A la derecha se alzaba una escarpada colina. En su cumbre había un castillo y en la torre más alta estaba sentada una mujer en una especie de balaustrada. Para poder verla bien tenía que doblar mucho la cabeza hacia atrás. Me desperté con dolores en la nuca. Ya en sueños había reconocido a mi paciente en la mujer.
El significado lo comprendí inmediatamente: que en mi sueño hubiera de mirar así hacia mi paciente quería decir que era probable que en realidad la hubiese mirado despectivamente. Los sueños son compensaciones de la actitud consciente. Le comuniqué el sueño y mi interpretación. Esto provocó un inmediato cambio en la situación y el tratamiento siguió adelante.

La capacidad innata de las mujeres
«Yo aconsejo siempre a los psicoanalistas: «¡Tened un "padre confesor" o una "madre confesora"!» Las mujeres están muy capacitadas para ello. Tienen en la mayoría de los casos una intuición excelente y una oportuna crítica, y pueden ver bien a los hombres, incluso bajo ciertas circunstancias sus intrigas anímicas en los naipes[56]. Ven aspectos que el hombre no ve. ¡Es por ello que ninguna mujer está convencida de que su marido sea el superhombre!»

Sobre los arcanos del tarot cuando Jung habló de El Mago lo asoció con un arquetipo.
“El mago es sinónimo del viejo sabio, que se remonta en línea directa a la figura del hechicero de la sociedad primitiva. Es, como el Ánima, un demonio inmortal, que ilumina con la luz del sentido las caóticas oscuridades de la vida pura y simple. Es el iluminador, el preceptor y maestro, un psicopompo (conductor de almas), a cuya personificación no pudo escapar ni siquiera el «destructor de las tablas», Nietzsche, puesto que declaró portador y proclamador de su propia iluminación y éxtasis «dionisíacos» a su encarnación en Zaratustra, ese espíritu superior de una era casi homérica.

Al hacer la experiencia de ese arquetipo, el hombre moderno vive la más antigua forma del pensar como una actividad autónoma, cuyo objeto es uno mismo. Otras formulaciones de la misma experiencia son Hermes Trismegisto o el Thoth de la literatura hermética, Orfeo, el Poimandres y, emparentado con éste, el Pastor de Hermas. Si no se tuviese ya un juicio previo sobre el nombre de «Lucifer», esa sería la denominación adecuada para este arquetipo. Por eso me he limitado a llamarle arquetipo del viejo sabio o del sentido. Como todos los arquetipos, éste también tiene un aspecto positivo y uno negativo.”[57]

Jung pensaba que no venimos al mundo como una ‘hoja en blanco’ como planteaba Freud, para él el ser humano ya nace con información y un cierto patrón de creencias incorporadas. Una frase suya lo resume al decir “no existe una sola idea o concepción esencial que no posea antecedentes históricos”. Estos antecedentes nos llegan en el inconsciente, y otros los vamos aprendiendo al conocer de mitos, leyendas y la propia experiencia que van enriqueciendo nuestro inconsciente.

Con lo “normal”
«Cuando alguien tiene una neurosis es comprensible que realice su análisis; pero si se es «normal» no existe ninguna obligación. Pero puedo asegurarles que tuve asombrosas experiencias con la denominada normalidad: Una vez topé con un discípulo completamente «normal». Era médico y se me presentó con las mejores recomendaciones de un viejo colega. Fue ayudante suyo y se hizo cargo de su consulta. ¡Tenía éxitos normales, una consulta normal, una mujer normal, hijos normales, vivía en una pequeña casa normal de una pequeña ciudad normal, tenía ingresos normales y probablemente también una alimentación normal! Quería ser psicoanalista. Yo le dije: «¿Sabe usted lo que significa esto?[58] Esto significa que debe primero conocerse a sí mismo. El instrumento es usted mismo. Si usted no está bien, ¿cómo podrá ponerse bien el paciente? Si usted no está convencido, ¿cómo podrá convencerles? Usted mismo es la auténtica materia prima. Pero si no lo es, entonces ¡que Dios le ayude! En tal caso llevará a sus pacientes al error. Debe pues usted primeramente iniciar el análisis de sí mismo.»
El hombre estuvo de acuerdo, pero me dijo en seguida: «¡No tengo nada problemático que contarle!» Esto debía yo sospecharlo. Respondí: «Bueno, entonces podemos examinar sus sueños.» Él contestó: «No tengo sueños.» Le dije: «Pronto empezará usted a tenerlos.»
Otro hubiera probablemente soñado ya en la noche siguiente. Pero él no podía recordar ningún sueño. Así fue durante catorce días, y me pareció algo inquietante.
Finalmente se presentó un sueño muy significativo. Soñó que viajaba en tren. El tren paró dos horas en cierta ciudad. Puesto que el soñador no conocía este lugar y deseaba conocerlo se dirigió al centro de la ciudad. Allí encontró una casa medieval, probablemente el ayuntamiento, y entró en ella. Recorrió largos pasillos y entró en bellas salas de cuyas paredes colgaban antiguos cuadros y hermosos tapices. Valiosos objetos se veían por doquier.
Repentinamente, vio que oscurecía y el sol se escondía. Pensó: ¡Debo volver a la estación! En este instante descubrió que se había perdido y no sabía ya dónde estaba la salida. Se asustó, y a la vez se dio cuenta de que en la casa no había visto a ningún hombre. Se sintió intranquilo y apresuró sus pasos con la esperanza de encontrar a alguien. Pero no halló a nadie. Entonces llegó a una gran puerta y pensó aliviado: ¡Aquí está la salida! Abrió la puerta y descubrió que había entrado en una enorme sala. Estaba tan oscura que ni siquiera podía distinguir la pared de la sala. Entonces vio —exactamente en el centro de la habitación— algo blanco en el suelo y, cuando se acercó, descubrió a un niño idiota de unos dos años. Estaba sentado en un orinal y se había embadurnado con heces. En este instante se despertó, dando un grito de pánico.
Esto me bastaba: ¡se trataba de una psicosis latente! Puedo decirles que yo sudaba cuando intenté librarle del sueño. Tuve que describir el sueño lo más tranquilamente posible. No me detuve en detalles. Lo que el sueño expresaba es, aproximadamente, lo siguiente: el viaje con que empieza es el viaje a Zurich. Pero allí permanece sólo poco tiempo. El niño en el centro de la sala es una figura de sí mismo cuando tenía dos años. En los niños pequeños no son corrientes estos malos modales, pero es algo siempre posible. ¡Las heces atraen su interés por su color y olor! Cuando un niño se cría en la ciudad y sobre todo en una familia severa, esto puede suceder fácilmente.
Pero aquel médico, el soñador, no era ningún niño, era un adulto. Y por ello la visión onírica en el centro de la sala constituía un símbolo nefasto. Cuando me explicó el sueño me di cuenta de que su normalidad no era más que una compensación. Le había atrapado en el último instante, pues por un pelo la psicosis hubiese brotado y puesto de manifiesto. Ello debía impedirse. Finalmente me fue posible, con ayuda de uno de sus sueños, hallar un plausible final.
Los dos quedamos mutuamente agradecidos por este final. No le participé mi diagnóstico, pero él había notado que experimentaba un pánico fatal cuando un sueño le anunciaba que un peligroso enfermo mental le perseguía. Poco después regresó el soñador a su país natal. No le inquietó más el inconsciente. Su tendencia a la normalidad correspondía a una personalidad que no se hubiera desarrollado a través de la confrontación con el inconsciente, sino que se hubiera dispersado nada más. Estas psicosis latentes son las bêtes nones de los psicoterapeutas, pues con mucha frecuencia resultan difíciles de reconocer. En estos casos es especialmente importante comprender los sueños.

Por lo que deduzco fue un sueño lúcido. De repente, alguien que nunca soñaba, tenía un sueño lúcido. Es un fenómeno muy raro. No puedo entender el significado dado por Jung al sueño.

Caso de fenómeno de naturaleza parapsicológica
«Me impresionó especialmente el caso de un paciente a quien libré de una depresión psicógena. Una vez curado regresó a casa y se casó, pero la mujer no me gustó. Cuando la vi por primera vez tuve una inquietante sensación. Observé que no me veía con buenos ojos a causa de mi influencia sobre su marido, que me estaba agradecido. Sucede con frecuencia que las mujeres que no quieren verdaderamente al marido son celosas y destruyen sus amistades. Quieren que les pertenezca por  entero, porque precisamente ellas mismas no le pertenecen a él. El núcleo de todos los celos es una falta de amor. La intromisión de la mujer significó para el paciente una carga inusitada para la cual no estaba preparado. Un año después de la boda, bajo esta carga, cayó nuevamente en una depresión. Yo había convenido con él —en previsión de esta posibilidad— que me llamase inmediatamente si notaba que se descorazonaba. Pero se abstuvo de hacerlo no sin saberlo su mujer, quien dio poca importancia a su mal humor. No recibí noticias suyas.
Por aquel tiempo di en B. una conferencia. Hacia la medianoche llegué al hotel —después de la conferencia había ido a comer con un par de amigos— y me metí en la cama inmediatamente. Estuve sin embargo bastante rato despierto. Hacia las dos —debía estar ya dormido— me desperté con espanto y tuve el convencimiento de que alguien estaba en mi habitación; me parecía como si alguien hubiera abierto la puerta violentamente. Abrí la luz inmediatamente, pero allí no había nadie. Pensé que quizás alguien se había equivocado de puerta y miré en el pasillo, reinaba el silencio más absoluto. «Qué extraño —pensé—, alguien ha entrado en la habitación.» Entonces intenté recordar lo pasado y me di cuenta de que me había despertado por un sordo dolor, como si algo me hubiera dado contra la frente y me hubiera golpeado en la parte posterior del cráneo. Al día siguiente recibí un telegrama, en que se me comunicaba que aquel paciente se había suicidado. Más tarde supe que se había disparado un tiro y que la bala se introdujo en la parte posterior del cráneo.
En este suceso se trató de un auténtico fenómeno de sincronismo,[59] como no es raro observar en relación con una situación arquetípica —en este caso la muerte. Mediante la relativización del tiempo y del espacio en el inconsciente es posible que hubiera percibido algo que en la realidad sucedía en otro lugar completamente distinto. El inconsciente colectivo es común a todos, constituye el fundamento de lo que en la antigüedad se definió como «simpatía de todas las cosas». En este caso mi inconsciente supo la situación de mi paciente. Ya la tarde anterior me sentí extrañamente inquieto y nervioso, contrariamente a mi modo de ser habitual.»

Espíritus elevados insatisfactorios con su yo terrestre crean neurosis sin importar la religión a la que pertenezcan.

«Recuerdo muy bien el caso de una judía que había perdido la fe. Comenzó con un sueño que tuve en el que se me presentaba una muchacha desconocida. Me expuso su caso y mientras hablaba pensé: no comprendo nada de lo que ella me dice. ¡No comprendo de qué se trata! Pero de repente comprendí que ella tenía un extraño complejo paterno. Tal fue el sueño.
Al día siguiente en mi agenda constaba: consulta, a las cuatro. Apareció una muchacha. Una judía, hija de un rico banquero, bonita, elegante y muy inteligente. Se había sometido ya a un análisis, pero el médico se sintió atraído por ella y le rogó finalmente que no le visitara más, de lo contrario peligraba su matrimonio.
La muchacha padecía desde hacía tiempo una grave neurosis de angustia que después de esta experiencia, naturalmente, se agravó. Comencé la anamnesia, pero no logré descubrir nada especial. Era una judía adaptada al occidente, profundamente instruida. Al principio no logré entender su caso. De repente recordé mi sueño y pensé: ¡Dios mío, es la misma persona! Pero puesto que no podía comprobar en ella ninguna huella de complejo de padre le pregunté, como acostumbro a hacer en tales casos, por su abuelo. Entonces vi cómo cerró los ojos por un instante y supe inmediatamente: ¡Ahí está! Le rogué, pues, que me hablara de su abuelo y me enteré de que era un rabino que perteneció a una secta judía. Pregunté nuevamente: «Si era un rabino, ¿era quizás un zaddiquim?» «Sí, se dice que fue una especie de santo y que poseía el don de la segunda visión. ¡Pero todo esto no son más que estupideces! Tal cosa no existe.»
Con ello concluí la anamnesia y comprendí la historia de su neurosis, que le expliqué: «Ahora voy a decirle algo que quizás usted no pueda aceptar. Su abuelo fue un zaddiquim. Su padre renegó de la fe judaica. Traicionó el secreto y olvidó a Dios. Y usted tiene esta neurosis porque siente temor de Dios.» ¡Quedó como fulminada por el rayo!
La noche siguiente tuve otro sueño. En mi casa se daba una fiesta y he aquí que la muchacha estaba también presente. Vino hacia mí y me preguntó: «¿Tiene usted un paraguas? ¡Llueve tanto!» Encontré efectivamente un paraguas, lo hice girar para abrirlo y quise dárselo. ¿Pero qué sucedió en lugar de esto? Se lo entregué de rodillas como si fuera una divinidad.
Le expliqué el sueño y a los ocho días la neurosis había desaparecido.3 El sueño me había mostrado que ella no era una persona superficial, sino que tras ella se ocultaba una santa. Pero ella no tenía una imaginación mitológica y por ello lo esencial no encontraba en ella expresión alguna. Todas sus intenciones giraban en torno a coqueteos, vestidos y «sexualidad» porque no conocía nada más que esto. No conocía sino el intelecto y su vida era un absurdo. En realidad era una criatura de Dios que debía cumplir sus secretos designios. Tuve que despertar en ella ideas mitológicas y religiosas, pues pertenecía al tipo de personas a las que se exige una dedicación a las cosas del espíritu. ¡Gracias a ello su vida adquirió sentido y perdió todo rastro de neurosis!
En este caso no empleé ningún «método», sino que vi la presencia del Numen. Se lo expliqué a la paciente y ello determinó la curación. Aquí no existió método alguno; aquí imperó el temor de Dios.
He visto con mucha frecuencia que los hombres se vuelven neuróticos cuando se conforman con respuestas insatisfactorias o falsas a las cuestiones de la vida.
Buscan una buena situación, matrimonio, reputación y éxitos externos y dinero, y permanecen desgraciados y neuróticos, incluso cuando han conseguido lo que buscaban. Tales hombres se sumen las más de las veces en una excesiva estrechez espiritual. Su vida no tiene contenido satisfactorio alguno, ningún sentido. Cuando pueden desarrollar una más amplia personalidad, deja de existir la neurosis en la mayoría de los casos. Es por ello que para mí, desde un principio, fueron de suma importancia las ideas de desarrollo.»

« Un teólogo tenía un sueño que se repetía con frecuencia. Soñaba que estaba en una pendiente desde la que se divisaba un bello panorama en un profundo valle con frondosos bosques. Sabía que hasta entonces siempre algo le había impedido ir allí. Pero esta vez quería realizar sus planes. Al acercarse al lago se sintió intranquilo y repentinamente sopló una ligera ráfaga de viento sobre la superficie del agua, que se encrespó. Se despertó con un grito de terror.
El sueño parece de momento incomprensible; pero como teólogo hubiera debido recordar el «estanque» cuyas aguas son removidas por un viento repentino y en la que se sumerge a los enfermos —el estanque de Bethesda. Un ángel desciende y toca el agua que por ello adquiere facultad curativa. El viento suave es el Espíritu Santo que sopla donde quiere. Y ello causa al soñador angustia infernal. Se manifiesta una invisible presencia, un numen que vive por sí mismo y por el cual se origina una tormenta sobre los hombres. La posibilidad del lago de Bethesda el soñador sólo la admitió de mala gana. No quiso admitirla, pues tales cosas se discuten sólo en la Biblia y a lo sumo los domingos por la mañana durante el sermón. No tienen nada que ver con la psicología. Del Espíritu Santo se habla sólo en ocasiones festivas, pero no, de ningún modo, es un fenómeno de la experiencia.
Yo sé que el teólogo debía superar su miedo y, por así decirlo, vencer su pánico. Pero no insisto nunca cuando alguien no está dispuesto a seguir su propio camino y a asumir su propia responsabilidad. No estoy dispuesto a concluir fácilmente que se trata «únicamente» de resistencias normales. Las resistencias —concretamente cuando son obstinadas— merecen consideración, porque con frecuencia significan advertencias que no se deben pasar por alto. Lo curativo puede ser un veneno que no todos aceptan, o una operación que causa la muerte si resulta contraindicado.
Cuando se trata de la vivencia interna, de lo más personal, resulta para la mayoría de hombres poco tranquilizante y muchos huyen de ello. Así también este teólogo. Sé perfectamente que los teólogos se encuentran en una situación más difícil que los demás. Por una parte están más próximos a lo religioso, pero por otra parte se encuentran más estrechamente vinculados por la Iglesia y el dogma. El riesgo de la vivencia interna, la aventura espiritual, es desconocida por la mayoría de hombres. La posibilidad de que puede ser una realidad psíquica es anatema. ¿Debe basarse en algo «sobrenatural» o por lo menos «histórico», pero psíquico? Ante esta pregunta surge a menudo un menosprecio del alma tan repentino como profundo.»

« Una vez me visitó una dama, perteneciente a la alta nobleza, que acostumbraba a abofetear a todos sus empleados, inclusive a sus médicos. Padecía una neurosis impulsiva y había estado en una clínica sometida a tratamiento. Naturalmente, no tardó en propinar al médico jefe el obligado bofetón. A sus ojos no era más que un buen valet de chambre. Éste la envió a otro médico con el que de nuevo pasó lo mismo. Puesto que la dama no estaba propiamente loca, aunque había que tratarla con pies de plomo, se vio en un apuro y me la envió a mí.
Era una personalidad imponente, de 1,82 de altura. ¡Realmente podía pegar, se lo aseguro a ustedes! Se presentó y conversamos agradablemente. Luego llegó el momento en que hube de decirle algo desagradable. Con rabia, se levantó de un salto y me amenazó con pegarme. Yo me había levantado también de un salto y le dije: «Bueno, usted es la dama, pegue primero —Ladies first! Pero luego pegaré yo», y ésa era también mi intención. Se dejó caer en una silla y dijo: «Esto no me lo había dicho nadie todavía.» Pero a partir de este instante la terapéutica surtió efecto. Lo que esta paciente necesitaba era la reacción masculina. En este caso hubiera sido completamente erróneo «cooperar». Ello no la hubiera ayudado en absoluto. Tenía una neurosis impulsiva porque moralmente no podía dominarse a sí misma. Tales gentes son dominadas por la naturaleza, precisamente mediante los síntomas impulsivos.»

Los más difíciles
«A los pacientes más difíciles y desagradecidos pertenecen, según mi experiencia, junto a los habituales mentirosos, los denominados intelectuales, pues en ello una mano ignora lo que hace la otra. Cultivan una psicología à compartiments. Con un intelecto no controlado por sentimiento alguno, todo se puede solucionar y, sin embargo, se tiene una neurosis.»

Sobre Freud
« Algo distinto sucedió en relación con el tema de la represión. En este aspecto no podía dar la razón a Freud. Él veía como causa de la represión el trauma sexual y ello no me bastaba. En mi consulta conocí numerosos casos de neurosis en los cuales la sexualidad desempeñaba un papel meramente secundario, mientras que había otros factores en primer plano, por ejemplo, el problema de la adaptación social, de la opresión por circunstancias de la vida, las pretensiones de prestigio, etc. Posteriormente le presenté a Freud tales casos, pero él no admitía otros factores que no fueran la sexualidad.[60] Esto me pareció muy poco satisfactorio.»

«Y continué manifestándome a favor de Freud y sus ideas[61]. Sólo que a causa de mis propias experiencias no podía aceptar el que todas las neurosis estuvieran motivadas por la represión sexual o traumas de carácter sexual. Para ciertos casos esto era exacto, pero para otros, no. En todo caso, Freud había abierto nuevos caminos a la investigación y la indignación de entonces contra él me pareció absurda»

Un aspecto que Jung no pudo aceptar de Freud era cuando en una obra de arte o expresión artística se hablara de espiritualidad, para Freud resultara sospechosa, escondiendo traumas sexuales. En sus discusiones con Freud le comentó:

«La cultura aparecía como una mera farsa, como fruto morboso de la sexualidad reprimida. «Ciertamente —concedía él—, así es. Ello es una maldición del destino contra la cual nada podemos.»»

«Era evidente que la teoría sexual de Freud resultaba singularmente sugestiva. Cuando Freud hablaba de ello, su voz se hacía imperiosa, angustiosa casi, y ya no se notaba nada de su actitud crítica y escéptica. Una expresión extrañamente agitada, una causa que no lograba yo aclarar, animaba su rostro. Me impresionó profundamente que la sexualidad significara para él un numinosum.[62] Mi impresión quedó confirmada por una conversación que tuvo lugar unos tres años después (1910), nuevamente en Viena. Recuerdo todavía muy vivamente cómo me dijo Freud: «Mi querido Jung, prométame que nunca desechará la teoría sexual. Es lo más importante de todo. Vea usted, debemos hacer de ello un dogma, un bastión inexpugnable.» Me dijo esto apasionadamente y en un tono como si un padre dijera: «Y prométeme, mi querido hijo, ¡que todos los domingos irás a misa!» Algo extrañado le pregunté: «Un bastión ¿contra qué?» A lo que respondió: «Contra la negra avalancha», aquí vaciló un instante y añadió: «del ocultismo».
En primer lugar fueron el «dogma» y el «bastión» lo que me asustó; pues un dogma, es decir, un credo indiscutible, se postula sólo allí donde se quiere reprimir una duda de una vez para siempre. Pero esto ya no tiene nada que ver con una opinión científica, sino sólo con un afán de poder personal.
Lo que Freud parecía entender por «ocultismo» era, más o menos, todo lo que la filosofía y la religión, incluyendo la parapsicología, que por entonces estaba de moda, tenían que decir sobre el alma.
Para mí la teoría sexual era igualmente «oculta», es decir, indemostrable, pura hipótesis posible, como muchas otras concepciones especulativas. Una verdad científica era para mí una hipótesis satisfactoria por el momento, pero no un artículo de fe para todos los tiempos.
Sin poder entonces comprender esto correctamente, había observado en Freud una secuela de factores religiosos inconscientes
« Una cosa estaba clara para mí: Freud, que siempre hacía hincapié en su irreligiosidad, se había construido un dogma, mejor dicho, en lugar del Dios celoso que había perdido, había puesto una imagen forzosa, concretamente a la sexualidad; una imagen que no era menos apremiante, exigente, despótica, amenazadora y ambivalente moralmente.»

Eros y Poder, NO y SI absolutos. Eros lo malo del instinto humano y el dogma como evidencia del poder para dominarlo.

«Después de aquella segunda conversación en Viena comprendí también la hipótesis del poder, de Alfred Adler, pues hasta entonces no le había prestado suficiente atención: Adler había aprendido del «padre», como muchos hijos, no lo que éste dijo sino lo que hizo. Entonces el problema del amor —o eros— y del poder me pareció un lastre del espíritu tal como él mismo me dijo. Freud nunca había leído a Nietzsche. Ahora veía yo su psicología como un ardid de la historia del espíritu que compensaba la deificación por Nietzsche del principio del poder. El problema no se planteaba manifiestamente «Freud versus Adler», sino «Freud versus Nietzsche». Me pareció significar mucho más que una mera querella familiar en la psicopatología. Comencé a darme cuenta de que eros e impulso de poder eran como hermanos desavenidos e hijos de un mismo padre, una fuerza espiritual constructiva, la cual —como carga eléctrica positiva y negativa— se manifiesta en la experiencia de forma antagónica: una como un patiens, el eros, y la otra como un agens, el impulso de poder, y viceversa. El eros recurre al impulso de poder tanto como éste al primero. ¿Dónde puede hallarse un impulso sin el otro? El hombre está sometido, por una parte, al impulso, por otra parte intenta dominarlo. Freud muestra cómo el objeto sucumbe al impulso y Adler cómo el hombre se sirve de éste para dominar el impulso. Nietzsche, entregado y supeditado a su destino, tuvo que crearse un «superhombre». Freud, así concluí yo, quedó tan impresionado por el poder del eros que quiso elevarlo a un numen religioso, incluso a dogma —aere perennius. No es ningún secreto que Zaratustra es el heraldo de un evangelio, y Freud compite incluso con la Iglesia en su intención de canonizar los principios. No hizo esto de un modo demasiado ostensible, pero sí, sin embargo, con la intención, sospechosa para mí, de querer pasar por profeta.»

    

  

Brillante explicación de Jung que permite comprender un relato incomprendido del libro del Génesis cuando habla de los ángeles que bajaron a la tierra para tener relaciones sexuales con las bellas mujeres. Cuántas historias de incubos, pesadillas de mujeres atacadas por la noche. La imagen de un hombre y una mujer besándose es un clásico en el arte popular contemporáneo, tal como se la representa en la hermosa pintura denominada “amor imaginario” abajo.

  


Es por demás notoria la ausencia de este arquetipo en el AT y NT en combinación con el nombre o palabra griega eros. Podemos hallarlo, obviamente, como en el libro el Cantar de los Cantares o en las “bodas del Cordero”, la hierogamia entre el Cristo y la Iglesia en el NT, sin embargo deliberadamente se extirpa toda alusión al eros griego al ser juzgado de “pagano” como obra del Diablo. Es uno de los principales defectos de las religiones occidentales y orientales. Estos mitos griegos han sido hasta mal interpretados por los mismos griegos, los cuales representan realidades imposibles de ocultar motivo por el cual son rechazados por los hombres que ignoran sus verdaderos significados.

Errores de Freud y Nietzsche según Jung
«Si Freud hubiera observado mejor la verdad psicológica de que la sexualidad es numinosa —es un Dios y un Diablo— no se hubiera quedado atascado en la estrechez de un concepto biológico. Y Nietzsche, con su entusiasmo, no se hubiera situado al margen del mundo, si hubiera dado más importancia a los fundamentos de la existencia humana.»

Significado de Nirvana
«De este modo, un hombre cae en un absoluto «sí» y otro en un «no», igualmente absoluto. «Nirvana» (libre de los Dos) dice el Oriente. No lo he olvidado. El péndulo espiritual oscila siempre entre la sensatez y el absurdo y entre lo verdadero y lo falso. El peligro del numinoso estriba en que conduce a los extremos, y que una verdad humilde se toma por la verdad y un pequeño error es tenido por un fatal extravío

Freud ante una evidencia paranormal
«Me interesaba oír las opiniones de Freud sobre la precognición y sobre parapsicología en general. Cuando le visité en 1909 en Viena le pregunté qué pensaba acerca de ello. De acuerdo con su prejuicio materialista, rechazó radicalmente la cuestión como algo absurdo, basándose en un positivismo tan superficial, que me fue difícil no responderle con acritud. Transcurrieron todavía algunos años hasta que Freud reconoció la importancia de la parapsicología y la autenticidad de los fenómenos «ocultos».
Mientras Freud exponía sus argumentos, yo sentí una extraordinaria sensación. Me pareció como si mi diafragma fuera de hierro y se pusiera incandescente —una cavidad diafragmática incandescente. Y en este instante sonó un crujido tal en la biblioteca, que se hallaba inmediatamente junto a nosotros, que los dos nos asustamos. Creímos que el armario caía sobre nosotros. Tan fuerte fue el crujido. Le dije a Freud: «Esto ha sido un fenómeno de exteriorización de los denominados catalíticos.»
«¡Bah —dijo él—, esto sí que es un absurdo!» «Pues no», le respondí, «se equivoca usted, señor profesor. Y para probar que llevo razón le predigo ahora que volverá inmediatamente a oírse otro crujido». Y, efectivamente: ¡apenas había pronunciado estas palabras se oyó el mismo crujido en la biblioteca!
No sé aún hoy por qué tenía tal certeza. Pero sabía con toda exactitud que el crujido iba a repetirse. Freud me miró horrorizado. No sé qué pensaba o qué miraba. En todo caso, este hecho despertó su desconfianza hacia mí y yo tuve la sensación de haberle hecho algo. Nunca más volví a hablarle de esto.»

Para Jung, a diferencia de Freud, su carrera era la investigación de la verdad y no una cuestión de alcanzar prestigio personal.

«Freud tuvo un sueño cuyo contenido no estoy autorizado a exponer. Lo interpreté lo mejor que supe, pero añadí que se podían deducir muchas más cosas si quería comunicarme algunos detalles de su vida privada. A estas palabras, Freud me miró extrañado —su mirada estaba llena de desconfianza— y dijo: «El caso es que no puedo arriesgar mi autoridad.»
En este instante la perdió. Esta frase se me grabó en la memoria. En ella estaba escrito el final de nuestra relación. Freud colocaba la autoridad personal por encima de la verdad.»

Freud no pudo interpretar los sueños de Jung, pero Jung se dio cuenta que estaba en el camino correcto en su interpretación cuando apareció esa reacción. ¡Quería ocultar la verdad! Jung había dado en el clavo, pero Freud no estaba dispuesto a reconocerlo.

El sueño de la discordia de Jung frente a la que Freud supuso la tragedia, mal interpretado por el, pues su significado era muy distinto del que Freud suponía.

«Me encontraba en una casa desconocida para mí que tenía dos plantas. Era «mi casa». Yo me hallaba en la planta superior. Allí había una especie de sala de estar donde se veían bellos muebles antiguos de estilo rococó. De la pared colgaban valiosos cuadros antiguos. Yo me admiraba de que tal casa pudiera ser la mía y pensé: ¡no está mal! Pero entonces caí en que todavía no sabía qué aspecto tenía la planta inferior. Descendí las escaleras y entré en la parte baja. Allí todo era mucho más antiguo y vi que esta parte de la casa pertenecía aproximadamente al siglo XV o XVI. El mobiliario era propio de la Edad Media y el pavimento era de ladrillos rojos. Todo estaba algo oscuro. Yo iba de una habitación a otra y pensaba: ¡Ahora debo explorar toda la casa! Llegué a una pesada puerta, que abrí. Tras ella descubrí una escalera de piedra que conducía al sótano. Bajé y me hallé en una bella y abovedada sala muy antigua. Inspeccioné las paredes y descubrí que entre las piedras del muro había capas de ladrillos; la argamasa contenía trozos de ladrillos. Ahora mi interés subió de punto. Observé también el pavimento, que constaba de baldosas. En una de ellas descubrí un anillo. Al tirar de él se levantó la losa y nuevamente hallé una escalera. Era de peldaños de piedra muy estrechos que conducían hacia el fondo. Bajé y llegué a una pequeña gruta. En el suelo había mucho polvo, y huesos
y vasijas rotas, como restos de una cultura primitiva. Descubrí dos cráneos humanos semidestruidos y al parecer muy antiguos. Entonces me desperté.

Lo que le interesó particularmente a Freud fueron los dos cráneos. Una y otra vez volvió a hablar de ellos y me insinuó que intentara hallar un deseo en relación con ellos. ¿Qué pensaba yo sobre los cráneos? ¿Y de quién procedían? Naturalmente, yo sabía exactamente por dónde iba: que aquí se ocultaban deseos de muerte. Pero ¿qué quiere exactamente?, pensaba yo para mis adentros. ¿A quién debo desearle la muerte? Me opuse tenazmente a tal interpretación e incluso llegué a vislumbrar qué significaba realmente este sueño. Pero entonces no confiaba realmente en mis opiniones y quería oír la suya. Quería aprender de él. Así pues, me dejé llevar por sus intenciones y dije: «Mi mujer y mi cuñada» —¡pues tenía que nombrar a alguien a quien valiese la pena desearle la muerte!»

«…a mí me interesaba hallar el verdadero sentido del sueño. Me resultaba evidente que la casa representaba un tipo de psiquis, es decir, mi estado de conciencia de entonces con sus complementos hasta entonces ignorados. La consciencia estaba representada por la sala de estar. En el ambiente se
notaba que estaba habitada, pese al estilo antiguo. En la planta baja comenzaba ya el inconsciente. Cuanto más descendía yo, tanto más extraño y oscuro se volvía. En la gruta hallé restos de una cultura primitiva, es decir, el mundo de los hombres primitivos en mí, que apenas puede ser ya alcanzado o iluminado por la consciencia. El alma primitiva del hombre linda con la vida del alma animal, como también las cuevas prehistóricas fueron habitadas las más de las veces por animales, antes de que los hombres se las apropiaran. Me resultó entonces especialmente consciente cuán profundamente sentía yo la diferencia entre la actitud espiritual de Freud y la mía. Me había educado en la atmósfera intensamente histórica de Basilea a fines del siglo pasado y había adquirido, gracias a la lectura de los filósofos antiguos, una cierta información sobre la historia de la psicología.
Cuando meditaba sobre los sueños y el significado del inconsciente no lo hacía sin establecer una comparación histórica; en mi época universitaria me había servido siempre del viejo diccionario de filosofía de Krug. Conocía especialmente los autores del siglo XVIII, así como los de principios del siglo XIX. Este mundo constituía la atmósfera de mi cuarto de estar en el primer piso. Frente a esto tuve la impresión como si la Historia del Espíritu de Freud se enraizase en Büchner, Moleschott, Dubois-Rey-mond y Darwin.
A mi estado de conciencia ya reseñado, el sueño añadía ahora más estratos de consciencia: la planta baja, desde hacía tiempo deshabitada y de estilo medieval, después el sótano romano y finalmente la gruta prehistórica. Representaban tiempos pasados y estratos de consciencia superados. Muchas cuestiones me habían preocupado vivamente la víspera del sueño: ¿sobre qué premisas se apoya la psicología de Freud? ¿A qué categoría del pensamiento humano pertenece? ¿En qué relación se encuentra su casi exclusivo personalismo con respecto a las premisas generales históricas? Mi sueño dio la respuesta. En él se retrocedía hasta los fundamentos de la historia de la cultura, de una historia de estados de consciencia sucesivos. Representaba algo así como un diagrama estructural del alma humana, una premisa de naturaleza completamente impersonal. Esta idea dio en el blanco: it clicked, como dicen los ingleses; y el sueño se convirtió para mí en una imagen directriz que en los próximos años se confirmaría de un modo desconocido por mí. Me dio el primer presentimiento de una psiquis colectiva a priori de la personal que al principio interpreté como huellas de las primitivas funciones. Sólo más tarde, al acrecentar mi experiencia y más profundos mis conocimientos, reconocí en las funciones las formas instintivas, los arquetipos.
No pude nunca darle la razón a Freud de que el sueño es una «fachada» tras la cual se oculta su sentido; un sentido que es ya consciente, pero que está implícito en la consciencia, por así decirlo, de modo maligno. Para mí los sueños son naturaleza a la cual no es inherente ninguna tentativa de engaño, sino que expresa algo, lo mejor que puede —como una planta que crece, o un animal que busca su alimento. Así también los ojos no quieren engañar, pero quizás nos engañamos porque los ojos son miopes. O bien oímos mal, porque los oídos son algo sordos, pero no porque ellos quieran engañarnos. Mucho antes de que conociera a Freud había considerado lo inconsciente, así como a los sueños, su expresión inmediata, como un proceso natural en el cual no cabe nada arbitrario ni intención engañosa alguna.»

La neurosis se halla en distintos grados manifiesta en todos.

«Él mismo tenía una neurosis y concretamente fácil de diagnosticar por sus síntomas bastante desagradables, como descubrí en nuestro viaje a América. Me descubrió entonces que todo el mundo es algo neurótico y que, por lo tanto, hay que ser tolerante.»

Así como yo tengo las mías y otros me aguantan, yo tengo que aguantar a los demás.

El incesto para Jung tenía un trasfondo religioso.
«Para mí el incesto significaba sólo en muy raros casos una complicación personal. En la mayoría de casos representaba algo de naturaleza altamente religiosa, razón por la cual desempeña en casi todas las cosmogonías y en numerosos mitos un papel decisivo. Pero Freud persistía en la interpretación textual y no podía captar el significado espiritual del incesto como símbolo. Yo sabía que él nunca podría aceptar esto.»

                        


El sueño de la paloma
«En 1912, durante las fiestas navideñas, tuve un sueño. Me encontraba en una bella logia italiana con columnas, pavimento de mármol y una balaustrada también en mármol. Allí estaba yo sentado en una silla dorada de estilo Renacimiento y ante mí se hallaba una mesa de exquisita belleza. Era de piedra verde, como de esmeralda. Yo estaba sentado y miraba hacia la lejanía, pues la logia se hallaba en lo alto de la torre de un castillo. Mis hijos se encontraban también junto a la mesa.
De repente se acercó un pájaro blanco, una pequeña gaviota o una paloma. Delicadamente se posó sobre la mesa y yo hice señas a mis hijos para que guardaran silencio y no asustaran al bello pájaro blanco. De pronto la paloma se transformó en una muchachita de cabellos dorados y de unos ocho años. Salió corriendo con los niños y jugaron juntos en el soberbio claustro del castillo.
Yo quedé absorto en mis pensamientos, meditando sobre lo que acababa de presenciar. Entonces   volvió la chiquilla y con su brazo me rodeó cariñosamente el cuello. De repente desapareció, volvió a estar allí la paloma y habló lentamente con voz humana: «Sólo en las primeras horas de la noche puedo adquirir forma humana, mientras la paloma está ocupada con los doce muertos.»
En este momento escapó volando y surcó los aires. Yo me desperté.»

¡Que sueño hermoso e intrigante! Una coherencia exquisita en medio del absurdo. Jung no acertaba sobre su significado.

« Lo único que podía decir acerca del sueno era que mostraba una extraordinaria vivificación del inconsciente. Pero no conocía ninguna técnica para poder examinar a fondo el proceso interno. ¿Qué relación puede tener una paloma con doce muertos? Respecto de la mesa esmeralda me acordé de la historia de la tabula smaragdina de la leyenda de Hermes Trimegisto. Él había legado una mesa en la que estaba grabada en lengua griega la esencia de la sabiduría alquímica. Pensé también en los doce apóstoles, en los doce meses del año, en los signos del zodíaco. Pero no hallé solución al enigma. Finalmente tuve que rendirme.
No me quedaba otro recurso que esperar vivir más y prestar atención a mis fantasías. Entonces se repitió una fantasía terrible: allí había algo muerto que todavía vivía. Por ejemplo, se llevaban cadáveres a hornos crematorios y entonces se observaba que todavía vivían. Estas fantasías se agudizaron y se confundieron en un sueño:
Estaba en un lugar que me recordaba los Alyscamps junto a Arles. Allí se encuentra una avenida de sarcófagos que se remontan hasta la época de los merovingios. En el sueño salía yo de la ciudad y veía ante mí una avenida parecida, con una larga hilera de tumbas. Se trataba de pedestales cubiertos de losas, sobre los cuales estaban los muertos de cuerpo presente. Yacían vistiendo antiguos sepulcrales los caballeros en sus armaduras, pero con la diferencia de que los muertos de mi sueño no estaban esculpidos en piedra, sino momificados de un modo extraño.
Me detuve ante la primera tumba y observé al muerto. Era un hombre de los años treinta del siglo XIX. Con interés contemplé sus vestiduras. De repente se movió y volvió a la vida. Separó sus manos y supe que ello sucedía sólo porque yo le estaba mirando. Con una sensación desagradable proseguí mi camino y llegué ante otro muerto que pertenecía al siglo XVIII. Sucedió lo mismo: cuando lo miré, volvió a la vida y movió las manos. Así fui recorriendo toda la hilera hasta que llegué, por así decirlo, al siglo ΧΠ, a un cruzado en cota de mallas, que también yacía con las manos juntas. Su semblante parecía tallado en madera. Le contemplé largamente, convencido de que estaba realmente muerto. Pero de pronto vi que un dedo de la mano izquierda comenzaba lentamente a moverse.
El sueño me preocupó durante mucho tiempo. Naturalmente había aceptado anteriormente la idea de Freud de que en el inconsciente se hallan reliquias de antiguas experiencias. Sueños como éste y la auténtica vivencia del inconsciente me llevaron a la opinión de que estos restos no son, sin embargo, formas muertas, sino que forman parte de la psiquis viva. Mis posteriores investigaciones confirmaron esta hipótesis y en el transcurso de los años surgió de ella la teoría de los arquetipos.
Los sueños me impresionaban, pero no podían ayudarme a vencer mi sensación de desorientación. Por el contrario, vivía como bajo una opresión interior. Con el tiempo se hizo tan fuerte que supuse debía existir en mí un trastorno psíquico. Por dos veces repasé todas las particularidades de mi vida, especialmente los recuerdos de mi infancia; pues creía que quizás había algo en mi pasado que pudiera considerarse como causa de mi trastorno. Pero la ojeada retrospectiva resultó infructuosa y tuve que aceptar mi ignorancia. Me dije: «No sé en absoluto lo que hago ahora, ni lo que me sucede.» Así pues, me abandoné conscientemente a los impulsos del inconsciente.»

« Siempre que en mi vida posterior quedaba atascado, pintaba un cuadro o esculpía una piedra y ello constituía siempre un rite d'entrée para las idas y trabajos subsiguientes.»

En 1913 soñó la guerra que estallaría en Europa, una inundación que cubriría casi toda Europa, un mar de sangre y cadáveres. No sabía su significado hasta que estalló la Gran Guerra.

«Pasaron dos semanas y la alucinación volvió a presentarse bajo las mismas circunstancias, sólo que la transformación en sangre era todavía más terrible. Oí una voz interna: «Míralo, es completamente real y así será; de esto no hay duda.»
En el invierno siguiente alguien me preguntó qué pensaba acerca de los futuros acontecimientos del mundo. Dije que no pensaban nada, pero vía torrentes de sangre.
La alucinación no me dejaba tranquilo. Me pregunté si las visiones aludían a una revolución, pero no podía acabar de creérmelo. Así pues, saqué la conclusión de que tenía algo que ver conmigo mismo y supuse que estaba amenazado por una psicosis. La idea de la guerra no se me ocurrió.»

Los sueños se repetían mostrando desgracias, tragedias alrededor de su tierra, pero no en ella. Solo cuando la I Guerra mundial estalló comprendió el significado de esos sueños. Fueron una serie de sueños premonitorios sobre la tragedia que hundiría a casi toda Europa.

Filemón
«Filemón[63] y otras figuras de la fantasía me llevaron al convencimiento de que existen otras cosas en el alma que no hago yo, sino que ocurren por sí mismas y tienen su propia vida. Filemón representaba una fuerza que no era yo. Tuve con él conversaciones imaginarias y él hablaba de cosas que yo no había imaginado saberlas. Me di cuenta de que era él quien hablaba, y no yo. Él me explicaba que yo me comportaba con mis ideas como si las hubiera creado yo mismo, mientras que, en su opinión, estas ideas poseían su propia vida como los animales en el bosque o los hombres en una habitación, o los pájaros en el aire: «Si ves hombres en una habitación, no se te ocurriría decir que los has hecho o que eres responsable de ellos», me explicó. Así iba yo familiarizando paulatinamente con la objetividad psíquica, la «realidad del alma».
A través de las conversaciones con Filemón se me hizo patente la diferencia entre yo y mi objeto ideológico. También él se me presentaba objetivamente, por así decirlo, y comprendí que hay algo en mí, que puede expresar cosas que yo no sé, ni sospecho, cosas que, quizás, vayan dirigidas incluso contra mí.
Desde el punto de vista psicológico, Filemón representaba una actitud de superioridad. Era para mí una figura misteriosa. A veces se me aparecía de un modo casi real. Me paseaba con él por el jardín, y era para mí lo que los indios definen como gurú. Cada vez que se perfilaba una nueva personificación experimentaba yo casi un fracaso personal. Ello significaba: «¡Y entretanto tampoco sabías tú esto!» y me invadía el miedo de que quizás la serie de tales figuras era infinita y pudiera perderme en los abismos de la ilimitada ignorancia. Mi yo se sentía rebajado de valor, a pesar de que los numerosos éxitos externos podían hacerme sentir un «privilegiado». Entonces no deseaba en mis tinieblas (Hórridas nostrae mentis purga tenebras, dice la Aurora Consurgens) nada mejor que un concreto y verdadero gurú, una sabiduría y un poder supremos que me desenmarañasen las espontáneas creaciones de mi fantasía. Esta tarea la emprendió Filemón, a quien, en este aspecto, nolens volens, tuve que reconocer como maestro del alma. De hecho, me transmitió pensamientos inspirados.
Más de quince años después me visitó un viejo y culto indio, un amigo de Gandhi y conversamos sobre la enseñanza india, en especial de la relación entre gurú y chelah.
Titubeando le pregunté si podía darme quizás información sobre la naturaleza y carácter de su propio gurú, a lo que respondió en un tono matter-of-fact: «¡Oh, sí, fue shankaracharya!»
«¿No se refiere usted al comentarista de los Vedas? —observé yo—. Éste hace muchos siglos que murió.»
«Sí, a éste me refería», respondió, con gran asombro por mi parte.
«Así, pues, ¿usted se refiere a un espíritu?», pregunté.
«Naturalmente, era un espíritu», corroboró él. En este instante recordé a Filemón.

El gurú no es, como suelen pensar muchas personas, solo un guía humano, ni siquiera un espíritu encarnado en un ser humano, sino un guía netamente espiritual. Es como se lo dijo el viejo y culto indio:

««Existen también gurús espirituales —añadió—. La mayoría tienen por gurú a un hombre viviente. Pero hay siempre quienes tienen por maestro a un espíritu.»»

Ello marca una enorme diferencia. Mientras para ese indio era un espíritu o una entidad inteligente espiritual con vida propia y separada, para Jung era parte del inconsciente, de la parte 2, el otro yo, también con vida propia, pero, semejante dualidad en uno mismo, por su incompresibilidad ha llevado a una variante en la comprensión del fenómeno de tal manera que la mayoría lo interpretan como un manifiesto de la propia consciencia que rebusca de manera involuntaria entre los archivos neuronales, o bien a una simple imaginación de la mente, llegando incluso a reducirlo en el dogma materialista a un fenómeno meramente cerebral cercano a una disfunción, un alejamiento de lo “normal”.

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                                                                    Fin primera parte









[1] Pagina 274.
[2] Significa «Señor Jesús»
[3] Dios Min egipcio. En la mitología griega, Hermes, el dios mensajero, de fronteras y de intercambio, era considerado una divinidad fálica por asociación con representaciones suyas en hermas (pilares). No hay consenso entre los estudiosos sobre si Hermes puede ser considerado una especie de dios de la fertilidad.
A Pan, hijo de Hermes, se lo representaba con un falo erecto exagerado.
Príapo fue un dios de la fertilidad, cuyo símbolo era un falo de dimensiones exageradas. Este hijo de Afrodita y de Dioniso o Adonis (según las distintas formas del mito original) era el protector del ganado, plantas frutales, jardines y genitales masculinos. El término médico priapismo deriva, etimológicamente, del nombre del dios.
[4] En psicología es considerado el  símbolo de la libido para los dos sexos.
[5] Itífalo Falo que llevaban los que concurrían a la procesión de las fiestas de Dioniso (Baco). Jung le asigna a “falos” el origen etimológico de luminoso, brillante. Entre las costumbres romanas  era la de colocar  falos-grabados o esculpidos-en la entrada de las casas o en otros lugares, o adornar lámparas, lucernas y otros objetos. http://es.antiquitatem.com/fascinar-mal-de-ojo-falo-apotropaico  La iconografía relacionada con Dionisio estaba asociada a grandes falos.  Uno de ellos, enorme, era llevado en procesión durante las phallephória, otras fiestas dionisiacas celebradas entre febrero y marzo, y seguido por familias enteras de devotos, cada uno de los cuales portaba a su vez un pequeño falo en la mano a modo de vela. http://www.leopoldoperdomo.com/erotismo.html "Tenemos las heteras para el placer; las concubinas para el uso diario y las esposas para criar hijos y cuidar la casa", dice Demóstenes en Contra Neera.
[6] Tradicionalmente, en los escasos y timoratos estudios que la moral imperante permitía, se interpretaba que el falo era símbolo de la fertilidad y abundancia de bienes y por tanto lo opuesto al maleficio. También se interpretaba que evitaba el mal de ojo porque la visión del miembro viril, considerada obscena, obliga a apartar la mirada, por lo que el mal de ojo resultaba imposible si el ojo enfoca a otro lugar. http://es.antiquitatem.com/fascinar-mal-de-ojo-falo-apotropaico
[7] Portador a distancia, mensajero
[8] El padre de Jung fue  un párroco luterano calvinista.
[9] “Aliento de Vida”
[10] Los cabires, denominados  también «los grandes dioses», y  tan pronto descritos como enanos o como gigantes, eran divinidades naturales cuyo culto, en su mayor parte,  tenía relación con el de  la diosa Deméter. Se relacionaban con la fecundidad y con el origen de la vida. La idea de los ‘grandes’ dioses expresada por la raíz semítica kbr se vio definitivamente avalada para el norte de Siria en el siglo XIII a. C. en textos de Emar publicados por D. Arnaud en 1985-87.
[11] El del hombrecillo no fue un sueño, sino una elaboración del subconsciente de algo representativo en la infancia de Jung realizado durante la vigilia, semejando una abstracción imaginativa o una especie de inspiración.
[12] Estado de desacuerdo consigo mismo originado por el antagonismo de necesidades  impulsivas y las exigencias de la cultura, por enojo infantil y la voluntad de adaptación, por deberes  individuales y  colectivos. La neurosis constituye un signo de detención ante un falso camino y una advertencia de la
necesidad de un proceso curativo personal. C. G. JUNG: «La perturbación psíquica en una neurosis, y
la neurosis como tal, pueden concebirse como un acto fallido de adaptación. Esta  formulación  (corresponde) a la idea de Freud de que una neurosis en cierto sentido representa un intento de  autocuración.»  (Psychoanalysis  and  Neurosis, Londres, 1916. Traducido del inglés.) «La neurosis es siempre un sucedáneo del auténtico sufrimiento.» (Psychologie und Religión, 4.a  ed., 1962, pág. 90.)
[13] No fue precisamente un estado onírico, sino una ensoñación en estado de vigilia: «En un bello día de verano del mismo año (1887) salí al mediodía de la escuela y fui a la Münsterplatz. La cúpula de la catedral resplandecía de luz y el sol se reflejaba en las nuevas tejas multicolores. Yo estaba impresionado por la belleza de este espectáculo y pensé: «El mundo es hermoso y la iglesia es bella, y Dios lo ha hecho  todo y está sentado en un trono dorado allá en lo alto del cielo azul...» Aquí se produjo un vacío y una sensación sofocante. Me sentí como paralizado y sólo sabía: ¡Ahora no pienses más! Vendrá algo temible que no quiero pensar, a lo cual no me está permitido acercarme. ¿Por qué no? Porque cometerías el mayor  pecado. ¿Qué es el mayor  pecado? ¿El crimen? No, esto no puede serlo. El mayor pecado es el que se comete contra el Espíritu Santo, el que no será perdonado. El que lo comete es condenado eternamente al infierno. Sería demasiado triste para mis padres que su único hijo, a quien  tanto quieren, incurriera en la condenación eterna. Yo no puedo hacer esto a mis padres. ¡Yo no puedo, en absoluto, continuar pensando en esto!
[14] Noviembre 2002
[15] Copiado de archivo “Conozco a un hombre” (cnzchmbr.htm, elvelo)
[16] Se trataba sobre la resurrección de mis padres muertos, en especial en el consuelo dado a mi padre moribundo por la fe en la esperanza acariciada. No podía entender cómo era posible que ello fuera una ilusión falsa.
[17] De aquellos que solo pueden interpretar el Génesis de manera literal o teológicamente incompleta.
[18] El secreto, como puede notarse, se debe en gran medida a la incomprensión de aquellas personas no preparadas para poder comprenderlo, y en ello podemos inferir un motivo importante del por qué existen los misterios.
[19] Job 9:28-32 «me asalta el temor de todos mis pesares, pues sé que tú no me tendrás por inocente.
Y si me he hecho culpable, ¿para qué voy a fatigarme en vano?  Aunque me lave con jabón, y limpie mis manos con lejía, tú me hundes en el lodo, y mis propios vestidos tienen horror de mí. Que él no es un hombre como yo, para que le responda, para comparecer juntos en juicio.
[20] Año 2001
[21] Principio que el padre de Carl Jung mantuvo enhiesto hasta que finalmente la propia razón interna de su ser  lo destrozó literalmente, llevándolo a la muerte. Este mismo principio, que los continúan siguiendo la mayoría de los fieles creyentes, no lleva a otra cosa que a la desilusión si de alguna manera se atreviera a pensar o morir siendo un ignorante sin haber podido progresar.
[22] Mefistófeles es un personaje clave en todas las versiones de Fausto, siendo de éstas la más popular la del escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe.
[23] Movimiento rápido de manos, pase de manos para engañar, prestidigitación
[24] Y todo lo relacionado con ella. Sería como una demostración de que Dios no es realmente Bueno, que escondía algo malo y no deseaba que alguien lo descubriera Dios no es realmente buenongañar, ante del por quoincomprensi.
[25] Eckhart de Hochheim  o de Turingia, c.1260-c.1328, un dominico alemán, conocido por su obra como teólogo y filósofo y por sus escritos que dieron forma a una especie de misticismo especulativo, que más tarde sería conocido como mística renana.
[26] Se dice es una frase de S. Agustín
[27] Romanos 7:22; 2Cor.4:16; Efe.3:16
[28] R.W.Emerson; 1803-1882
[29] Desde los 17 a 19 años de la vida de Jung
[30] La agudeza de Carl no podía animar al hombre que había hecho de la FE el ancla del alma, y no era posible discernir el “pecado de la fe” como bien lo sabía su hijo sin la ‘experiencia mística’. ¿De qué manera después de haber formado una familia y vivido una vida en el encierro de la FE se le podría antojar dejar la religión a la que le había dedicado su vida? Carl le pedía lo imposible a su padre. Por eso entiendo lo de ‘destino fatal’, un proceso de degradación inevitable. Su padre no tenía a la mano argumento convincente alguno que le permitiera superar esa degradación intelectual.
[31] Una cosa es ser religioso y otra muy diferente es ser espiritual. Una cosa es creer en dogmas inamovibles y otra muy distinta es aceptar lo religioso como un proceso de desarrollo espiritual en el cual los conceptos varían acorde al progreso.
[32] La comunicación directa con Dios, disputar con El, pelear con El, en vez de con otros, que en su mayoría se hallaban en igualdad de situación pero todavía no afectados, era lo más importante para Jung, alguien que lo había ya experimentado, incluso sin haberlo procurado. Eso esperaba de su padre, pero notaba era imposible.
[33] La ausencia de la experiencia de comunicación personal con lo divino deviene en dos vertientes nefastas: el materialismo y la teología
[34] Porque lamentablemente por la «fe teológica» eran considerados medios por el cual se propagaban la ideas de Satanás para llevar a la ruina a las personas. Este concepto es muy evidente, por ejemplo, en las cartas paulinas, que sirvieron precisamente para el auto blindaje de las primeras instituciones cristianas del II siglo de nuestra era ante todo razonamiento considerado hereje.
[35] Cuando el mal del alma es grande la enfermedad y la muerte aparecen. Es un recurso natural dispuesto por el mismo Dios o Suprema divinidad, que habita en cada ser para aliviar la tragedia de un camino mal emprendido del cual resulta imposible salir.
[36] Lo que pasó fue, fundamental y paradójicamente, no haber llegado a conocer a Dios. Jer.31:34; Juan 14:17; Apocalipsis.2:17
[37] Cuando Jung contaba con 21 años. Su hermana tenía 12 años.
[38] Igual a lo pasado por mi, cuando mi padre murió frente a mis ojos cuando tenía 19 años.
[39] Sustituto temporal
[40] 3. R. emplea la comparación del tren, que está en maniobras;  la locomotora da una sacudida hacia atrás, y este impulso se transmite a todo el tren: del mismo modo el impulso de Cristo perdura a través de los siglos. A. J.
[41] Antes, en el AT, era conocido solamente como Resistidor o Satanás, pues Diablo significa Calumniador, una variante muy singular que coloca al personaje en una situación muy distinta que pocos se dan cuenta de esta diferencia a partir del NT. Ahora Satanás pasaba a ser juzgado y nombrado Calumniador. Desconozco si Jung lo alcanzó a distinguir del mismo modo, pero al menos es claro que notó una diferencia sustancial entre ambos personajes.
[42] En el mundo occidental continúa y con mayor separación el concepto del estudio del alma, quedando solo la palabra psiquis como sinónimo de mente. Con la impronta freudiana en la psicología moderna la mente y por ende la psiquis no va más allá de ser otra cosa que una madeja intrincada de conexiones nerviosas sin que nadie ya más piense que tenga algo que ver con alma alguna. La Teología continúa en su fracaso por dilucidar este aspecto y el materialismo científico ya posee su dogma.
[43] Exactamente, el miedo envuelve hasta los más escépticos, quienes aunque manifiestamente aseguren no creer en absoluto en tales manifestaciones, aduciendo son trucos falsarios, no pueden ocultarlo aunque estén seguros que ningún otro peligro exista en lugares donde tales fenómenos ocurren. Es visible también en el comportamiento de muchos que sin ser religiosos manifiestan supersticiones de todo tipo. Un ejemplo en mi país son los templetes a orillas de las rutas, ante los cuales se detienen los automovilistas para agradar al “santo” del lugar y de esa manera evitar perder su “protección”, sintiéndose más seguros de emprender una largo viaje por esa ruta luego de apartar un tiempo para “visitarlos”.
[44] Existen cinco fenómenos acreditados de modo fehaciente: la telepatía, la clarividencia, la precognición, la telekinesis y la sanación a través de medios psíquicos. Entrevista a Charles Tart,
[45] Como el Inefable, el Dios verdadero de cuatro letras, el YHUH.
[46] Y continúa de la misma manera después de 53 años de la muerte de Jung. Nadie entiende de que se habla cuando se habla del daimon, del ‘otro Yo’, del ‘hombre interior’, por que sencillamente no es posible entenderlo si no se lo ha experimentado, significando tal experiencia el llegar a ‘conocer a Dios’.
[47] No a un científico o a un médico. Por otra parte, este aspecto revela lo inadecuado que es hablar de asuntos secretos con aquellos que no los han experimentado. A Jung solamente lo podían comprender personas como el, que habían experimentado los mismo en la vida.
[48] El cuchillo roto en cuatro pedazos lo conservó Jung cuidadosamente. A. J.
[49] Zur Psychologie und Pathologie sogennnnter occultes Phänomene (Sobre la psicología y patología de los fenómenos denominados ocultos),  1902.
[50] Uno de los problemas a los que la mayoría de las personas se enfrentan es hacer preguntas, y sobre todo, de saber hacer las preguntas apropiadas. Para la mayoría, el pensar es un ejercicio no solo difícil, sino que avizoran los llevará a un sendero cuyo final es la desgracia.
[51] O enfermedades del alma.
[52] Que Jung daba como profesor en la Universidad.
[53] Es decir, a todo el mundo.
[54] ¿Qué habrá sido del hijo?
[55] Über die Psychologic der Dementia praecox (Sobre la psicología de la demencia precoz). Halle, 1907, y Der' Inhalt der Psychose (El contenido de la psicosis), Viena, 1908.
[56] . J. B. Rhine, Duke University en Durham, Estados Unidos, ha demostrado con sus experimentos con naipes  la capacidad del hombre para  realizar percepciones ultrasensibles. A. J. C.G. quizá no se fijó en el tarot pero sí en el I Ching chino, ante lo cual sus planteamientos son aquí aplicables. La expresión “arquetipo”, al ser considerado como el patrón ejemplar del cual otros objetos, ideas o conceptos se derivan, los arcanos del tarot de alguna manera encierran o esconden detrás de sus figuras simbólicas ciertos tipos universales de conductas y experiencias humanas. 
[57] Los arquetipos y lo inconsciente colectivo  de Carl Gustav Jung. Obra completa. Volumen 9/I..
[58] De ser un psicoanalista
[59] «He elegido el término "sincronicidad" porque la simultaneidad de dos acontecimientos análogos, pero  acausalmente ligados, parece un criterio esencial. Empleo, pues, aquí, el concepto general de sincronismo  en el sentido especial de coincidencia temporal de dos o más acontecimientos, relacionados
mutuamente de modo acausal, que tienen un contenido idéntico o semejante. Esto se opone, pues, al sincronismo que representa la mera simultaneidad de dos acontecimientos.»  (Synchronizitat als ein  Prinzip akausaler Zusammenhänge, en  Jung-Pauli: Naturerklärung und Psyche, 1952, pág. 26 y s.)
[60] Freud le objetaba a Jung su falta de experiencia el motivo de sus desacuerdos. Jung estaba impresionado, pero no podía explicase exactamente hasta qué punto esa valoración positiva dependía en él de premisas subjetivas y hasta qué punto de experiencias concluyentes.
[61] En su época Freud era impopular y desprestigiado por todos los colegas.
[62]  Concepto de Rudolf Otto («lo sagrado») para lo indecible, lo enigmático, lo horripilante, lo  completamente distinto, la propiedad experimentable directamente sólo en lo divino que le incumbe.
[63] Nombre tomado de Fausto de Goethe. Fausto asesina a Filemón y Baucis (pagina 277) La actitud de Jung frente a la incomprensión del valor de este personaje de parte de Fausto la expresa en una inscripción que escribió sobre la entrada de su casa en Bollingen: Philemonis Sacrum - Fausti Poenitentia (El ataúd de Filemón - Penitencia de Fausto). Cuando este lugar fue tapiado, trasladó las palabras sobre la entrada del segundo torreón. A. J.