Recuerdos Sueños Pensamientos de Carl Jung, extractos
del libro con comentarios.
Parte I
C. Jung
nació en el año 1875 en Kesswil (Suiza), un pueblecito junto al lago Constanza
en el cantón suizo de Thurgau y falleció en el año 1961. Formó parte del seno
de una familia de ascendencia alemana y de tradición religiosa. Su padre era
pastor luterano dentro la
Iglesia Reformada Suiza, cuyos padres pertenecieron a dos
importantes familias de la
Basilea del siglo XIX.
El abuelo
paterno de Jung, Carl Gustav Jung (1794-1864), médico exiliado de Heidelberg,
organizó la facultad de medicina de la Universidad de Basilea, donde enseñó anatomía y
medicina interna, y la ampliación de su hospital general. Todo esto gracias a
su relación de amistad con A. von Humboldt. Sería también el rector de dicha
universidad, conocido dramaturgo y un francmasón Gran Maestre de la logia suiza.
También dirigió una institución psicológica para niños con déficits psíquicos.
El abuelo
materno, Samuel Preiswerk (1799-1871) fue arcipreste de la iglesia de Basilea,
filólogo autor de una gramática hebrea, y precursor y promotor del sionismo. El
Romanticismo estaba continuamente presente en el hogar, con aparición de
espectros y demás fenómenos parapsicológicos. Una prima de C.G. era médium.
El padre
de Jung, Paul Achilles (1842-1896) abandonó su carrera de filólogo en lenguas
semíticas para ejercer como clérigo en una iglesia reformada suiza. Ampliaría
su labor en la clínica psiquiátrica Friedmatt de Basilea desde 1888. Fallecería
meses después de que Jung iniciara su carrera de medicina en la Universidad de
Basilea.
Su madre
Emilie Preiswerk (1848-1923) se caracterizó por tener una personalidad marcadamente
disociativa que determinó enormemente el rasgo intuitivo de Jung.
Un primer
hermano de Jung, Paul, nacido en 1873, fallecería al poco tiempo. En 1884, y
con nueve años de diferencia, nacerá su única hermana, Johanna Gertrud, que
moriría en 1935.
Fue
médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo.
Este
libro de Jung de alguna manera condensa su trayectoria de toda la vida,
permitiendo al público lector tener una idea de sus pensamientos y teoría sobre
el inconsciente. Personalmente lo abordé para conocer sus sueños y lo que de
ellos fue interpretando. Nada más llamativo que los primeros sueños de su vida
que nunca pudo olvidar desde muy temprana edad, cuando apenas era un niño
preescolar. La riqueza de tales visiones oníricas fueron realmente
sorprendentes además de contener información reveladora de una percepción más
allá de la mentalidad de un niño, adolescente o adulto. Hay sueños que cuando
los leo no se si atribuirlos a visiones concientes y no a sueños en estado
propiamente dormido. Me cuesta creer que sus sueños, así como el de sus
pacientes que relata hayan surgido todos durante la inconsciencia del sueño. A
veces pienso que fueron de alguna manera adornados o enriquecidos
posteriormente al momento de describirlos. Por cierto, es solo una opinión
personal fundada en mis propias experiencias oníricas y de fantasías en estado
del tipo “soñar despierto”, cuando a veces uno sin llegar a dormirse, al cerrar
los ojos para descansar fantasea con contenidos que suelen ser tan reales como
si los hubiera vivido.
Mis
comentarios de alguna manera brotan de mis propias experiencias y conocimientos
adquiridos sobre distintos temas, que puede servir a cualquiera que desee
conocer un poco más a Jung desde una posición diferente como base para
interesantes debates. Muchas referencias permiten aclarar y ampliar el
contenido general.
El sueño de Jung a los cuatro años
«…tuve el primer sueño del
que logro acordarme y del cual debía ocuparme, por así decirlo, toda mi vida.
Tenía yo entonces tres o cuatro años. La casa parroquial se erguía solitaria
cerca del castillo de Laufen, y detrás de la finca de Messmer se extendía un
amplio prado. En sueños penetré en este prado. Allí descubrí de pronto, en el
suelo, un oscuro hoyo tapiado, rectangular, nunca lo había visto anteriormente.
Por curiosidad me acerqué y miré en su interior. Entonces vi una escalera de
piedra que conducía a las profundidades, titubeante y asustado descendí por
ella. Abajo se veía una puerta con arcada románica cerrada por un cortina verde.
La cortina era alta y pesada, como de tejido de malla o de brocado, y me llamó
la atención su muy lujoso aspecto.
Curioso por saber lo que
detrás de ella se ocultaba, la aparté a un lado y vi una habitación
rectangular de unos diez metros de largo
débilmente iluminada. El techo, abovedado, era de piedra y también el suelo
estaba enlosado. En el centro había una alfombra roja que iba desde la entrada
hasta un estrado bajo. Sobre éste había
un dorado sitial extraordinariamente lujoso. No estoy seguro, pero quizás
había encima un rojo almohadón. El
sillón era suntuoso, ¡como en los cuentos, un auténtico trono real!
Más arriba había algo. Era
una gigantesca figura que casi llegaba al techo. En un principio creí que se
trataba de un elevado tronco de árbol. El diámetro medía unos cincuenta o
sesenta centímetros y la altura era de
cuatro o cinco metros. La figura era de extraños rasgos: de piel y carne llena
de vida y como remate había una especie de cabeza, de forma cónica, sin rostro
y sin cabellos; únicamente en la cúspide
había un solo ojo que miraba fijamente hacia arriba. La habitación estaba
relativamente bien iluminada, pese a que no había luz ni ventanas. Sin embargo,
allí, en lo alto, reinaba bastante claridad. La figura no se movía, no
obstante, yo tenía la sensación de que a cada instante podía descender de
su tronco en forma de gusano y venir
hacia mí arrastrándose. Quedé como paralizado por el miedo. En tan apurado momento oí la voz de mi madre
como si viniera de fuera y de lo alto, que gritaba: «Sí, mírale. ¡Es el ogro!»
Sentí un miedo enorme y me desperté bañado en sudor. A partir de entonces
muchas noches tenía miedo a dormirme, pues temía que se repitiera un sueño
semejante.
Este sueño me preocupó
durante años. Sólo, mucho más tarde, descubrí que la extraña figura era un falo y, sólo décadas después, que se trataba
de un falo ritual. No podía discernir si mi madre me había dicho «Ése es el ogro» o «Es el ogro», en el
primer caso se referiría ella a que el devorador de niños no es «Jesús» o el «jesuita», sino el falo;
en el segundo, que el devorador de hombres se representa en general por el falo, por lo tanto, el sombrío «hêr Jesús»,
el jesuita y el falo serían idénticos.
El significado abstracto del falo
señala que el miembro es entronizado de un modo en sí itifálico (ίδύς
=erguido). El foso en el prado representaba ciertamente una tumba. La tumba
misma es un templo subterráneo cuya
cortina verde recordaba el prado; aquí, pues, representa el secreto de la tierra
cubierta de verde vegetación. La alfombra era de color rojo sangre. ¿Por qué el
techo abovedado? ¿Es que había yo estado ya en el Munot, en el torreón de
Schafhausen? Posiblemente no, no se llevaría allí a un niño de tres años. Así,
pues, no podía tratarse de un recuerdo. Igualmente el origen del itífalo
anatómicamente correcto se desconocía. La significación del orificium urethrae como ojo, y encima de
él un foco luminoso alude a la etimología de falo φαλός = luminoso, brillante).
Ante
semejante sueño de Jung, donde aparece un símbolo fálico a un niño de apenas
cuatro años, cualquiera puede realmente imaginar que este niño había visto u
oído algo sobre el miembro viril masculino usado como elemento ritual, pero
ello suena descabellado siquiera pensarlo en esa época en una hogar donde
reinaba la autoridad de un párroco protestante calvinista, por lo cual el poder
de las reflexiones de Jung no han podido resultar menos de como las que ha sido
capaz de levantar en las siguientes preguntas en el ocaso de su existencia:
«¿Qué hablaba entonces en mí?
¿Quién pronunciaba frases de profunda problemática? ¿Quién asociaba lo superior y lo inferior y asentaba
de este modo el fundamento de todo cuanto sembró toda la segunda mitad de mi vida de tempestades
del más apasionado carácter? ¿Quién perturbaba la serena e inocente infancia
con graves presentimientos de la vida en su plena madurez? ¿Quién sino el
huésped extraño que venía de arriba y de abajo?
Con este sueño infantil fui
iniciado en los secretos de la tierra. Tuvo lugar entonces, por así decirlo,
una sepultura en la tierra y transcurrieron años hasta que reaparecí. Hoy sé
que sucedió para introducir en la oscuridad la mayor cantidad posible de luz.
Fue un tipo de iniciación en el imperio de
las tinieblas. Entonces mi vida espiritual dio comienzo
inconscientemente.»
Las
experiencias de Jung de niño son
bastante diferentes a las de nuestra época, en que los niños desde temprana
edad ven en la televisión toda clase de imágenes y sucesos que son absorbidos
como por una esponja en sus tempranas mentes. Hacia finales del siglo XIX no
existían este tipo de transmisiones. Era evidente que “venían” de un lado que
no era el mundo físico real.
El hombrecillo de madera, la piedra y los pergaminos a
los 10 años
«El
hombrecillo era un dios de la antigüedad, pequeño y oculto, un telesforo
que se encuentra en varias representaciones junto a Esculapio y a quien lee un
pergamino. De este recuerdo me vino por vez primera la convicción de que existen elementos anímicos
arcaicos que pueden inculcarse en el alma individual sin que procedan de la
tradición. En la biblioteca de mi padre,
la cual exploré a fondo —nótese bien que mucho después—, no había ni un solo
libro que contuviera una información de este tipo. Es notorio que mi padre no
sabía nada de tales cuestiones.»
«El episodio con el
hombrecillo tallado en madera constituyó la culminación y el final de mi
infancia. Duró aproximadamente un año. Luego olvidé por completo este
acontecimiento hasta los treinta y cinco años. Entonces, de las nieblas de la
infancia resurgió este recuerdo con claridad diáfana cuando, ocupándome en preparar mi libro Wandlungen una Symbole der Libido
(Transformaciones y
símbolos de la libido), leí
acerca del «Cache», de piedras conmemorativas en Arlesheim y de los churingas australianos. Descubrí de pronto
que me hacía una imagen perfectamente concreta de una tal piedra, aunque nunca la había visto
reproducida. En mi imaginación veía una piedra lisa pintada de tal modo que se distinguía una parte
superior y otra inferior. Esta imagen me resultaba familiar en cierto modo y
entonces recordé un plumier amarillo y un hombrecillo. El hombrecillo era un
dios de la antigüedad, pequeño y oculto, un telesforo que se encuentra en
varias representaciones junto a Esculapio y a quien lee un pergamino.»
«Cuando estuve en Inglaterra
en 1920 tallé dos figuras parecidas en una rama delgada sin recordar lo más
mínimo la experiencia de mi infancia. Una de ellas la hice ampliar en piedra, y
esta figura se encuentra en mi jardín de
Küsnacht. Sólo entonces el inconsciente
me inspiró el nombre. La figura se llamó
«Atmavictu» —«breath of life».
Constituye un desarrollo ulterior de aquel objeto casi sexual de la infancia
que se presentaba entonces como el «breath of life» como un impulso creador. En
el fondo todo ello es un cabir,
cubierto con la capa, oculto en la «caja», dotado de un gran acopio de fuerzas
vitales, la negra piedra y alargada. Sin embargo, esto son interrelaciones que
sólo me resultaron claras muchos años
después.
Cuando era niño, me sucedió
del mismo modo como más tarde observé en los indígenas de África: simplemente
lo hacen y no saben en absoluto lo que hacen. Sólo mucho más tarde se medita
sobre ello.»
«El sueño de dios itifálico
fue mi primer gran secreto; el hombrecillo, el segundo.»
Jung de
niño era reacio a la escuela, las matemáticas le resultaban difíciles de
entender, y hasta llegó aparentar una enfermedad con tal de no ir al colegio.
Sin embargo, hubo un suceso en su vida que lo cambió. Fue al escuchar a
escondidas una conversación de su padre con un amigo. Jung lo cuenta:
«Oí cómo el amigo preguntaba
a mi padre: «¿Pues qué le pasa a tu hijo?» A lo que mi padre respondió: «Ay, es
una desgraciada historia. Los médicos no saben qué es lo que le sucede. Creen
que quizás sea epilepsia. Sería terrible si resultara algo incurable. Yo he
perdido mis escasos ahorros y ¿qué
sucederá con él si no puede ganarse la vida?» Me sentí como alcanzado por un
rayo. Era el choque con la realidad. «Es verdad, hay que trabajar», me cruzó la mente. A partir de
entonces me convertí en un niño serio.
Fui al cuarto de estudio de mi padre,
tomé un libro de gramática latina y
comencé a estudiar con ahínco. A los diez minutos me desmayé. Casi caí
de la silla, pero transcurridos algunos minutos me sentí mejor, y proseguí en
mi propósito. Había ya pasado aproximadamente un cuarto de hora cuando me vino
el segundo mareo. Pasó como el anterior: «¡Y ahora tú vuelves al
trabajo!» Persistí y al cabo de media hora llegó el tercero. Pero no
cedí y trabajé todavía una hora más hasta que tuve la sensación de que los
mareos estaban ya superados. De improviso me encontré mejor que todos los meses
anteriores. De hecho, los ataques no se repitieron más y a partir de este
momento trabajé todos los días en mi gramática y mis cuadernos escolares.
Después de algunas semanas volví a la
escuela y allí no experimenté mareo alguno. El encanto había desaparecido. Aquí
aprendí lo que es una neurosis.
La sensación conciente de haber vivido cien años atrás
«Hubo todavía otro
acontecimiento que me sumergió en el siglo XVIII, una terracota pintada que se componía de dos
figuras. Representaba al viejo doctor Stückelberger, una conocida personalidad
de la vida de Basilea al final del siglo
XVIII. La otra figura era una de sus pacientes. Sacaba la lengua y tenía los ojos cerrados. Sobre ello existía
una leyenda. Se contaba que el viejo Stückelberger pasaba una vez por el puente
del Rin y vino esta paciente que le había ya disgustado tan a menudo y volvió
a importunarle con sus quejas. El viejo
señor dijo: «Sí, sí, algo debe pasar con usted. ¡Saque la lengua y cierre los
ojos!» Ella así lo hizo y en el mismo instante él se marchó, quedando la
muchacha de pie con la lengua fuera para
regocijo de la gente.
La figura del viejo doctor
llevaba zapatos con hebilla que extrañamente reconocí como los míos o muy
parecidos. Quedé convencido: «Éstos son los zapatos que yo he llevado.» Este
convencimiento me causó entonces mucha confusión. «Pues sí, ¡éstos eran mis
zapatos!» Me sentía todavía los zapatos en mis pies, pero no podía explicarme
cómo había llegado a esta asombrosa sensación. ¿Cómo era posible que yo perteneciera al siglo XVIII?
Con frecuencia me sucedió entonces escribir 1786 en lugar de 1886 y esto sucedía siempre con un
inexplicable sentimiento nostálgico.»
Adán y Eva
Sobre una
situación que lo atormentaba al pensar que cometería el pecado imperdonable
Jung concluye con un razonamiento que lo alivió y permitir el advenimiento del
mismo. Veamos como lo cuenta:
«Eran (Adán y Eva) creaciones
perfectas de Dios, pues Él sólo crea cosas perfectas y, sin embargo, cometieron
el primer pecado porque hicieron lo que Dios no quería. ¿Cómo fue esto posible?
No hubieran podido hacerlo en absoluto si Dios no les hubiera dado oportunidad
para hacerlo. Esto se deduce de la serpiente que Dios creó ya antes que ellos,
por lo visto con el fin de que debía persuadir a Adán y Eva. Dios, en su
omnisciencia, lo dispensó todo de tal modo que los primeros padres debían
pecar. Fue, pues, la intención de Dios el
que ellos tuviesen que pecar.»
Este razonamiento lo llevaba a enfrentar ese “pecado
imperdonable que le perturbaba” por el solo hecho de admitirlo mentalmente.
««¿Qué quiere Dios? ¿Que lo
haga o que no lo haga? Debo dilucidar qué es lo que Dios quiere y concretamente
ahora y conmigo.» Sabía que, según la moral tradicional, era del todo evidente
que debía evitarse el pecado. Así lo había hecho hasta el presente y sabía que
no podría hacerlo en lo sucesivo. Mi sueño interrumpido
y mi apurada situación anímica me habían conducido al punto en que el esfuerzo
por alejar aquellas ideas me destrozaba. Así no podía continuar. Pero no podía
en absoluto transigir antes de comprender cuál era la voluntad de Dios y lo que
Él se proponía. Estaba seguro de que Él era el causante de esta desesperante
dificultad. Es curioso que no pensé ni por un momento que pudiera jugarme una jugarreta el demonio. En mi
estado de ánimo desempeñaba entonces un papel muy pequeño y era completamente
impotente frente a Dios. Más o menos a partir del momento de mi surgir de la
niebla y de mi llegar a-su-yo comenzó a preocupar a mi mente la unidad,
grandeza y sobre humanidad de Dios.»
¿En que
consistió el pensamiento denominado “pecado imperdonable” de Jung? El mismo nos
cuenta:
«Pero llegué a la misma
conclusión. «Dios quiere evidentemente que me arriesgue», pensaba yo. «Si es
así y lo hago, entonces Él me concederá su gracia e inspiración.» Hice acopio
de todo mi valor como si tuviera que precipitarme en el fuego infernal y dejé
volar mi imaginación: ante mis ojos
surgió la hermosa catedral, sobre ella el cielo azul, Dios sentado en
trono dorado, en la cumbre del mundo, y bajo el trono cayó una enorme cantidad
de excrementos sobre la cúpula de la iglesia, la destrozaron y despedazaron los
muros del templo.»
Curiosamente,
hace doce años
escribí una historia con un parecido a la descrita por Jung, una visión
imaginada en estado de vigilia para describir la enorme decepción religiosa
personal en la que me hallaba desde hacia varios años y continuó por unos
cuatro años más, como si me viera desde otra perspectiva:
“Sin
embargo, luego de dos décadas, miró hacia el cielo, y de repente vio algo que
lo perturbó. Un enorme ser de figura humana se desnuda la cintura y se agacha
dónde el se hallaba. Sus hijos se asustan y huyen, su esposa corre a
protegerse, pero este hombre, con los ojos atónitos, no podía creer lo que estaba
viendo. De repente, una descomunal descarga de líquido y material divino se le
abalanza sobre su persona, embadurnándolo completamente. Grita airoso contra
semejante ser, pero no le escucha. Termina su acto y se va a otra parte.
Estupefacto y furioso pregunta a los cuatro vientos sobre el maravilloso sueño
que tanto esperaba. En eso, una voz se escucha por entre las nubes y los
árboles del bosque que le dice:
"No
te perturbes, hoy acaba de cumplirse esa profecía".”
La
narración es más extensa, pero la sección incorporada muestra la similitud del
desprecio divino por la esperanza desarrollada en base a la teología que había
creído.
El pecado
imperdonable consistía en que el mismo Dios se burla de las instituciones
religiosas humanas, que toda su aparatosa presencia y sus enseñanzas no
significa nada. El mismo lo explica de esta manera:
«Conocía, ahora, lo que mi
padre no comprendió: la voluntad de Dios a la que él se resistía con las razones mejor fundadas y la más profunda fe.
Por ello tampoco no había él
presenciado nunca el milagro de la gracia que todo lo cura y todo lo hace inteligible. Él había tomado los mandamientos de la Biblia por normas de
conducta, creía en Dios tal como en la Biblia se lee y como su
padre le había enseñado. Pero no conoció al Dios directamente vivo que es omnipotente y libre, que está por
encima de la Biblia
y de la Iglesia,
que llama a los hombres a su libertad y
puede impulsarles a renunciar a sus propias convicciones y opiniones para
cumplir incondicionalmente sus mandatos. Dios al poner a prueba el valor humano
no se deja influir por las tradiciones,
por sagradas que éstas fuesen. Cuida en Su Omnipotencia de que en tales pruebas
no sobrevenga nada verdaderamente malo. Si se cumple la voluntad de Dios se
puede estar seguro de ir por el buen camino.
Dios creó también a Adán y
Eva de tal modo que tuvieran que pensar lo que no querían pensar. Lo hizo para
saber que eran obedientes. Así, pues, podía también exigir de mí algo que yo
quisiera rechazar por tradición religiosa.
Pero fue la obediencia la que me procuró la gracia; a partir de aquella experiencia supe lo que es la gracia de Dios.
Me enteré que estoy a merced de Dios y que todo estriba en cumplir Su Voluntad,
nada más. De lo contrario caeré en el absurdo.
En este momento comenzó mi propia
responsabilidad. El pensamiento que debía formular me pareció espantoso y con
él surgió la sospecha de que Dios pudiera ser algo temible. Era un terrible
secreto el que yo había descubierto y
significó para mí una cuestión angustiosa y tenebrosa. Ensombreció mi
vida y me dio mucho que pensar.»
«No se me hubiera ocurrido
nunca, sin embargo, hablar directamente de la visión que tuve, y menos aún del
sueño del falo en el templo subterráneo o del hombrecillo tallado en madera, en
tanto que lo recordaba todavía. Sabía
que no podía hacerlo. Del
sueño del falo sólo hablé cuando yo tenía sesenta y cinco años. Las otras experiencias se las
comuniqué quizás a mi mujer, pero sólo en años posteriores. Transcurridas
décadas después de mi infancia, existía aún un rígido tabú sobre tales cosas.
Toda mi juventud puede compendiarse bajo el concepto del secreto. A causa de ello me refugié en una soledad casi
insoportable y hoy veo aquello como una gran obra, y también como tal el que
yo resistiera a la tentación de hablar
de ella con alguien. Se configuró ya entonces mi relación con el mundo tal como es hoy: también hoy estoy solo porque sé cosas y debo señalar que los demás no
las saben y que, en su mayoría, tampoco quieren en absoluto saberlas.
En la familia de mi madre
hubo seis sacerdotes, y no sólo mi padre era sacerdote, sino también dos de sus
hermanos. Así, pues, oía muchas conversaciones religiosas, discusiones
teológicas y sermones. Tenía siempre la impresión: «Sí, sí, esto está muy bien.
¿Pero qué es el misterio? Existe también el misterio de la gracia. Vosotros no
sabéis nada de ello. Vosotros no sabéis que Dios quiere que yo haga incluso lo
injusto, que piense en lo prohibido para poder participar de su gracia.» Todo
cuanto los demás decían era marginal. Yo pensaba: «¡Por Dios!, alguien debe
saber algo de ello. En algún lugar debe
encontrarse la verdad.» Rebuscaba en la
biblioteca de mi padre y leía todo cuanto encontraba acerca de Dios, de la Trinidad, del Espíritu,
de la conciencia. Devoré los libros y no por ello me volví más sabio. Una y
otra vez tenía que pensar: «¡Ellos tampoco lo saben!» Leí también la Biblia de Lutero de mi
padre. Por desgracia, el habitual sentido «edificante» del libro de Job no me
ofrecía un interés profundo. De lo contrario,
hubiera encontrado consuelo en él, concretamente en el apartado IX, 30,
«Si yo me lavo con agua de nieve... tú me salpicarás de barro».
«Mi madre me contó
posteriormente que en aquella época yo estaba con frecuencia deprimido.
Esto no era exacto, sino que me
preocupaba el misterio. Era un consuelo feliz y curioso el sentarse sobre
aquella piedra. Ello me libraba de todas mis dudas. Cuando pensaba que yo era
la piedra cesaban los conflictos. «La
piedra no tiene inseguridad alguna, no se siente impulsada a comunicarse y es
eterna, vive durante siglos», pensaba yo. «Yo, por el contrario, sólo soy un fenómeno pasajero que se
desvanece en toda clase de emociones, como una llama que rápidamente arde y se
extingue después.» Yo era la suma de mis emociones y la piedra sin edad era
otro ser en mí mismo.»
Curioso
parecido con mis pensamientos cuando me hallaba en la zona de bardas
reflexionando sobre las formas que las rocas tenían, las cuales eran anteriores
a mi existencia y continuarían después que desaparezca de la tierra. La
persistencia de sus formas señalaba la insignificancia de mi perturbación. Hace trece años escribí:
“Me
produce una sensación agradable de permanencia recorrer lugares alejados de la
actividad humana donde en especial presentan formas topográficas bien marcadas.
Dichos lugares, debido a sus variadas formas adquieren características
individuales que las identifica una de otras en medio de distintas
circunstancias y experiencias de vida. Lugares como los barrancos, cañadones y
colinas han permanecido prácticamente con mínimos cambios durante decenas de
miles de años. Uno percibe que es solo un destello fugaz ante tamaña
persistencia de las formas, pero al encontrarse en lugares cuyas figuras y
proporciones tan cargadas de lógicas son milenarias pareciera que uno formara
parte de ellas al transmitirle ellas a uno una sensación de continuidad, como
si uno fuera parte de ellas también. Después que uno pase de este mundo, esas
formas por donde uno anduvo seguirán atestiguando nuestro paso, como si nos
hubieran conocido. Esa imaginación asociada a las formas milenarias encierran
un misticismo difícil de explicar, pero que generan un sentimiento de atracción
irresistible que me mueve a recorrer sus figuras permanentes.
Estos
sentimientos los tuve antes siquiera de entender las diferencias entre el bien
y el mal, antes de concebir religión alguna o creencias de cualquier tipo. Eran
simples sentimientos que nacían dentro de mi mediante los cuales disfrutaba a
medida que observaba colinas, arroyos, árboles y rocas en distintas
configuraciones. Estas seguían durante mis primeros años de vida consciente,
entre los 4 hasta los 11 años. Todavía recuerdo vívidamente la profunda
sensación que me causó el viaje de estudios a Córdoba a los 12 años, cuando a
lo lejos, muy diferente de la horizontalidad de las llanuras a las cuales
siempre estuve acostumbrado a ver, aparecieron las montañas azules a lo lejos.
El solamente ver grandes rocas afirmadas ante mi con aspectos singulares era
como si me contasen su historia, y yo las compartiera con ellas, como si yo
también era tan antiguo como ellas. Eran intrigantes siempre ante mí los
fósiles petrificados, porque me hablaban de vidas tan antiguas como las rocas
que veía. Pero estas no fueron siempre rocas ¡fueron vidas que existieron en un
pasado muy distante, y yo podía tocar ahora sus formas! Siempre desde chico me
fascinaron esas cosas, las cuales buscaba con ansia ver y conocer.”
Más allá
de las creencias de Jung en aquellos años, lo importante a destacar es el
cambio de rumbo que imprimía en su vida esa gracia liberadora dándole un carácter
personal y no cautivo de una uniformidad religiosa del pensamiento.
«Más tarde, cuando tenía
dieciocho años, tuve muchas discusiones con mi padre, siempre con la secreta
esperanza de hacerle saber algo de la milagrosa gracia y ayudarle con ello en
sus cargos de conciencia. Estaba
convencido de que cuando él cumpliese la voluntad de Dios todo le iría bien. Nuestras discusiones tenían siempre un final
insatisfactorio. Le incitaban y afligían. «¡Bah!», solía decir, «tú quieres pensar siempre. No hay que pensar, sino creer.»
Yo pensaba: No, hay que experimentar y saber —pero decía: «Dame esta fe», a lo
cual él se rendía siempre resignado y encogiéndose de hombros.
Creo
entender el motivo de su doble personalidad: el secreto. El tabú de mantener
secreta su vida interior constituyó la permanencia de esa segunda persona
durante la totalidad de su vida. Si la hubiera contado, los demás la habrían
ridiculizado, desmerecido, cuestionado, y esa segunda persona se hubiera
desvanecido o desmayado, pasando a un plano secundario, quizás hasta olvidado.
Jung no solo atesoraba aquel sueño del falo, algo realmente extraordinario a
sus cuatro años, sino que las mezclaba con las imaginaciones durante la vigilia
como parte de lo mismo, algo difícil de demostrar como parte de otra voluntad.
Soñar despierto, sin duda puede ser más enriquecedor que un sueño, pero es
improbable que otros vean en ello como parte de otra voluntad. Cualquiera diría
que está delirando. Pero esas imaginaciones que le llevaban a senderos tan
intrigantes y misteriosos le mantuvo con una cierta bizarría frente a los
conflictos de la vida
«En el fondo sabía siempre
que en mí había dos personalidades. Una era la del hijo de sus padres, que iba a la escuela y era menos inteligente,
atento, estudioso, disciplinado y limpio que muchos otros; por el contrario, la
otra era adulta, vieja, escéptica, desconfiada, apartada de la sociedad. Ésta
tenía a favor a la naturaleza, a la tierra, al sol, a la luna, al tiempo, a la
criatura viviente y principalmente también a la noche y los sueños, y todo
cuanto en mí manifestaba la influencia inmediata de «Dios». Sentía en todo ello una señal de «Dios».
Pongo aquí «Dios» entre comillas. La naturaleza me parecía, como yo mismo,
desterrada de Dios, como No-Dios, aunque hubiera sido creada por Él como expresión de Sí Mismo. No me cabía en la
cabeza que la imagen tuviera que limitarse a los hombres. Sí, me parecía que las altas montañas, los
ríos, los mares, los bellos árboles, las flores y los animales revelaban más la esencia de Dios que los
hombres con sus ridículos vestidos, con su ordinariez, estrechez mental, vanidad, falsedad y su despreciable
egoísmo. Todas estas particularidades las conocía muy bien por mí mismo, es
decir, por la personalidad número 1, el joven escolar de 1890. Junto a ello
existía un dominio, como un templo, en el que todo aquel que penetraba se
sentía transformado. De la contemplación del universo uno podía sentirse
impresionado y sólo podía experimentar
lo maravilloso si se olvidaba a sí mismo. Aquí vivía el «otro» que conocía a
Dios como un misterio oculto, personal, y a la vez impersonal. Aquí nada
separaba al hombre de Dios. Era como si el espíritu humano contemplara la
creación al mismo tiempo que Dios.»
Es por
demás interesante lo que expresa a continuación:
«Lo que hoy expreso en frases
coherentes no me era entonces conocido de forma articulada, sino como una suprema
intuición, y un sentimiento profundo. Aquí me sentía digno y propiamente hombre. Por ello buscaba la tranquilidad y la
soledad del otro, del número 2.»
En su
juventud percibía una gran incoherencia en la mentalidad religiosa. Por
ejemplo, el que aceptaran que:
«Dios es Omnisciente y que ha
previsto naturalmente toda la historia de la humanidad. Ha creado a los hombres
de modo que tengan que incurrir en
pecado y, no obstante, prohíbe el pecado y lo castiga incluso con la condenación eterna y el fuego
del infierno. El diablo no desempeñó papel alguno, durante mucho tiempo, en mis pensamientos. Me
parecía el mastín malo de un poderoso señor. Nadie más que Dios era responsable
del mundo, y Él era, como yo muy bien sabía, temible también. Me parecía cada
vez más problemático e inquietante el que el «buen Dios», el amor de Dios por
los hombres y de los hombres por Dios, se ensalzase y recomendase en los
vehementes sermones de mi padre. La duda
creció en mí: ¿Sabe él en realidad de qué habla? ¿Podría él degollarme a mí, a
su hijo, como sacrificio humano, como Isaac, o entregarse a un tribunal injusto
que le hiciese crucificar como a Jesús?
No, no podría hacerlo. Así, pues, no podía cumplir, si se diera el caso, la voluntad
de Dios que, decididamente, como enseña la Biblia misma, puede ser terrible. —Me resultó
claro que cuando se exhortaba, entre
otras cosas, a prestar más obediencia a Dios que a los hombres, esto se
decía superficialmente y sin meditación.
Por lo visto, no se conocía en absoluto la voluntad de Dios, pues, de lo contrario, se hubiera tratado este
problema central con sagrado temor, aunque no fuese más que por su miedo al
Dios que puede realizar, con pleno poder, Su terrible voluntad en los indefensos
hombres, tal como a mí me había sucedido. ¿Hubiera podido prever alguno de los
que pretende conocer la voluntad de Dios, lo que Él me ordenó? El caso es que
en el Nuevo Testamento no consta nada parecido. El Antiguo Testamento,
particularmente el libro de Job, que hubiera podido iluminarme a este respecto,
me era desconocido entonces y tampoco oí nada semejante en las clases preparatorias para la primera comunión a las
que asistía entonces. El temor de Dios, que naturalmente se mencionaba, se tenía por algo anticuado,
como algo «judío» y hacía mucho tiempo que estaba superado por el mensaje
cristiano del amor y bondad de Dios.»
Lo que pensaba de su madre
«Mi madre fue para mi una
madre excelente. Expandía una candida atmósfera, era extraordinariamente afectiva y muy
corpulenta. Escuchaba a todo el mundo, conversaba con agrado y era como un
alegre murmullo. Tenía un notable talento literario, de buen gusto y profundo.
Pero esto no se ponía de
manifiesto en ningún
sentido, quedaba oculto detrás de
una vieja y gruesa mujer que era realmente
simpática, cocinaba magníficamente, era muy hospitalaria y tenía mucho sentido
del humor. Tenía todas las cualidades habituales que se pueden tener, pero en
ella se manifestaba una segunda personalidad que era, sin lugar a dudas,
insospechadamente poderosa, era una figura grande y oscura que poseía una indiscutible autoridad. Yo estaba seguro de
que en ella había también dos personas:
una inofensiva y humana, la otra, por el
contrario, me parecía inquietante. Se manifestaba sólo raramente, pero siempre de modo
inesperado y temible. Entonces hablaba como consigo misma, pero lo dicho iba
por mí y me afectaba, como de costumbre,
en lo más íntimo, por lo que quedaba atónito.»
Sobre su
padre sus razonamientos eran realmente de un tinte risueño pero terriblemente
revelador.
«Mi padre me daba
personalmente clases para prepararme en la primera comunión, clases que me aburrían sobremanera. Una vez hojeaba yo en
el catecismo para encontrar algo distinto de las descripciones sentimentales sobre el «hêr
Jesús», que me resultaban incomprensibles y poco interesantes. Entonces vi un
párrafo sobre la Trinidad
de Dios. Esto fue algo que despertó mi interés: una unidad que es a la vez una
trinidad. Esto era un problema que por su contradicción interna me cautivaba. Esperaba ansiosamente el momento
en que llegaríamos a esta cuestión. Cuando llegamos allí, mi padre dijo: «Ahora
llegamos a la Trinidad,
pero pasaremos este punto por alto, pues en
realidad no comprendo nada de ello.»
Por una parte me sorprendió la sinceridad de mi padre, pero por otra parte me sentí profundamente
desilusionado y pensé: Así está, no comprenden nada, pero no piensan en ello.
¿Cómo puedo yo entonces hablar de ello?»
En 1890
cumplió con el ritual de su primera comunión, a sus 15 años. Fue algo que
resultó en todo lo contrario de lo que él esperaba, una decepción que lo llevó
a una terrible separación de sus padres, especialmente de su padre, y la
iglesia cristiana. No se por que, pero pienso que a lo mejor la visión o
imaginación que tuvo de los excrementos divinos que cayeron sobre la catedral,
de alguna manera fueron premonitorios de sucesos futuros, entre ellos, esta
amarga decepción y rechazo por la tradición cristiana. El lo expresa de esta
manera:
«El fracaso de la comunión,
¿era mi fracaso? Yo me había preparado con toda seriedad y esperaba
experimentar en mí la gracia y la revelación, pero nada sucedió. Dios permaneció ausente. Por la voluntad de Dios me encontré separado de la Iglesia y de mi padre, y
de todos los demás en cuanto profesaban
la religión cristiana. Estaba al margen de la Iglesia. Esto me
llenó de una tristeza que ensombreció todos mis años anteriores al comienzo de
los estudios universitarios.»
«Hasta qué punto dotaba Dios al mundo natural con
Su bondad, me resultaba oscuro o sumamente
dudoso. Esto constituía, por lo visto, otro de aquellos puntos sobre los
que no se debía pensar, sino que se tenía que creer. Si Dios es el
«Bien supremo», ¿por qué Su mundo, Su
creación es tan imperfecta, tan corrompida, tan deplorable? Por lo visto porque
el diablo lo contamina y lo confunde,
pensaba yo. Pero el diablo es también creación de Dios. Debía, pues,
leer algo acerca del diablo. Parecía ser
muy importante.»
¿Y?
«Nuevamente abrí mi dogmática
y busqué respuesta a esta cuestión acuciante de las causas de la desgracia, de las deficiencias y del mal, y
no pude hallar nada. Era el colmo.»
«Pero en algún lugar y en
algún tiempo tuvo que haber hombres que buscaran la verdad como yo, que pensaran racionalmente, que no se engañaran a
sí mismos y a los demás y no quisieran negar la triste realidad del mundo. En esta época sucedió que
mi madre, concretamente su personalidad 2,
me dijo repentinamente y sin
preámbulos: «Tienes que leer alguna vez el Fausto de Goethe.»»
¿Cual fue
su impresión?
«Tuve también la impresión de
que el peso de la obra y lo más importante de ella descansaba en Mefístófeles.
El «diablo impostor» no me gustó en absoluto al final, pues Mefístófeles era
cualquier cosa menos un diablo tonto que pudiera proceder de un estúpido ángel.
Mefístófeles me pareció falso en otro sentido; no es él quien recupera sus
privilegios sino Fausto, esta alma inestable y falta de carácter que ha llevado
su engaño hasta el más allá.
Precisamente ahí se revelaba
su puerilidad, pero me pareció haber merecido la iniciación en los grandes
misterios. ¡Yo le hubiera concedido todavía algo de purgatorio y de la
iniciación que sospechaba oscuramente
que tenía relación con el misterio radical! En todo caso, Mefistófeles y la gran
iniciación me quedaron finalmente como acontecimiento extraordinario y
misterioso al margen del mundo de mi
consciencia.
Finalmente había hallado la
confirmación de que hubo uno o varios hombres que vieron el mal y su enorme
poder para transformar el mundo, y más todavía, el papel misterioso que
desempeña en salvar a los hombres de la
oscuridad y la desgracia. En esto Goethe me pareció un profeta. Pero no
podía perdonarle que se hubiera librado
de Mefistófeles con un simple escamoteo, con un tour de passe-passe;
con un juego de manos. Esto era, para mí, demasiado teológico, demasiado simple
e irresponsable. Lamentaba profundamente que Goethe —¡Oh, tan falsamente!—
sucumbiera víctima del inofensivo mal.»
Aquí, a
partir de Fausto Jung comienza a tener una relación con la filosofía.
«Hasta entonces (15 a 16 años) no había oído
nada de filosofía y una nueva esperanza para mí parecía nacer. Quizás, pensaba yo, existieron filósofos que
meditaron sobre mis cuestiones y podrían
arrojarme alguna luz.
Dado que en la biblioteca de
mi padre no había libro de ningún
filósofo—eran sospechosos, porque
pensaban—, tuve que servirme del Diccionario
general de las ciencias filosóficas de Krug, 2ª edición, 1832. Me abismé
inmediatamente en el artículo sobre Dios. Para mi desencanto comenzaba con una etimología de la palabra de «Dios»
(Gott), que «incuestionablemente» proviene de «bueno» (Gut) y define al ens summus o perfectissimus.
No se podía, así continuaba, demostrar la existencia de Dios, ni tampoco el carácter innato de la
idea de Dios. Por último, si no en actu,
siquiera en potentia, podía estar desde un principio en el hombre. En todo
caso, nuestra «capacidad intelectual
tenía que desarrollarse hasta un cierto grado antes de ser capaz de
formarse una idea tan elevada»»
«Naturalmente, no se puede demostrar a Dios,
pues, ¿cómo podría, por ejemplo, una polilla que come lana australiana demostrar a las otras que
existe Australia? La existencia de Dios no depende de nuestras demostraciones.»
«…la historia del «hêr Jesús»
me pareció siempre sospechosa y no la creí nunca realmente. Y sin embargo, me importunaron con ella más que con
«Dios», que, como máximo, sólo se mencionaba en segundo término. ¿Por qué me
resultaba evidente Dios? ¿Por qué estos filósofos hacen como si Dios sea una
idea, un tipo de suposición arbitraria que puede «hacerse» o no, cuando se
trata de algo tan patente como si le cae a uno un ladrillo en la cabeza?
Entonces me resultó
repentinamente claro que Dios, por lo menos para mí, era una de las
experiencias más evidentes e inmediatas. Aquel horrible episodio de la catedral
no me lo inventé yo. Por el contrario,
me fue impuesto, y me sentí cruelmente impulsado a pensarlo. Pero después de
ello me fue concedida una gracia indecible.
Llegué a la conclusión de que
algo no concordaba en los filósofos,
pues tenía la curiosa idea de que Dios, en cierto modo, es una
suposición que podría discutirse. También hallé muy insatisfactorio el no descubrir ninguna opinión sobre las oscuras
actividades de Dios, ni ninguna explicación sobre ellas. A mi parecer, éstas
serían dignas de la atención y meditación filosóficas. Representaban en
realidad un problema que, a mi entender,
tenía que ser difícil para los teólogos. Tanto mayor era mi desengaño de que
los filósofos, por lo visto, no supieran nada acerca de ello.»
¿Y sobre
el Diablo?
«Pasé, pues, al siguiente
artículo, concretamente al párrafo sobre el diablo. Si se le concibe, así
decía, como originariamente malo se incurre en palpable contradicción, es
decir, se cae en un dualismo. Por ello
era mejor admitir que el diablo originariamente había sido creado como un ser
bueno y sólo a causa de su orgullo se había corrompido. Para mi gran satisfacción indicaba el autor, sin
embargo, que esta afirmación, que intentaba explicar el mal, presuponía ya la
soberbia.
Por lo demás, el origen del mal sería «inexplicado e inexplicable», lo que para
mí significaba: como los teólogos, tampoco él quiere pensar acerca de esto. El
artículo sobre el mal y su origen resultaba igualmente confuso.»
El suceso de la redacción escolar
He aquí
un ejemplo de un genio incomprendido.
«Cuando todas las redacciones
habían sido comentadas, el maestro hizo una pausa y dijo: «Tengo otra
redacción, la de Jung. Es con mucho la mejor y le hubiera puesto en primer
lugar. Pero, por desgracia, es plagio.
¿De dónde la has copiado? ¡Confiesa la verdad!»
Me sentí tan estupefacto como
indignado y grité: «¡No la he copiado, sino que, por el contrario, me esforcé
mucho en hacer una buena redacción!» Pero él respondió gritando: «¡Mientes! Una
redacción como ésta tú no puedes
escribirla en absoluto. Esto no puede creerlo nadie. Así, pues, ¿de dónde la
has copiado?»
Protesté inútilmente de mi
inocencia. El maestro permaneció inconmovible y respondió: «Puedo decirte que
si supiera de dónde la copiaste serías expulsado de la escuela.» Y se marchó
bruscamente. Mis compañeros me lanzaron miradas dubitativas y vi con espanto
que pensaban: «¡Ajá, eso es!» Mis protestas no encontraron ningún eco.
Sentí que a partir de
entonces estaba ya marcado y me quedaban cerrados todos los caminos por los que
podía salir de la «singularidad». Profundamente desilusionado y ofendido juré
odio al profesor y si hubiera tenido ocasión, habría querido imponer la ley del
más fuerte. ¿Cómo podía yo demostrar a
todos que no había copiado la redacción?»
«Prefería sobre todo el
pensamiento de Pitágoras, Heráclito, Empédocles y Platón, pese a lo insulso de
los argumentos socráticos. Eran bellos y académicos como una exposición de pinturas, pero algo lejanos. Sólo en el maestro Eckhart
sentí un soplo de la vida sin llegar a comprenderlo por completo. La
escolástica cristiana me dejó frío, y el intelectualismo aristotélico de santo
Tomás me pareció más muerto que un
desierto. Pensaba: todos ellos quieren llegar, mediante construcciones lógicas,
a aquello que no han percibido y de lo que en realidad no saben nada. Quieren
probarse a sí mismos una fe, ¡donde simplemente se trata de experiencia! Se me
antojaban como gente que sabía de oídas que
existían elefantes, pero no habían visto ninguno.»
«La filosofía crítica del
siglo XVIII no la entendí en principio por razones comprensibles. Hegel me intimidaba por su tan difícil como altanero
lenguaje, al que consideraba con franca desconfianza. Me parecía como quien se encontrase prisionero
de su propia dialéctica de palabras y se deshiciera en gestos arrogantes en su
propia cárcel.
Pero el gran descubrimiento
de mi investigación fue Schopenhauer.
Era el primero que hablaba del
sufrimiento del mundo, que nos envuelve de modo invisible y avasallador,
de la confusión, de la pasión, y del mal, que los demás parecían apenas
observar y que querían resolver en armonía y claridad. Aquí había por fin
alguien que tenía el valor de opinar que el fundamento del mundo no se halla en lo mejor.»
«No hablaba ni de una
providencia de la creación, sapientísima e infinitamente buena, ni de la armonía de lo creado, sino que decía
claramente que el doloroso transcurso de la historia de la humanidad y la
crueldad de la naturaleza se basaba en un defecto, a saber, la ceguera de la
voluntad creadora del mundo. Esto lo
sentía confirmado por mis primeras observaciones de peces enfermos y
moribundos, de zonas sarnosas, pájaros congelados o muertos de hambre, la
tragedia despiadada que se oculta en un prado esmaltado de flores: lombrices de
tierra que son torturadas hasta morir por las hormigas, insectos que se
destrozan mutuamente, etc. Pero también mis experiencias con los hombres me
habían enseñado todo lo contrario a la creencia en la dignidad y bondad humana
originales. Me conocía a mí mismo lo
suficiente para saber que mi diferencia con los animales era, por así decirlo,
de grado nada más. La imagen sombría del
mundo de Schopenhauer encontraba mi aprobación, pero no su solución del problema…. Pero tanto más me decepcionó su pensamiento de que el
intelecto sólo debe oponer su imagen a la voluntad ciega para hacerla
retroceder. ¿Cómo podía la voluntad ver en absoluto esta imagen si era ciega?
¿Y por qué debía, aunque pudiera ver, ser
inducida a volverse atrás, si la
imagen le mostraría precisamente lo que ella quería? ¿Y qué era el intelecto? Es una función del alma humana, no
un espejo, sino un espejito de tamaño infinitesimal que el niño opone al sol esperando así cegarlo. Esto me parecía
completamente inconsciente. Me resultaba un enigma cómo era posible que
Schopenhauer hubiera llegado a esta conclusión.»
«Esto me exigió estudiarle más a fondo, con lo cual fui cada
vez más impresionado al descubrir su
relación con Kant. Comencé, pues, a leer la obra de este filósofo,
especialmente la Crítica de la razón pura, con gran atención.
Mis esfuerzos obtuvieron su recompensa, pues creí haber descubierto el error capital en el sistema de Schopenhauer:
había cometido el pecado mortal de hacer una
afirmación metafísica, es decir, calificándolo hipostáticamente de
simple noumeno de una «cosa en sí».»
«Esta evolución filosófica se
extendió desde los dieciséis años hasta los de mi licenciatura en medicina.»
Período universitario
«Así pues, por lo menos una
parte de nuestro ser vive en los siglos, aquella parte que para mi uso privado he designado como la número 2. Que no
se tata de una curiosidad individual lo demuestra nuestra religión occidental que se dirige, expressis verbis, a este hombre interior
y que, pronto hará dos mil años, intenta formalmente poner de manifiesto su
consciencia de las apariencias y su
personalismo: «Non foras ire, in interiore homine habitat
ventas!» (No
salgáis de vosotros mismos, en el interior del hombre habita la verdad.)»
Que la
búsqueda debe realizarse, no fuera del ser sino dentro de uno mismo, es un
concepto muy antiguo repetido por muchos que alcanzaron a comprender el significado
de tal expresión. Es conocida como inscripción del templo de Delfos. El los
escritos cristianos Pablo habla del ‘hombre interior’.
También se lo identifica como el ser espiritual contrastándolo o
diferenciándolo del ser físico. No obstante, es por demás evidente que el
escritor de la carta a los Gálatas no podía entender la diferencia
entre «carne» y «espíritu», asignándole a la carne todo lo perverso y maligno y
al espíritu todo lo contrario, cuando en realidad la carne es el hombre
exterior, la persona, mientras que el espíritu es el hombre interior, el
subconsciente. La manifestación del hombre exterior se halla determinado por el
desarrollo del hombre interno, y toda incongruencia entre ambos señala una
etapa de confusión mental, como la que tuvo el escritor de esa carta. En el evangelio apócrifo de Tomás
una de sus sentencias reza: «Pero si no os conocéis a vosotros mismos, estáis
sumidos en la pobreza y sois la pobreza misma» El poeta y filósofo
norteamericano R.W. Emerson expresó un concepto antes que lo hiciera Jung
al decir: «Hay una mente común que abarca a todos los seres humanos». Ese
‘hombre interior’ no solo abarca todo lo olvidado por el estado consciente,
sino de todo aquello que pertenece a la profundidad de la existencia del ser,
al cual Jung denominó ‘inconsciente colectivo’. De esta manera, muchos escritos
cristianos no son más que un intento por conocer a este ‘hombre interior’.
De
singular importancia y extremadamente emotiva descripción es la siguiente
memoria referido al proceso de desgaste y al triste final de su querido padre.
«Desde 1892 hasta 1894
sostuve una serie de violentas discusiones con mi padre. Él había
estudiado en Göttingen lenguas
orientales con Ewald y preparado su disertación del Cantar de los cantares. Su
época heroica terminó con el examen de licenciatura en la universidad.
Luego olvidó su disposición filológica. Como párroco rural en Laufen, cerca del
salto del Rin, se sumió en el entusiasmo lírico y en sus recuerdos de la época universitaria:
siguió fumando su larga pipa de estudiante y fue decepcionado por su matrimonio. Hizo mucho bien —demasiado—. A causa de ello estaba la
mayoría de veces de mal humor y su irritación se hizo crónica. Mis
padres se esforzaban al máximo en llevar
una vida piadosa con el resultado de que sólo raramente había escenas. Por culpa de estas dificultades es natural que más adelante se quebrase
también su fe.
Frente a los arrebatos de mi
padre me mantenía pasivo, pero cuando me parecía estar de humor favorable
intentaba iniciar un diálogo abierto con la intención de conocer más de cerca
sus procesos internos y sus convicciones. Estaba claro para mí que algo le
incomodaba y sospechaba que esto tenía que ver con su ideología religiosa. Toda una serie de indicios me
convencían de que eran dudas de fe. Esto sólo podía deberse, me parecía,
a que le faltaba la necesaria experiencia. De mis discusiones deduje que debía
suceder algo por el estilo, pues a toda mis preguntas seguían o bien las consabidas respuestas
teológicas, sin vida, o un encogimiento de hombros resignado que despertaba
mis protestas. No podía yo comprender
que no aprovechara él toda ocasión para oponerse combativamente a su situación.
Comprendía que mis preguntas directas lo ponían triste, pero esperaba, sin embargo,
una conversación constructiva.
Me parecía casi inconcebible
que no poseyera la experiencia de Dios,
la experiencia más evidente de todas.
Ciertamente yo sabía lo bastante sobre la teoría del conocimiento para
comprender que no se podía demostrar un conocimiento de este tipo, pero era
igualmente evidente que no requiere demostración alguna, del mismo modo que la
belleza de una salida de sol o el miedo ante la posibilidad del otro mundo no
requerían ser demostrados. Intentaba yo,
de un modo posiblemente muy torpe, procurarle estas evidencias, con la vana
intención de ayudarle a soportar su
especial destino que inexorablemente se cumpliría en él. Tenía que disputar con alguien y
lo hacía con su familia y consigo mismo. ¿Por qué no lo hacía con Dios, el oscuro
auctor rerum creatarum, el
único que es realmente responsable de los males del mundo? Él le hubiera
enviado seguramente como respuesta uno de aquellos sueños mágicos,
infinitamente profundos,
que Él me enviaba a mí, sin haberle preguntado, sellando con ello mi destino.
Yo no sabía cómo, pero era así. Sí, Él
me había permitido incluso una ojeada en su propia esencia. Pero esto último
era realmente un gran secreto que ni siquiera a mi padre podía o debía revelar.
Quizás, así me lo parecía, lo hubiera podido descubrir si él hubiera sido capaz
de comprender la experiencia inmediata de Dios. Pero en mis conversaciones con
él nunca llegué tan lejos, ni siquiera a la vista de la cuestión, porque
siempre me mantuve en un plano intelectual psicológico, y eludía en lo posible
el aspecto sentimental para evitar sus emociones. Pero este tipo de
acercamiento actuaba siempre como el trapo rojo ante el toro y conducía a irritadas reacciones que me resultaban
incomprensibles. Pues yo no era capaz de comprender cómo un argumento del todo
racional pudiese chocar con una oposición emotiva.
Estas discusiones
infructuosas nos enojaban a él y a mí y, finalmente, nos retirábamos, cada uno
con su particular sentimiento de
inferioridad. La teología nos alejó uno de otro. Lo sentí nuevamente como un fatal fracaso en el que, sin embargo,
no me sentía solo. Tenía una oscura intuición de que mi padre había sucumbido inevitablemente a su
destino. Él estaba solo. No tenía amigos con quienes poder hablar, por lo menos
yo no conocía a nadie en nuestro ambiente a quien confiarme para hallar la
palabra clave. Una vez le oí rezar: luchaba desesperadamente por su fe. Quedé conmovido e indignado a la vez
porque veía que sin remisión quedaba a merced de la Iglesia y de sus
pensamientos teológicos. Le habían abandonado alevosamente después de haberle cortado toda
posibilidad de llegar directamente a Dios. Entonces comprendí lo
profundo de mi vivencia: Dios mismo había desautorizado en mi sueño a la
teología y a la Iglesia
sobre ella. Fundada por otra parte, Él admitía, como tantas otras cosas, la
teología. Me pareció ridículo suponer que los hombres hubiesen sido los causantes de tal evolución. ¿Qué eran, pues,
los hombres? Han nacido tontos y ciegos, como los perritos, como todas las creaciones de Dios,
dotados de escasas luces, que no pueden iluminar las tinieblas entre las que
andan a ciegas. Todo esto
me resultaba claro y también estaba seguro de que ninguno de los teólogos que
yo conocía había visto con sus propios ojos «la
luz que brilla en las tinieblas»,
de lo contrario no hubieran podido enseñar ninguna «religión teológica». La
«religión teológica» no podía servirme para nada, pues no correspondía a mi
experiencia de Dios. Sin
esperanza de saber, exigía creer. Esto lo había intentado mi padre con
grandes dificultades y había fracasado en ello. Mal podía mi padre defenderse contra el ridículo
materialismo del psiquiatra. ¡Esto era
también algo que debía creerse exactamente como la teología! Yo estaba
más seguro que nunca de que a ambas les
faltaba tanto la crítica del conocimiento como la experiencia. Mi padre
estaba evidentemente bajo la impresión
de que los psiquiatras habían descubierto algo en el cerebro que demostraba
que, en el lugar en que debía estar el espíritu, existía «materia» y nada
«aeriforme». Ello coincidía con diversas
advertencias de mi padre, en el sentido de que si yo estudiaba medicina
debía convertirme en un materialista.
Para mí, sin embargo, su advertencia significaba que yo no debía creer en nada, pues sabía que los
materialistas, al igual que los teólogos, creían en sus definiciones y sabía
también que mi pobre padre simplemente salía del lodo para caer en el arroyo.
Me daba cuenta de que la para mí siempre loadísima fe le había jugado esta
pasada fatal y no sólo a él, sino a la mayoría de gente culta y seria que yo
conocía. El pecado capital de la fe me parecía
consistir en que prescinde de la experiencia. ¿Cómo sabían los teólogos
que Dios había dispuesto deliberadamente ciertas cosas y otras las «permitía»,
y cómo sabrán los psiquiatras que la materia posee las propiedades del espíritu
humano? Yo no corría peligro en absoluto de caer en el materialismo, pero sí mi padre,
lo que me resultaba cada vez más evidente. Evidentemente alguien le había
susurrado algo de la «sugestión», pues leía entonces, como descubrí, el libro
de Bernheim sobre la sugestión, traducido por Sigmund Freud. Esto era nuevo y
significativo para mí, pues hasta entonces sólo había visto a mi padre leer
novelas o descripciones de viajes. Todos los libros «inteligentes» e interesantes parecían ser mal vistos.
Sin embargo, la lectura no le hizo feliz. Su humor depresivo aumentó y se
agudizó, así como su hipocondría. Se hallaba aquejado desde hacía una serie de
años de toda clase de síntomas
abdominales sin que el médico pudiera determinar nada definitivo.
Ahora se quejaba de sentir algo así como «piedras en el vientre». No tomamos
esto en serio durante mucho tiempo, pero finalmente el médico llegó a
preocuparse. Esto era a fines del verano de 1895.»
« Un día había sido él (mi padre) un estudiante
entusiasta como yo de primer curso, el mundo se le había representado como a
mí; los infinitos tesoros del saber habían pasado ante él como ante mí.
¿Qué pudo pasar para que todo
le hubiese decepcionado, avinagrado y amargado? No hallé respuesta o
demasiadas. La
alocución que pronunció aquel atardecer de verano entre botellas de vino fue su
último recuerdo vivo de una época en la que fue lo que debía haber sido. Poco
después de esta excursión empeoró su estado. A finales de otoño de 1895 tuvo
que guardar cama y murió a comienzos del año 1896.»
«Respiraba con dificultad y
vi que estaba agonizando. Quedé petrificado junto a su cama. Nunca había visto
todavía morir a un hombre. Repentinamente dejó de respirar.»
Otro gran
sueño de Jung que se repitió dos días después:
«Unas seis semanas después de
su muerte, mi padre se me apareció en sueños. Repentinamente surgió ante mí y
me dijo que regresaba de vacaciones. Se había repuesto completamente y ahora
regresaba a casa. Pensé que me
reprocharía el haberme trasladado a su habitación. ¡Pero de ello no dijo
nada! Con todo, me avergoncé por haberme
imaginado que estaba muerto. Al cabo de unos dos días se repitió el sueño de
que mi padre volvía a casa convaleciente y nuevamente me reproché haber creído
que hubiese muerto. Yo me preguntaba sin cesar: «¿Qué significa que mi padre
vuelva en sueños? ¿Que parezca tan
real?» Esto fue un acontecimiento inolvidable y me llevó por vez primera a
meditar sobre la vida después de la muerte.»
Sus
progresos teológicos
«Respecto a las cuestiones
religiosas, experimenté muchos estímulos durante mi época de estudiante. En
casa se me presentó la agradable oportunidad de conversar con un teólogo, el
vicario
de mi fallecido padre. Se distinguió no sólo por su descomunal apetito, que a
mí me eclipsaba, sino por su vasta erudición. De él aprendí mucho de la
patrística, de la historia de los dogmas, y en especial me enteré de muchas novedades
sobre teología protestante. La teología de Ritschl estaba entonces de moda. Su
integración histórica y sobre todo la metáfora del tren.
También los estudiantes de teología con los que discutía en la asociación
Zofingia parecían todos ellos conformarse con la idea del efecto histórico, que
procedía de la vida de Cristo. Esta concepción me parecía no sólo carente de
sentido, sino también muerta. No podía habituarme a la opinión que coloca a
Cristo en primer plano y lo convierte en
la única figura decisiva en el drama entre Dios y el hombre. Para mí esto se
oponía totalmente a la propia opinión de
Cristo, de que el Espíritu Santo, que le había engendrado a él, después de su
muerte le sustituiría entre los hombres. El Espíritu Santo significa para mí una explicación adaequate del Dios inconcebible. Sus efectos eran no sólo de
naturaleza elevada, sino también de tipo
milagroso e incluso problemático como los hechos de Jehová a quien identificaba
yo ingenuamente, según las enseñanzas
recibidas para la primera comunión, con la imagen cristiana de
Dios. (Tampoco sabía yo
entonces que el diablo, propiamente dicho, nace con el cristianismo.)
El «hêr Jesús» era, para mí, sin lugar a
dudas, un hombre y por ello incierto, o sea, un simple portavoz del Espíritu Santo. Esta interpretación
sumamente heterodoxa que difería de la teología de 90 a 180 grados encontraba
naturalmente la más profunda
incomprensión. La desilusión que
por ello experimenté me llevó paulatinamente a un tipo de resignado desinterés
y fortaleció cada vez más mi convicción de que en esta cuestión sólo la
experiencia podía resultar decisiva.»
«En el transcurso de mi
primer año de carrera hice el descubrimiento de que la ciencia posibilitaba,
ilimitadamente por cierto, muchos conocimientos, pero sólo conocimientos muy
precarios y éstos sobre cuestiones de
naturaleza muy especial. Sabía, por mis lecturas filosóficas, que todo se basa
en el hecho de la psiquis. Sin alma no
existiría ni conocimiento ni ciencia. Pero nadie hablaba de ella. Era cierto que se la presuponía, tácitamente
en todo, pero incluso cuando se la mencionaba, como hacía, por ejemplo, C. G. Carus, no consistía
en ningún conocimiento verdadero, sino sólo en una especulación filosófica que se expresaba de
un modo o de otro. No lograba entender esta extraña observación.»
Luego de
esta experiencia Jung se topa con un pequeño manual de los años setenta, donde
trataba sobre apariciones en la forma de un informe sobre los comienzos del
espiritismo, escrito por un teólogo. A partir de ese manual se inicia un
contacto más estrecho con el espiritismo mediante el cual llegó a manifestar
más tarde:
«A pesar de parecerme tan
extrañas y discutibles, las observaciones de los espiritualistas fueron para mí
las primeras noticias sobre fenómenos psíquicos objetivos.»
Su
interés en este tema lo llevó a investigar profundamente:
«…leí, por así decirlo, toda
la literatura sobre espiritismo que estaba entonces a mi alcance. Naturalmente
hablaba también de ello con mis compañeros que, ante mi asombro, reaccionaban
en parte con mofa e incredulidad, en parte con reserva angustiosa. Me
asombraba, por una parte, la seguridad
con que podían afirmar que cosas como las apariciones y las mesas que se mueven
son imposibles y constituyen por ello
una impostura, y por otra parte, su reserva que parecía tener carácter miedoso.
Yo tampoco estaba seguro respecto a la autenticidad de tales informes. ¿Por qué
no debía haber apariciones? ¿Por qué
sabíamos en suma que era «imposible»? Y ante todo ¿qué significaba el miedo?
Yo mismo encontraba tales posibilidades muy interesantes y atrayentes.
Embellecían mi existencia en grado sumo.
El mundo ganaba en profundidad y en perspectiva. ¿Es que, por ejemplo, los sueños tenían algo que ver con los
aparecidos?
El Sueños de un
visionario, de Kant, me resultó muy oportuno y pronto descubrí
también a Karl Duprel, que evaluó estas
ideas en un sentido filosófico y psicológico. Descubrí también a Eschenmayer,
Passavant, Justinus Kerner y Görres y leí siete volúmenes de Swedenborg.»
Fue muy
decepcionante para Jung ser descalificado por sus propios compañeros por
interesarse en tales temas, pero su mente curiosa y especializada en hacer
preguntas merecía respuestas, respuestas que nadie más podía brindárselas de
manera satisfactoria si por el mismo no las investigaba. Jung lo describe así:
«¡A ellos les parecía mi
interés más sospechoso aún que el ocuparme de
la teología! Tenía la sensación
de encontrarme en los confines del mundo. Lo que a mí más acuciantemente me interesaba
era para los demás polvo y niebla, e incluso motivo de angustia. ¿Angustia por
qué? No podía hallar explicación alguna. ¿Sin embargo, no era asombroso ni
inaudito que quizás hubiese acontecimientos
que superasen las limitadas categorías de tiempo, espacio y casualidad?
Existen incluso animales que preveían el
tiempo y los temblores de tierra, sueños que anunciaban la muerte de
determinadas personas, relojes que se paraban en el momento de la muerte, vasos
que se hacían añicos en un momento crítico, diversas cosas que eran evidentes a
mi mundo de entonces. ¡Y ahora yo era, por lo visto, el único que había oído de
todas estas cosas!»
Este
razonamiento de Jung ha sido en buena medida la razón por la cual su psicología analítica ha sido relegada
por la mayoría de los académicos universitarios que eligieron a Freud como la
brújula de sus destinos. Los fenómenos expuestos por Jung podían explicarse por
otros motivos y no a consecuencia de apariciones fantasmales, sin embargo, su
intuición no se hallaba demasiado errada de una realidad que en verdad existe.
Hoy día, los fenómenos de apariciones y manifestaciones de inteligencias
invisibles se hayan plenamente comprobadas de manera científica,
aunque existan científicos que insistan en atribuirlas a causas materialistas
ocultadas detrás de complicadas teorías de la física cuántica. Lo cierto fue que Jung tuvo
que interrumpir tales investigaciones para evitar aislarse del mundo académico,
debiendo ocultar sus inquietudes ante los demás. En buena medida, este hecho
marcaría su acentuada reserva en manifestar tales temas, temas que sin embargo
se fueron desarrollando paralelamente en su vida de investigador.
Cuando comenzó a leer a Nietzsche tuvo ciertos
temores, y en sus palabras leemos:
«Nietzsche había descubierto
tarde a su número 2, transcurrida ya la mitad de su vida, mientras que yo
conocía mi número 2 ya desde mi primera juventud. Nietzsche habló ingenua y
descuidadamente de este Arrheton, que no se debe nombrar,
como si todo esto fuese normal. Sin embargo, yo había visto muy pronto que con
ello se adquieren experiencias muy malas. Él era por otra parte tan genial que
ya en su juventud vino como catedrático a Basilea sin sospechar nada de lo que
le esperaba. Precisamente a causa de su genialidad hubiera debido notar a
tiempo que algo no concordaba. Esto fue pues, pensaba yo, su morboso error:
resuelta e insospechadamente había mostrado la número 2 a un mundo en el que nada se
sabía ni se comprendía de tales cosas.
Estaba dominado por la infantil esperanza de encontrar hombres que compartiesen sus éxtasis y
comprendieran la «transmutación de todos
los valores». Pero sólo halló filisteos de la cultura; en realidad fue
tragicómico que él mismo fuera de los
que, como todos los demás, no se
comprendían a sí mismos, cuando se sumergió en el misterio y en lo indecible y
quiso ensalzarlo ante una multitud indiferente y dejada de la mano de todos los dioses. De ahí lo ampuloso de su
lenguaje, lo recargado de sus metáforas, la ditirámbica exaltación que
inútilmente intentaba hacer inteligible este mundo que se basó en datos
científicos inconexos. Y así este
equilibrista no concordó ni consigo mismo. No conocía a fondo este mundo —«dans ce meilleur des mondes possibles»—
y fue por ello un poseso, alguien que sólo podía ser tratado con sumo cuidado
por sus adeptos. De entre mis conocidos y amigos supe yo sólo de dos que se declarasen abiertamente partidarios de
Nietzsche, ambos homosexuales. Uno de ellos acabó suicidándose, el otro degeneró en un genio
incomprendido. Todos los demás quedaban no sólo algo perplejos ante el fenómeno
Zaratustra, sino que también absolutamente inmóviles. Mientras que Fausto me abrió una puerta, Zaratustra me
cerró otra de modo radical y por mucho tiempo.»
«Comprendí que no se llega a
ninguna parte cuando no se habla de cosas que son conocidas por todos. Pues el novato en tales cuestiones no
comprende la ofensa que supone para el prójimo el hablarle de algo que él
ignora. Una iniquidad así sólo se le disculpa al escritor, al periodista o al
poeta.»
« Yo comprendí que, en realidad, a falta de otra cosa
mejor, no hacía más que hablar, en lugar de aportar hechos, y al final todo se
venía abajo. No tenía nada entre manos, yo tendía cada vez más a lo empírico.
Me disgustaba que los filósofos hablasen de todo lo que no era asequible a la
experiencia y silenciasen lo que podía encontrar respuesta en la experiencia.»
«En 1898 comencé a
reconciliarme con mi futura profesión de médico. Llegué pronto a la
convicción de que debía especializarme.»
Hasta que
sucedió algo que lo llamaba de nuevo a su destino:
«Durante las vacaciones de
verano sucedió algo que debió influir en mí poderosamente. Un día estaba en mi gabinete de estudio y repasaba mis
libros de texto. En la habitación contigua, cuya puerta estaba entreabierta, estaba mi madre haciendo
calceta. Era nuestro comedor, en el cual se veía la mesa redonda de madera de
nogal. Procedía del ajuar de mi abuela paterna y entonces tenía ya setenta
años. Mi madre estaba sentada frente a la ventana, aproximadamente a un metro de distancia de la
mesa. Mi hermana estaba en la escuela y la criada en la cocina. De pronto se
oyó una detonación como un pistoletazo.
Me levanté de un salto y corrí al cuarto contiguo de donde había oído yo
la explosión. Vi a mi madre sobresaltada
en un sillón, su labor le había caído de las manos. Dijo tartamudeando: «¿Qué,
qué ha sucedido? Fue justo a mi lado», y miraba sobre la mesa. Vimos lo que
había sucedido: el tablero de la mesa se había roto por la mitad y no por el
sitio encolado, sino en la madera encerada, quedé atónito. ¿Cómo había
podido pasar tal cosa? ¿Una madera naturalmente encerada, pero seca ya desde hacía setenta años, que se abre en un día
de verano con una elevada humedad habitual para nosotros? Hubiera resultado
explicable en un día de invierno frío y seco junto a una estufa encendida. ¿Qué diablos pudo ser
la razón de tal explosión?
Realmente existen
casualidades extrañas, pensé. Mi madre movió la cabeza y dijo con la voz de su
número 2: «Sí, sí, esto significa algo.» Yo me sentí contrariado y disgustado
por no poder responder nada.
Aproximadamente catorce días
después llegué por la tarde a las siete a casa y hallé a mi madre, mi hermana
de catorce años y la sirvienta en plena excitación. Hacía una hora que se había
oído de nuevo una explosión. Esta vez no había sido en la ya deteriorada mesa,
sino en el aparador, mueble originario del siglo XIX. Habían mirado por todas
partes, pero no habían encontrado ninguna grieta.
Comencé inmediatamente a
inspeccionar detalladamente el aparador y lo inmediato a él, pero sin éxito.
Registré el interior del mueble y su contenido. En el cajón, conteniendo la
cesta del pan, hallé el pan y junto a él el cuchillo, cuya hoja estaba
destrozada casi por completo. El mango estaba en un rincón del cesto rectangular y en cada una de
las tres restantes esquinas había un trozo de la hoja del cuchillo. El cuchillo
se había empleado todavía a las cuatro de la tarde y después se había guardado.
Desde entonces nadie lo había tocado.
Días después llevé el
cuchillo a uno de los mejores afiladores de la ciudad. Escudriñó los fragmentos
con lupa y movió la cabeza: «Este cuchillo», dijo, «no tiene ningún defecto. El
acero está en buen estado. Alguien lo ha roto en pedazos. Esto se puede
conseguir, por ejemplo, introduciendo la hoja en el quicio del cajón y
rompiéndolo trozo a trozo. El acero es de calidad. O quizás se ha dejado caer
desde gran altura sobre una piedra. Esto no puede estallar en absoluto. Se ha hecho
algo con él.»
«La número 2 de mi madre me
miró significativamente y no pude hacer más que callar. Me sentía enteramente
desorientado y no podía de ningún modo explicarme lo sucedido. Esto me
resultaba tanto más enojoso por cuanto debía admitir que estaba profundamente
impresionado. ¿Por qué y cómo se partió la mesa y se quebró el cuchillo? La
hipótesis de la casualidad resultaba del todo
inadmisible.»
«Algunas semanas después me
enteré de que ciertos parientes se entretenían desde hacía cierto tiempo con mesas giratorias y tenían una
médium, una muchacha de poco más de quince años. Desde hacía algún tiempo en este círculo se pensaba
en ponerme en contacto con esta médium, que caía en estado de sonambulismo y producía
fenómenos espiritistas. Cuando oí esto pensé inmediatamente en nuestros
fenómenos inexplicables y me propuse entrar en relación con esta médium.
Comencé a asistir a sesiones con ella y
otros interesados regularmente los domingos. Los resultados fueron las
transmisiones de pensamiento y los golpes en la pared y en la mesa. Los
movimientos de la mesa eran dudosos, se
producían independientemente de la médium. Comprendí pronto que las
condiciones limitadas eran, en general,
inconvenientes.
Me conformé con la evidente
independencia de los golpes en la pared y presté mi atención al contenido de
las transmisiones de pensamiento. Los resultados de estas observaciones los he
expuesto en mi tesis doctoral.
Después de realizar experimentos durante dos años se manifestó una cierta languidez y sorprendí a la médium intentando
provocar los fenómenos mediante trampas. Esto me determinó a interrumpir las
sesiones —muy a mi pesar, pues con ella había aprendido cómo se forma una
personalidad número 2, cómo se asume una consciencia infantil y se integra
finalmente a ella. La muchacha era una «malograda». A los veintiséis años murió
de tuberculosis. La vi todavía una vez cuando tenía veinticuatro años y quedé
impresionado de la independencia y madurez de su personalidad. Después de su muerte supe, por
parientes, que en los últimos meses de su vida fue perdiendo poco a poco su
personalidad y regresó finalmente al estado de un niño de dos años, en cuya
fase cayó en el último sueño.
Ésta fue, en resumen, la gran
experiencia que me abolió mi precoz filosofía y facilitó un punto de vista
psicológico. Había experimentado algo objetivo sobre el alma humana. Pero la
experiencia era de tal naturaleza que nuevamente nada podía decir de ella. No
conocía a nadie al que pudiera comunicar todo este estado de cosas. Nuevamente
tuve que dejar a un lado todos estos datos para más adelante. Sólo unos años después surgió de ello mi
tesis doctoral.»
Conoció a
Von Muller y con el se perfilaba su futura carrera en medicina, la que más
tarde sufre otro desvío inesperado y problemático para la vida personal de
Jung.
«En Von Müller hallé un
espíritu que correspondía al mío. Veía cómo, con gran inteligencia, captaba un
problema y formulaba aquellas preguntas que ya en sí representaban la mitad de
la solución.»
Con este
profesor y compañero habría llegado a dedicarse a la medicina interna si no
hubiera ocurrido un encuentro con la psicología con un resultado insospechado
de la mano de un libro de Krafft-Ebing, un manual de psiquiatría de 1890.
«Leí, pues, en el prólogo:
«El que los manuales de psiquiatría comporten en sí un carácter más o menos
subjetivo se basa ciertamente en lo singular de esta rama del saber y en lo
imperfecto de su desarrollo.» Algunas líneas más abajo, el autor denominaba la
psicosis «enfermedades de la persona».
Entonces sentí que el corazón me daba un vuelco. Tuve que levantarme y tomar
aliento. Me hallaba en la más viva
excitación, pues fue para mí como una fulminante revelación de que no
había para mí otra meta más que la psiquiatría.»
« Mis amigos estaban asombrados y extrañados y me
tomaron por un loco al rechazar la oportunidad de hacer carrera como médico
internista, que resultaba tan comprensible para todos y se me presentaba de un
modo tan sugestivo y envidiable y que pudiese cambiarla por este disparate
psiquiátrico. Vi que nuevamente había entrado en una vereda en la que nadie
quería ni podía seguirme. Pero sabía —y nadie hubiera podido apartarme un ápice
de este convencimiento— que mi decisión era irrevocable y que era mi destino, como
si dos corrientes se hubieran unido y me condujeran irrevocablemente y con gran
impulso a lejanas metas. Fue la exultante sensación de haber «unificado la dualidad»»
Inmediatamente después de la
muerte de su hermana, Jung escribió las siguientes líneas; «Hasta 1904 mi hermana Gertrud
vivió con mi madre en Basilea. Luego se trasladó con ella a Zurich, donde vivió
hasta 1909, primero en Zollikon y de entonces hasta su muerte en Küsnacht.
Desde la muerte de su madre en 1923 vivió sola. Su vida exterior era tranquila,
retirada y transcurrió en el estrecho círculo de relaciones familiares y de
amistades. Era amable, educada, bondadosa y no permitía que los que la rodeaban
curioseasen en su intimidad. Así murió también, silenciosamente, sin aludir a
su propio destino, con perfecto porte. Culminaba una vida que había enriquecido
interiormente, al margen de los juicios y las opiniones.»
Según el
párrafo precedente la madre de Jung era también la de su hermana Gertrud. La
madre de Jung murió en el año 1923. Su padre Paul había muerto en 1896, una
diferencia de 27 años.
«…lo que me interesaba (de la
psiquiatría era) captar su espíritu. El interés terapéutico quedaba entonces
lejos de mí, pero las variantes patológicas de la denominada normalidad me
atraían poderosamente, puesto que se me ofrecía la tan añorada posibilidad de
adquirir un conocimiento más profundo de la psiquis.»
«Freud insertaba en la
psiquiatría cuestiones psicológicas, a pesar de que él no era psiquiatra, sino
neurólogo.»
Un caso
relevante al comienzo de su carrera en el que se perfila que detrás de un
estado psiquiátrico había otra historia desconocida que era la desencadenante
de la misma.
«Todavía recuerdo
perfectamente un caso que entonces me impresionó mucho. Se trataba de una joven
que había ingresado en la clínica con la etiqueta «melancolía» y se hallaba en
mi departamento. Se hizo el reconocimiento por el procedimiento usual:
historial, tests, reconocimientos físicos, etc. Diagnosis: esquizofrenia, o,
como entonces se decía, dementia praecox.
Pronóstico: grave.
Al principio no me atreví a
dudar del diagnóstico. Entonces yo era aún un jovencito, un principiante y no
me hubiera creído competente para establecer un diagnóstico distinto. Y, sin
embargo, el caso me pareció extraño. Tenía la impresión de que no se trataba de
una esquizofrenia, sino de una depresión corriente, y me propuse explorar a la
paciente según mis propios métodos.
Entonces me ocupaba yo de
estudios diagnósticos por asociación y realicé con ella la prueba de la
asociación. Además conversé con ella sobre sus sueños. De este modo logré
aclarar su pasado y llegar a conocer lo esencial, que en el habitual historial
no había quedado explicado.
Obtuve los datos, por así
decirlo, directamente del inconsciente y de ellos resultó una oscura y trágica
historia.
Antes de que la mujer se
casara había conocido a un hombre, hijo de un gran industrial, por quien todas
las muchachas de la región se interesaban. Dado que ella era muy bonita, creyó
gustarle y tener ciertas esperanzas respecto a él. Pero al parecer, él no se
interesaba por ella y así, pues, ella se casó con otro.
Cinco años después visitó a
un viejo amigo. Intercambiaron recuerdos y en esta ocasión dijo el amigo:
«Cuando usted se casó, alguien recibió un rudo golpe, el señor X (el hijo del
gran industrial)». ¡Éste fue el instante!, en este momento comenzó la
depresión, y al cabo de algunas semanas se produjo la catástrofe:
Bañaba a sus hijos, primero a
su hija de cuatro años y luego a su hijo de dos anos. Vivía en una región en la
que el suministro de agua era higiénicamente defectuoso; para beber había agua
pura de la fuente y agua contaminada del río para el baño y para lavar. Cuando
bañaba a su hija vio cómo chupaba una esponja pero no se lo impidió. Incluso
dio a beber a su hijito un vaso de agua contaminada. Naturalmente, hizo esto de
modo inconsciente o sólo semiconsciente, pues se hallaba ya a la sombra de la
iniciada depresión.
Poco tiempo después, tras el
período de incubación, la niña enfermó de tifus y murió. E(l niño e)ra su hijo
predilecto. El muchacho no se contaminó. En aquel instante la depresión se
agudizó y la mujer vino al frenopático.
El hecho de que fuera una
criminal y muchos pormenores de su secreto lo había deducido yo mediante la
prueba de asociación* y me resultó claro que aquí se hallaba la causa
fundamental de su depresión. Se trataba en el fondo de un trastorno psicógeno.
¿Qué sucedía con la
terapéutica? Hasta entonces había tomado narcóticos, a causa de su dificultad
en conciliar el sueño, y puesto que se sospechaba de intento de suicidio se la
vigilaba. Pero fuera de esto no se prescribió nada más. Físicamente estaba
bien. Me vi ahora ante un problema: ¿Debo hablar abiertamente con ella o no?
¿Debo proceder a la gran operación?
Esto significaba para mí un
difícil problema de conciencia, un enorme conflicto moral. Pero debía solventar
el conflicto yo solo, pues si hubiera preguntado a mis colegas me hubieran
advertido: «¡Por Dios!, no le diga tal cosa a la paciente, la enloquecerá aún
más.» Pero en mi opinión el efecto podía ser inverso. Una pregunta puede
responderse de un modo u otro según intervengan o no los factores
inconscientes. Naturalmente, era consciente de lo que me arriesgaba: ¡si mi
paciente estaba en un aprieto, yo también!
Pese a ello, me decidí a
emprender un tratamiento cuyo punto de partida no estaba muy claro. Le dije
todo lo que había descubierto mediante el ensayo de asociación. Pueden ustedes
imaginarse lo difícil que resultó todo. No resulta nada fácil decirle a alguien
en la cara que ha cometido un crimen. Y resultó trágico para la paciente oírlo
y admitirlo. Pero el resultado fue que, catorce días después, pudo ser dada de
alta y nunca más tuvo que ser internada.
Otras razones me habían
forzado a callar ante mis colegas: temía que discutieran sobre el caso y a lo
mejor me hubieran planteado algunas cuestiones legales. Ciertamente no se podía
demostrar nada a la paciente y, sin embargo, tales discusiones hubieran podido
tener consecuencias catastróficas para ella. Me parecía más práctico que
volviese a la vida normal para expiar en vida su culpa. Había sido ya
suficientemente castigada por el destino. Cuando se la dio de alta marchóse de
allí con una pesada carga. Debía soportarla. Su penitencia había comenzado ya
con la depresión y el internamiento y la pérdida de su hija fue para ella un
dolor profundo.»
Nada
sencillo moverse en este mundo donde hasta los amigos profesionales pueden (y
de hecho casi siempre desean) crucificarte.
«En 1905 me doctoré en
psiquiatría y el mismo año me convertí en médico jefe de la clínica
psiquiátrica de la
Universidad de Zurich. Ocupé este cargo durante cuatro años.
Entonces (1909) tuve que renunciar a él, porque el trabajo me resultaba
excesivo. En el transcurso de los años mi consulta privada se incrementó hasta
tal punto que no podía dar abasto a todo el trabajo. Sin embargo conservé mi
cargo de profesor auxiliar hasta el año 1913.»
Al
parecer la fama del boca a boca fue muy importante al grado de convertirse casi
en un “curandero espiritual”.
Un caso que lo dejó perplejo:
«Una vez apareció una mujer
de unos cincuenta y ocho años, aparentemente versada en cuestiones religiosas.
Iba con muletas, conducida por su sirvienta. Desde los diecisiete años sufría
de parálisis dolorosa en la pierna izquierda. La hice sentar en una cómoda
silla y le pregunté sobre su historia. Comenzó a relatar y a gemir y surgió
toda la historia de su enfermedad, con todo detalle. Finalmente la interrumpí y
dije: «Bueno, ahora no disponemos de tiempo para hablar tanto. Ahora debo
hipnotizarla.» Apenas hube dicho esto, cerró los ojos y cayó en profundo
trance, ¡sin hipnotizarla en absoluto! Me asombré, pero la dejé en paz. Hablaba
sin tasa y contó los más extraños sueños que ponían en evidencia la profunda
experiencia del inconsciente. Sin embargo, comprendí esto sólo mucho más tarde.
Entonces lo interpreté como una especie de delirio. Pero la situación me
resultaba algo incómoda. ¡Allí estaban veinte estudiantes ante los que quería
demostrar una hipnosis!
Cuando al cabo de media hora
quise despertar a la paciente, no se despertaba. Me resultó inquietante y
comencé a pensar que al fin pudiera haber hallado una psicosis latente.
Transcurrieron diez minutos hasta que logré despertarla. ¡No podía permitir que
los estudiantes notasen mi miedo!
Cuando la mujer volvió en sí
estaba mareada y confusa. Intenté tranquilizarla: «Soy el médico y todo va
bien.» A lo que exclamó: «¡Pero yo estoy ya curada!», tiró las muletas y pudo
andar. Yo me sonrojé y dije a los estudiantes: «Han visto ustedes ahora lo que
se puede conseguir con la hipnosis.» Pero no tenía la menor idea de lo que
había pasado.
Ésta fue una de las
experiencias que me alentaron a aceptar la hipnosis. No comprendía qué era lo
que había sucedido, pero la mujer estaba realmente curada y se marchó feliz. Le
rogué que me informara de su estado en lo sucesivo, pues contaba que, a más
tardar al cabo de un día, experimentaría una recaída. Pero los dolores no
volvieron y tuve que admitir, pese a mi escepticismo, el hecho de su curación.»
Pero la
historia sigue:
«En la primera clase del
semestre de verano del año siguiente
volvió a aparecer. Esta vez se quejaba de fuertes dolores en la espalda que
hacía poco se le habían presentado. Yo no excluía que dependieran de las nuevas
clases recomenzadas. Quizás había leído la noticia de mis clases en el
periódico. Le pregunté cómo comenzaron los dolores y qué era lo que los
causaba. Pero ella no podía recordar que hubiera sucedido nada en un tiempo
determinado y no sabía dar explicación alguna. Finalmente logré arrancarle que los
dolores habían comenzado de hecho el mismo día y a la misma hora en que se
anunció en el periódico que yo reemprendía las clases. Ciertamente esto
confirmaba mis sospechas, pero no llegaba a comprender qué es lo que pudo haber
operado la milagrosa curación. Volví a hipnotizarla, es decir, volvió a caer,
como entonces, en trance espontáneamente, y luego quedó libre de sus dolores.
Después de la clase la retuve
para saber detalles de su vida. Resultó que tenía un hijo anormal que se
encontraba en la clínica, en mi sección. Yo no sabía nada de ello porque ella
llevaba el nombre de su segundo marido, mientras que el hijo nació del primer
matrimonio. Era su único hijo. Naturalmente, ella había esperado tener un hijo
inteligente y afortunado y se sintió profundamente desilusionada cuando ya en
sus años mozos enfermó psíquicamente.
Entonces yo era un médico
todavía joven y representaba para ella todo lo que había deseado para su hijo.
Por ello sus ambiciosos deseos, que ella había alimentado como madre, se
proyectaron sobre mí. Me adoptó, por así decirlo, como hijo y anunció urbi et orbi
su extraordinaria curación.
En realidad mi fama local
como mago se la debo a ella, y la historia pronto la supieron todos, incluso
mis primeros pacientes. ¡Mis actividades terapéuticas comenzaron, pues, porque
una madre me había puesto a mí en el lugar de su hijo anormal! Naturalmente, le
expliqué toda esta serie de circunstancias y supo comprenderlo muy bien.
Posteriormente no tuvo ya más recaídas.
En realidad ésta fue mi
primera experiencia terapéutica, podría decir mi primer análisis. Recuerdo
claramente la conversación con la dama en cuestión. Era inteligente y
agradecida en grado sumo porque yo me la había tomado en serio y me había interesado
por su destino y el de su hijo.
¿Y sobre la hipnosis?
«Al principio adopté también
la hipnosis en mi consulta privada, pero muy pronto la descarté porque con ella
se obra a ciegas. No se sabe nunca hasta cuándo durará un progreso o una
convalecencia, y yo siempre me resistí a actuar en la incertidumbre. Tampoco me
gustaba decidir por mí mismo lo que el paciente debía hacer. Me interesaba
mucho más saber por el propio paciente hacia dónde iba él. Para ello necesitaba
realizar cuidadosos análisis de los sueños y de otras manifestaciones del
inconsciente.»
Otro caso
«Un colega americano me había
enviado un paciente. El diagnóstico decía «neurastenia alcohólica». El
pronóstico le calificaba de «incurable». Por ello mi colega, previsoramente, le
había dado el consejo de consultar a cierta autoridad en neurología de Berlín
en el caso de que mi tratamiento no condujese a nada. Vino a las horas de
consulta y después de que hube conversado un poco con él advertí que el hombre
tenía una neurosis corriente de cuyo origen psíquico él no sospechaba nada.
Hice con él la prueba de
asociación y por ello supe que sufría las consecuencias de un formidable
complejo materno. Procedía de una rica y distinguida familia, tenía una
simpática mujer y, por así decirlo, carecía de preocupaciones aparentemente.
Sólo que bebía demasiado y esto era un desesperado intento de narcotizarse para
olvidar su agobiante situación. Naturalmente, por este método no logró librarse
de sus dificultades.
Su madre era propietaria de
una gran empresa y el hijo, extraordinariamente inteligente, ocupaba en ella un
puesto directivo. Realmente hubiera debido sustraerse mucho antes a la
humillante subordinación de su madre, pero no podía decidirse a sacrificar su
brillante posición. Así pues, quedó ligado a su madre, que le había facilitado
su puesto. Siempre que estaba con ella o debía someterse a una de sus
intromisiones comenzaba a beber para adormecer sus afectos o bien liberarse de
ellos. En el fondo, sin embargo, no quería abandonar el confortable nido, sino
que se dejaba seducir, en contra de sus propios instintos, por la comodidad y
el bienestar.
Después de un corto
tratamiento dejó de beber y se consideró curado. Pero yo le dije: «No le
garantizo que no vuelva a caer en la misma situación si regresa a su antiguo
puesto.» No me creyó y regresó con buenos ánimos a América.
Apenas estuvo nuevamente bajo
la influencia de su madre, reincidió en la bebida. Entonces fui llamado por su
madre, que se encontraba de paso en Suiza, para una consulta.
Era una mujer razonable, pero
de un carácter de mil demonios. Me di cuenta de con quién debía enfrentarse el
hijo y supe que éste no disponía de las fuerzas necesarias para oponerse.
Físicamente era él de aspecto algo delicado y en condiciones de inferioridad
respecto a su madre. Así pues, me decidí por un golpe de fuerza. En ausencia
del hijo, extendí ante ella un certificado de que él, a causa del alcoholismo,
no podía desempeñar por más tiempo su cargo en el negocio. Debía ser despedido.
Este consejo fue cumplido y naturalmente el hijo se indispuso conmigo.
En este caso realicé algo
que, normalmente, no es fácil de conciliar con la conciencia médica. Pero sabía
que debía aceptar sobre mí esta responsabilidad para bien del paciente.
¿Cómo se desarrolló el caso
en lo sucesivo? Se separó de su madre y pudo desenvolver su personalidad: hizo
una brillante carrera pese a o a causa del drástico tratamiento. Su mujer me
estaba agradecida, pues su marido no sólo había superado el alcoholismo, sino
que seguía su propio camino con sumo éxito.
Durante años tuve
remordimientos respecto a este paciente por haberle extendido a escondidas
aquel certificado. Pero sabía con certeza que sólo un golpe de fuerza podía
liberarlo. Y con ello la neurosis quedaba también resuelta.»
Otro caso
donde se revela que el daño que uno causa a otro, aunque la justicia humana no
lo descubra, el orden implicado lo
resuelve. ‘Nada hay oculto que no llegue a saberse’ dijo un maestro, y ‘el daño
que tu le causes a otro a ti mismo te lo causas’. ‘Mia es la venganza, yo
pagaré’ reza un pasaje inspirado. Cuando vemos las cosas que en este mundo
pasan, no debe de asombrarnos mucho, pues cada situación tiene un trasfondo y
una explicación que desconocemos. ‘Dejen de juzgar’ y ‘ocúpate de lo tuyo y no
de los demás’ es un sano consejo.
«Otro caso también me quedó
grabado. Una dama vino a mi consultorio. Se negó a dar su nombre; ello no hacía
al caso, pues pensaba consultarme sólo una vez. Pertenecía evidentemente a las
altas capas de la sociedad. Declaró haber sido médico. Lo que tenía que
comunicarme era una confesión: hacía veinte años había cometido un crimen por
celos. Había envenenado a su mejor amiga porque quería casarse con su marido. En su opinión, un crimen no
significaba nada para ella si no se descubría. Si ella quería casarse
con el marido de su amiga podía simplemente desembarazarse de ella. Tal era su
punto de vista. Las consideraciones morales no contaban para ella.
¿Y después? Se casó ciertamente
con el marido, pero él murió muy joven, bastante joven. En los años siguientes
sucedieron cosas extrañas: la hija de este matrimonio quiso separarse de su
madre en cuanto fue mayor de edad. Se casó joven y se apartaba cada vez más de
ella. Finalmente desapareció de vista y la madre perdió todo contacto con ella.
La dama era una apasionada
amazona y poseía varios caballos por los que se tornaba gran interés. Un día
descubrió que los caballos comenzaban a inquietarse cuando ella los montaba.
Incluso su caballo preferido se asustaba y la arrojaba al suelo. Finalmente
tuvo que abandonar la equitación. En adelante se dedicó a sus perros. Poseía un
perro lobo especialmente bello al cual apreciaba mucho.
La «casualidad» quiso que
precisamente este perro fuese atacado de parálisis. Esto fue ya demasiado y se
sintió «moralmente acabada». Debía confesarse y por ello había acudido a mí.
Era una criminal, pero, aparte de esto, se había asesinado a sí misma. Pues
quien realiza un crimen de tal naturaleza destroza su alma. Quien asesina se
condena ya él mismo. Si alguien comete un crimen y es detenido, cumple así la
sanción legal. Si lo hace en secreto, sin conciencia moral, y el crimen
permanece oculto, el castigo le alcanza sin embargo, como nuestro caso demuestra.
Acaba, pues, por descubrirse. Además, parece como si los animales y las plantas
lo «supieran».
La mujer se sintió por el
crimen extraña a los animales y llegó a un aislamiento insoportable. Para
librarse de su aislamiento me convirtió en su confidente. Debía tener un
confidente que no fuera un criminal. Quería encontrar un hombre que pudiera
aceptar sin condiciones su confesión; pues de este modo lograría recuperar una
relación con la humanidad. Pero no debía ser ningún padre confesor profesional,
sino que tenía que ser un médico. Con un sacerdote hubiera sospechado que la
atendería en virtud de su ministerio; que no aceptaría los hechos como tales,
sino con el objetivo de emitir un juicio moral. Había presenciado que los
hombres y los animales la abandonaban, y esta tácita condena la afectó de tal
modo que no hubiera podido soportar otra condena más.
Nunca llegué a saber quién
era; tampoco tengo prueba alguna de que su historia correspondiera a la verdad.
Posteriormente me pregunté a menudo cómo transcurriría en lo sucesivo su vida.
Pues su historia no había terminado aún. Quizás finalmente terminó
suicidándose. No puedo imaginarme cómo podría continuar viviendo en esta
extrema soledad.
Se trataba de una antigua
paciente de la sección de mujeres, una anciana de setenta y cinco años, que
permanecía desde hacía cuarenta años en cama. Hacía casi cincuenta que llegó al
manicomio, pero nadie podía recordar cuándo fue su ingreso; entretanto, todos
habían muerto. Sólo una enfermera jefe que hacía treinta y cinco años que
trabajaba en la institución sabía todavía algo de su historia.
La anciana ya no podía hablar
y sólo podía ingerir alimentos líquidos o semilíquidos. Comía con los dedos y
desmenuzaba los alimentos en la boca. A veces necesitaba casi dos horas para
tomarse una taza de leche. Justamente cuando no comía hacía movimientos
extraños y rítmicos con las manos y los brazos cuya naturaleza yo no sabía
comprender. Quedé profundamente impresionado por el grado de aniquilación a que
puede llevar una enfermedad mental, pero no sabía explicármelo. En las
conferencias clínicas se presentaba como una
forma catatónica de demencia precoz, pero esto a mí no me decía nada, pues no explicaba lo más
mínimo sobre el significado y origen de los extraños movimientos.
La impresión que me hizo este
caso caracteriza mi reacción contra la psiquiatría de entonces. Tenía la
sensación, cuando era ayudante, de no comprender en absoluto lo que pretendía
ser la psiquiatría. Me sentía sumamente incómodo junto a mi jefe y a mis colegas,
que se comportaban de forma tan segura, mientras que yo, desorientado, andaba a
ciegas. La tarea principal de la psiquiatría la veía yo en el conocimiento de
las cosas que suceden en el interior del espíritu enfermo y de ello yo no sabía
nada todavía. ¡Me encontraba ahora atado a una profesión en la cual no entendía
nada en absoluto!
Una noche, a una hora
avanzada, recorrí la sección; vi a la anciana con sus enigmáticos movimientos y
me pregunté nuevamente: ¿Por qué ha de ser así? Entonces fui a nuestra vieja
enfermera jefe y me informé si la paciente se había comportado siempre así. «Sí
—me respondió—, pero mi antecesora me contó que anteriormente había compuesto
zapatos.» A continuación consulté nuevamente su antiguo historial médico y allí
constaba que hacía movimientos como si estuviera remendando zapatos.
Anteriormente los zapateros sostenían los zapatos entre las rodillas e
introducían los hilos en el cuero con parecidos movimientos. (Todavía hoy se
puede ver esto en zapateros de pueblo.) Cuando la paciente murió poco después,
su hermano mayor vino al entierro. Yo le pregunté: «¿Por qué enfermó su
hermana?» Entonces me explicó que había querido a un zapatero, pero que él por
alguna razón no quiso casarse con ella y
entonces se «chifló». Así, pues, los movimientos de la mujer indicaban su
identidad con el amado, identidad que duró hasta su muerte.
Entonces tuve la primera
sospecha de los orígenes psíquicos de la denominada «demencia precoz». En lo
sucesivo dediqué gran atención a las relaciones de causa en las psicosis.
Recuerdo muy bien la paciente
en cuya historia logré ver claro el trasfondo psicológico de la psicosis y
principalmente de las «absurdas ideas fijas». Comprendí en este caso por vez
primera el lenguaje de los esquizofrénicos, hasta entonces tenido por absurdo.
Se trataba de Babette S., cuya historia he publicado.
En 1908 di una conferencia en el Ayuntamiento de Zurich sobre este caso.
La paciente procedía de los
barrios antiguos de la ciudad de Zurich, de los estrechos y sucios callejones,
donde nació y creció en míseras condiciones. La hermana era una prostituta, el
padre un bebedor. Enfermó a los treinta y nueve años en forma paranoica de
demencia precoz con la típica megalomanía. Cuando la conocí, hacía ya veinte
años que estaba internada. Varios centenares de estudiantes de medicina
pudieron observar con este caso el cuadro del trágico proceso de la
desintegración psíquica. Constituía uno de los clásicos casos demostrativos en
clínica. Babette estaba completamente loca y decía cosas que no podían
comprenderse en absoluto. Pacientemente emprendí el intento de comprender el
contenido de las abstrusas manifestaciones. Por ejemplo ella decía: «Soy la Loreley» y ciertamente
porque el médico, cuando intentaba explicárselo, decía: «No sé lo que esto
significa.» O profería exclamaciones como: «Soy la personificación de
Sócrates», lo que debía significar, como deduje: «Soy acusada tan injustamente
como Sócrates.» Necias expresiones como: «Soy el doble politécnico
insustituible», «Soy pasteles de ciruela elaborados con harina de maíz», «Soy
Germania y Helvetia de sólo mantequilla dulce», «Nápoles y yo debemos proveer
al mundo de fideos», significaban plusvalías, es decir, compensaciones de un
sentimiento de inferioridad.
El ocuparme de Babette y de
otros casos semejantes me convenció de que mucho de lo que había considerado
absurdo en los enfermos mentales no era en modo alguno tan «loco» como parecía.
Me di cuenta más de una vez que en tales pacientes se oculta en el trasfondo
una «persona» que debe definirse como normal y que en cierta medida es testigo.
En ciertas ocasiones esta personalidad oculta —la mayoría de las veces a través
de voces o sueños— puede también hacer objeciones y observaciones enteramente racionales y puede
incluso suceder que vuelva al primer plano, por ejemplo a causa de una
enfermedad física, y el paciente se muestre casi normal.
Tuve que tratar una vez una
antigua esquizofrenia en la cual vi muy claramente la persona «normal» oculta.
No era un caso a curar, sino sólo a cuidar. Como todo médico, tenía yo también
pacientes que hay que acompañar hasta la muerte sin esperanzas de curación.
Esta mujer oía voces que se repartían por todo el cuerpo, y una voz que se
hallaba en el centro del tórax era la «voz de Dios». «Nosotros deberíamos
confiar en ella», le dije yo y quedó asombrada de mi propio valor. Por regla
general esta voz hacía observaciones muy razonadas y con su ayuda me entendí
bien con la paciente. Una vez la voz dijo: «Él te escuchará si lees la Biblia.» Trajo una
vieja y gastada Biblia y cada vez tenía que indicarle un capítulo que ella
tenía que leer. La próxima vez debía yo preguntarle sobre ello. Al principio me
sentía algo extraño por cierto en este papel, pero al cabo de cierto tiempo
comprendí lo que significaba el ejercicio: de este modo se mantenía despierta
la atención de la paciente y así no caía más profundamente en el sueño
desgarrador del inconsciente. El resultado fue que al cabo de seis años,
aproximadamente, las diversas voces, repartidas por todo el cuerpo, se
centraron exactamente y de modo exclusivo en la mitad izquierda del cuerpo. La
intensidad del fenómeno no se había duplicado en el costado izquierdo, sino que
era igual que antes. Se podía decir que la paciente estaba por lo menos
«unilateralmente curada». Esto constituyó un éxito inesperado, pues no me había
imaginado que nuestras lecturas de la
Biblia pudieran actuar terapéuticamente.
Al ocuparme de la paciente vi
claro que las ideas de persecución y las alucinaciones contenían un núcleo
racional. Vi que detrás se hallaba una personalidad, una historia humana, una
esperanza y un deseo. La culpa es sólo nuestra si no sabemos comprenderlo. Me
resultó claro por vez primera que en la psicosis se oculta una psicología
general de la personalidad, que aquí recae nuevamente en los viejos conflictos
de la humanidad. Incluso en los pacientes que actúan de modo apático, estúpido
o imbécil ocurren más cosas y más razonables de lo que parecen. En el fondo no
descubrimos nada nuevo o desconocido en los enfermos mentales, sino que
hallamos el fondo de nuestra propia esencia. Este conocimiento fue entonces
para mí una formidable experiencia sensible.»
«Con frecuencia, engañan las
apariencias externas, tal como me asombró en el caso de aquella joven paciente
catatónica. Tenía dieciocho años y procedía de una familia culta. A los quince
años fue seducida por su hermano y abusaron de ella sus compañeros de escuela.
A partir de los dieciséis años vivió aislada. Se ocultaba ante los hombres y
acabó por identificarse en sus sentimientos con un mastín malo que pertenece a
los demás, y con quienes intentaba reconciliarse. Se volvió cada vez más
extraña y a los diecisiete años vino al frenopático, donde permaneció año y
medio. Oía voces, rechazaba los alimentos y mudó la voz por completo (es decir,
no habló más). Cuando la vi por vez primera se encontraba en un estado
típicamente catatónico.
En el transcurso de varias
semanas logré paulatinamente hacerla hablar. Después de superar tenaz
resistencia me contó que había vivido en la luna. Ésta estaba habitada, pero al
principio sólo vio hombres. Éstos la habían llevado consigo a una morada
«sublunar» donde se hallaban encerradas sus mujeres e hijos. Sobre las altas
montañas de la luna habitaba un vampiro que raptaba y mataba a los niños y
mujeres, por lo cual la población selenita estaba amenazada de exterminio. Tal
era la razón de la existencia «sublunar» de la mitad femenina de la población.
Mi paciente decidió ahora
hacer algo por la población de la luna y se propuso destruir al vampiro.
Después de largos preparativos, esperó al vampiro sobre la azotea de una torre
que se construyó con este fin. Al cabo de una serie de noches lo vio por fin
aproximarse volando desde lejos, como un gran pájaro negro. Tomó su largo
cuchillo para el sacrificio, lo ocultó entre sus ropas y esperó su llegada.
Repentinamente apareció ante ella. Tenía varios pares de alas. Bajo éstas, su
rostro y toda su figura quedaban ocultos, de modo que ella no podía ver más que
sus plumas. Estaba extrañada y le picó la curiosidad por lo que decidió saber
qué aspecto tenía. Se acercó a él sosteniendo el cuchillo en su mano. Entonces
el pájaro abrió sus alas y ante ella apareció un hombre divinamente hermoso. La
estrechó entre sus brazos alados con un garfio de hierro de modo que ella ya no
podía servirse del cuchillo. Además, quedó tan hechizada por la mirada del
vampiro que no hubiera sido ya capaz de acuchillarlo. La levantó del suelo y
voló con ella. Después de esta revelación pudo hablar sin impedimentos y volvieron
a presentarse sus resistencias; y le había cerrado el camino de regreso a la
luna, ya no podía marcharse de la tierra. Este mundo no es hermoso, en cambio
la luna sí lo era y la vida allí estaba llena de atractivos.
Algo más tarde tuvo una
recaída en su catatonía. Deliró durante cierto tiempo. Cuando al cabo de dos
meses fue dada de alta, se podía volver a hablar con ella y progresivamente fue
viendo que la vida sobre la tierra es algo inevitable. Pero desesperadamente se
resistió a aceptar la inevitabilidad de la vida y sus consecuencias, y tuvo que
ser internada nuevamente.
Una vez la visité en su celda
y le dije: «¡Todo esto no le servirá para nada, no puede ya regresar a la
luna!» Me escuchó en silencio y completamente indiferente. Esta vez permaneció
poco tiempo en el frenopático y aceptó resignadamente su destino.
Se colocó de enfermera en un
sanatorio. Allí había un médico asistente que intentó acercarse a ella de modo
poco atento, a lo cual ella respondió con un disparo de revólver.
Por suerte sólo le ocasionó
una leve herida. ¡Así pues se había procurado un revólver! Ya anteriormente había llevado consigo un
revólver cargado que a última hora, al terminar el tratamiento, me entregó.
Ante mi asombro, dijo: «¡Con él le hubiera matado a tiros si me hubiera usted
faltado!»
Cuando se repuso de la
excitación a causa del disparo regresó de nuevo a su país. Se casó, tuvo varios
hijos y sobrevivió a dos guerras mundiales en el Este sin experimentar ninguna
recaída.
¿Qué decirse para explicar
sus fantasías? A causa del incesto que sufrió de jovencita se sintió rebajada
ante los ojos del mundo, pero en cambio en el reino de la fantasía se sentía
ensalzada: se sintió trasladada, por así decirlo, a un reino mítico; pues el
incesto es, según la tradición, una prerrogativa del rey y de los dioses. A
través de ello, sin embargo, se produjo una total enajenación del mundo, el
estado de psicosis. Se convirtió, por así decirlo, en extramundana y perdió el
contacto con los hombres. Llegó a un distanciamiento cósmico, en la bóveda
celeste, donde encontró al demonio alado. Transfirió esta figura en mí durante
el tratamiento, siguiendo la regla. Por ello, automáticamente, estuve amenazado
de muerte, como cualquiera que hubiera intentado convencerla de la existencia
humana normal. A través de sus explicaciones, en cierto modo, había descubierto
el demonio en mí y ligado de este modo a un hombre terrestre. Por ello pudo
volver a la vida e incluso casarse.
Yo mismo, desde entonces, vi
con otros ojos el sufrimiento de los enfermos mentales, pues sabía ahora
también de los significativos acontecimientos de su vivencia interna.»
No existe
una norma para la curación. Cada persona debe hallar la curación por si misma.
Los psiquiatras solo pueden saber orientar.
«…lo curativo debería surgir
de él de modo natural. La psicoterapia y los análisis son tan distintos como
los mismos individuos. Yo trato a cada paciente lo más individualmente posible,
pues la solución del problema es siempre personal.»
«Tuve una vez una paciente,
una mujer muy inteligente que, sin embargo por diversas razones, me pareció
algo sospechosa. Primero el análisis fue bien, pero al cabo de un tiempo me
pareció como si en la interpretación del sueño no acertase yo y creí observar
también una cierta languidez en la conversación. Así pues decidí hablar de ello
con la paciente, pues naturalmente a ella no se le había ocurrido que algo no
funcionaba correctamente. La noche anterior a su próxima visita tuve el
siguiente sueño:
Andaba por un camino vecinal
a través de un valle entre resplandores crepusculares. A la derecha se alzaba
una escarpada colina. En su cumbre había un castillo y en la torre más alta
estaba sentada una mujer en una especie de balaustrada. Para poder verla bien
tenía que doblar mucho la cabeza hacia atrás. Me desperté con dolores en la
nuca. Ya en sueños había reconocido a mi paciente en la mujer.
El significado lo comprendí
inmediatamente: que en mi sueño hubiera de mirar así hacia mi paciente quería
decir que era probable que en realidad la hubiese mirado despectivamente. Los
sueños son compensaciones de la actitud consciente. Le comuniqué el sueño y mi
interpretación. Esto provocó un inmediato cambio en la situación y el
tratamiento siguió adelante.
La capacidad innata de las mujeres
«Yo aconsejo siempre a los
psicoanalistas: «¡Tened un "padre confesor" o una "madre
confesora"!» Las mujeres están muy capacitadas para ello. Tienen en la
mayoría de los casos una intuición excelente y una oportuna crítica, y pueden
ver bien a los hombres, incluso bajo ciertas circunstancias sus intrigas
anímicas en los naipes.
Ven aspectos que el hombre no ve. ¡Es por ello que ninguna mujer está
convencida de que su marido sea el superhombre!»
Sobre los arcanos del tarot cuando
Jung habló de El Mago lo asoció con un arquetipo.
“El mago es sinónimo del
viejo sabio, que se remonta en línea directa a la figura del hechicero de la
sociedad primitiva. Es, como el Ánima, un demonio inmortal, que ilumina con la
luz del sentido las caóticas oscuridades de la vida pura y simple. Es el
iluminador, el preceptor y maestro, un psicopompo (conductor de almas), a cuya
personificación no pudo escapar ni siquiera el «destructor de las tablas»,
Nietzsche, puesto que declaró portador y proclamador de su propia iluminación y
éxtasis «dionisíacos» a su encarnación en Zaratustra, ese espíritu superior de
una era casi homérica.
Al hacer la experiencia de
ese arquetipo, el hombre moderno vive la más antigua forma del pensar como una
actividad autónoma, cuyo objeto es uno mismo. Otras formulaciones de la misma
experiencia son Hermes Trismegisto o el Thoth de la literatura hermética,
Orfeo, el Poimandres y, emparentado con éste, el Pastor de Hermas. Si no se
tuviese ya un juicio previo sobre el nombre de «Lucifer», esa sería la
denominación adecuada para este arquetipo. Por eso me he limitado a llamarle
arquetipo del viejo sabio o del sentido. Como todos los arquetipos, éste
también tiene un aspecto positivo y uno negativo.”
Jung
pensaba que no venimos al mundo como una ‘hoja en blanco’ como planteaba Freud,
para él el ser humano ya nace con información y un cierto patrón de creencias
incorporadas. Una frase suya lo resume al decir “no existe una sola idea o
concepción esencial que no posea antecedentes históricos”. Estos antecedentes
nos llegan en el inconsciente, y otros los vamos aprendiendo al conocer de
mitos, leyendas y la propia experiencia que van enriqueciendo nuestro
inconsciente.
Con lo “normal”
«Cuando alguien tiene una
neurosis es comprensible que realice su análisis; pero si se es «normal» no
existe ninguna obligación. Pero puedo asegurarles que tuve asombrosas
experiencias con la denominada normalidad: Una vez topé con un discípulo
completamente «normal». Era médico y se me presentó con las mejores recomendaciones
de un viejo colega. Fue ayudante suyo y se hizo cargo de su consulta. ¡Tenía
éxitos normales, una consulta normal, una mujer normal, hijos normales, vivía
en una pequeña casa normal de una pequeña ciudad normal, tenía ingresos
normales y probablemente también una alimentación normal! Quería ser
psicoanalista. Yo le dije: «¿Sabe usted lo que significa esto?
Esto significa que debe primero conocerse a sí mismo. El instrumento es usted
mismo. Si usted no está bien, ¿cómo podrá ponerse bien el paciente? Si usted no
está convencido, ¿cómo podrá convencerles? Usted mismo es la auténtica materia
prima. Pero si no lo es, entonces ¡que Dios le ayude! En tal caso llevará a sus
pacientes al error. Debe pues usted primeramente iniciar el análisis de sí
mismo.»
El hombre estuvo de acuerdo,
pero me dijo en seguida: «¡No tengo nada problemático que contarle!» Esto debía
yo sospecharlo. Respondí: «Bueno, entonces podemos examinar sus sueños.» Él
contestó: «No tengo sueños.» Le dije: «Pronto empezará usted a tenerlos.»
Otro hubiera probablemente
soñado ya en la noche siguiente. Pero él no podía recordar ningún sueño. Así
fue durante catorce días, y me pareció algo inquietante.
Finalmente se presentó un
sueño muy significativo. Soñó que viajaba en tren. El tren paró dos horas en
cierta ciudad. Puesto que el soñador no conocía este lugar y deseaba conocerlo
se dirigió al centro de la ciudad. Allí encontró una casa medieval,
probablemente el ayuntamiento, y entró en ella. Recorrió largos pasillos y
entró en bellas salas de cuyas paredes colgaban antiguos cuadros y hermosos
tapices. Valiosos objetos se veían por doquier.
Repentinamente, vio que
oscurecía y el sol se escondía. Pensó: ¡Debo volver a la estación! En este
instante descubrió que se había perdido y no sabía ya dónde estaba la salida.
Se asustó, y a la vez se dio cuenta de que en la casa no había visto a ningún
hombre. Se sintió intranquilo y apresuró sus pasos con la esperanza de
encontrar a alguien. Pero no halló a nadie. Entonces llegó a una gran puerta y
pensó aliviado: ¡Aquí está la salida! Abrió la puerta y descubrió que había
entrado en una enorme sala. Estaba tan oscura que ni siquiera podía distinguir
la pared de la sala. Entonces vio —exactamente en el centro de la habitación—
algo blanco en el suelo y, cuando se acercó, descubrió a un niño idiota de unos
dos años. Estaba sentado en un orinal y se había embadurnado con heces. En este
instante se despertó, dando un grito de pánico.
Esto me bastaba: ¡se trataba
de una psicosis latente! Puedo decirles que yo sudaba cuando intenté librarle
del sueño. Tuve que describir el sueño lo más tranquilamente posible. No me
detuve en detalles. Lo que el sueño expresaba es, aproximadamente, lo
siguiente: el viaje con que empieza es el viaje a Zurich. Pero allí permanece
sólo poco tiempo. El niño en el centro de la sala es una figura de sí mismo
cuando tenía dos años. En los niños pequeños no son corrientes estos malos
modales, pero es algo siempre posible. ¡Las heces atraen su interés por su
color y olor! Cuando un niño se cría en la ciudad y sobre todo en una familia
severa, esto puede suceder fácilmente.
Pero aquel médico, el
soñador, no era ningún niño, era un adulto. Y por ello la visión onírica en el
centro de la sala constituía un símbolo nefasto. Cuando me explicó el sueño me di cuenta de que su
normalidad no era más que una compensación. Le había atrapado en el
último instante, pues por un pelo la psicosis hubiese brotado y puesto de
manifiesto. Ello debía impedirse. Finalmente me fue posible, con ayuda de uno
de sus sueños, hallar un plausible final.
Los dos quedamos mutuamente
agradecidos por este final. No le participé mi diagnóstico, pero él había
notado que experimentaba un pánico fatal cuando un sueño le anunciaba que un
peligroso enfermo mental le perseguía. Poco después regresó el soñador a su
país natal. No le inquietó más el inconsciente. Su tendencia a la normalidad correspondía a una
personalidad que no se hubiera desarrollado a través de la confrontación con el
inconsciente, sino que se hubiera dispersado nada más. Estas psicosis
latentes son las bêtes nones de los
psicoterapeutas, pues con mucha frecuencia resultan difíciles de reconocer. En
estos casos es especialmente importante comprender los sueños.
Por lo
que deduzco fue un sueño lúcido. De repente, alguien que nunca soñaba, tenía un
sueño lúcido. Es un fenómeno muy raro. No puedo entender el significado dado
por Jung al sueño.
Caso de fenómeno de naturaleza
parapsicológica
«Me impresionó especialmente
el caso de un paciente a quien libré de una depresión psicógena. Una vez curado
regresó a casa y se casó, pero la mujer no me gustó. Cuando la vi por primera
vez tuve una inquietante sensación. Observé que no me veía con buenos ojos a
causa de mi influencia sobre su marido, que me estaba agradecido. Sucede con
frecuencia que las mujeres que no quieren verdaderamente al marido son celosas
y destruyen sus amistades. Quieren que les pertenezca por entero, porque precisamente ellas mismas no
le pertenecen a él. El núcleo de todos los celos es una falta de amor. La
intromisión de la mujer significó para el paciente una carga inusitada para la
cual no estaba preparado. Un año después de la boda, bajo esta carga, cayó
nuevamente en una depresión. Yo había convenido con él —en previsión de esta
posibilidad— que me llamase inmediatamente si notaba que se descorazonaba. Pero
se abstuvo de hacerlo no sin saberlo su mujer, quien dio poca importancia a su
mal humor. No recibí noticias suyas.
Por aquel tiempo di en B. una
conferencia. Hacia la medianoche llegué al hotel —después de la conferencia
había ido a comer con un par de amigos— y me metí en la cama inmediatamente.
Estuve sin embargo bastante rato despierto. Hacia las dos —debía estar ya
dormido— me desperté con espanto y tuve el convencimiento de que alguien estaba
en mi habitación; me parecía como si alguien hubiera abierto la puerta
violentamente. Abrí la luz inmediatamente, pero allí no había nadie. Pensé que
quizás alguien se había equivocado de puerta y miré en el pasillo, reinaba el
silencio más absoluto. «Qué extraño —pensé—, alguien ha entrado en la
habitación.» Entonces intenté recordar lo pasado y me di cuenta de que me había
despertado por un sordo dolor, como si algo me hubiera dado contra la frente y
me hubiera golpeado en la parte posterior del cráneo. Al día siguiente recibí un
telegrama, en que se me comunicaba que aquel paciente se había suicidado. Más
tarde supe que se había disparado un tiro y que la bala se introdujo en la
parte posterior del cráneo.
En este suceso se trató de un
auténtico fenómeno de sincronismo,
como no es raro observar en relación con una situación arquetípica —en este
caso la muerte. Mediante la relativización del tiempo y del espacio en el
inconsciente es posible que hubiera percibido algo que en la realidad sucedía
en otro lugar completamente distinto. El inconsciente colectivo es común a
todos, constituye el fundamento de lo que en la antigüedad se definió como
«simpatía de todas las cosas». En este caso mi inconsciente supo la situación
de mi paciente. Ya la tarde anterior me sentí extrañamente inquieto y nervioso,
contrariamente a mi modo de ser habitual.»
Espíritus
elevados insatisfactorios con su yo terrestre crean neurosis sin importar la
religión a la que pertenezcan.
«Recuerdo muy bien el caso de
una judía que había perdido la fe. Comenzó con un sueño que tuve en el que se
me presentaba una muchacha desconocida. Me expuso su caso y mientras hablaba
pensé: no comprendo nada de lo que ella me dice. ¡No comprendo de qué se trata!
Pero de repente comprendí que ella tenía un extraño complejo paterno. Tal fue
el sueño.
Al día siguiente en mi agenda
constaba: consulta, a las cuatro. Apareció una muchacha. Una judía, hija de un
rico banquero, bonita, elegante y muy inteligente. Se había sometido ya a un
análisis, pero el médico se sintió atraído por ella y le rogó finalmente que no
le visitara más, de lo contrario peligraba su matrimonio.
La muchacha padecía desde
hacía tiempo una grave neurosis de angustia que después de esta experiencia,
naturalmente, se agravó. Comencé la anamnesia, pero no logré descubrir nada
especial. Era una judía adaptada al occidente, profundamente instruida. Al
principio no logré entender su caso. De repente recordé mi sueño y pensé: ¡Dios
mío, es la misma persona! Pero puesto que no podía comprobar en ella ninguna huella
de complejo de padre le pregunté, como acostumbro a hacer en tales casos, por
su abuelo. Entonces vi cómo cerró los ojos por un instante y supe
inmediatamente: ¡Ahí está! Le rogué, pues, que me hablara de su abuelo y me
enteré de que era un rabino que perteneció a una secta judía. Pregunté
nuevamente: «Si era un rabino, ¿era quizás un zaddiquim?» «Sí, se dice que fue
una especie de santo y que poseía el don de la segunda visión. ¡Pero todo esto
no son más que estupideces! Tal cosa no existe.»
Con ello concluí la anamnesia
y comprendí la historia de su neurosis, que le expliqué: «Ahora voy a decirle
algo que quizás usted no pueda aceptar. Su abuelo fue un zaddiquim. Su padre
renegó de la fe judaica. Traicionó el secreto y olvidó a Dios. Y usted tiene esta
neurosis porque siente temor de Dios.» ¡Quedó como fulminada por el rayo!
La noche siguiente tuve otro
sueño. En mi casa se daba una fiesta y he aquí que la muchacha estaba también
presente. Vino hacia mí y me preguntó: «¿Tiene usted un paraguas? ¡Llueve tanto!»
Encontré efectivamente un paraguas, lo hice girar para abrirlo y quise dárselo.
¿Pero qué sucedió en lugar de esto? Se lo entregué de rodillas como si fuera
una divinidad.
Le expliqué el sueño y a los
ocho días la neurosis había desaparecido.3 El sueño me había mostrado que ella
no era una persona superficial, sino que tras ella se ocultaba una santa. Pero
ella no tenía una imaginación mitológica y por ello lo esencial no encontraba
en ella expresión alguna. Todas sus intenciones giraban en torno a coqueteos,
vestidos y «sexualidad» porque no conocía nada más que esto. No conocía sino el
intelecto y su vida era un absurdo. En realidad era una criatura de Dios que
debía cumplir sus secretos designios. Tuve que despertar en ella ideas
mitológicas y religiosas, pues pertenecía al tipo de personas a las que se
exige una dedicación a las cosas del espíritu. ¡Gracias a ello su vida adquirió
sentido y perdió todo rastro de neurosis!
En este caso no empleé ningún
«método», sino que vi la presencia del Numen. Se lo expliqué a la paciente y
ello determinó la curación. Aquí no existió método alguno; aquí imperó el temor
de Dios.
He visto con mucha frecuencia
que los hombres se vuelven neuróticos cuando se conforman con respuestas
insatisfactorias o falsas a las cuestiones de la vida.
Buscan una buena situación,
matrimonio, reputación y éxitos externos y dinero, y permanecen desgraciados y
neuróticos, incluso cuando han conseguido lo que buscaban. Tales hombres se
sumen las más de las veces en una excesiva estrechez espiritual. Su vida no
tiene contenido satisfactorio alguno, ningún sentido. Cuando pueden desarrollar
una más amplia personalidad, deja de existir la neurosis en la mayoría de los
casos. Es por ello que para mí, desde un principio, fueron de suma importancia
las ideas de desarrollo.»
« Un teólogo tenía un sueño que se repetía con
frecuencia. Soñaba que estaba en una pendiente desde la que se divisaba un
bello panorama en un profundo valle con frondosos bosques. Sabía que hasta
entonces siempre algo le había impedido ir allí. Pero esta vez quería realizar
sus planes. Al acercarse al lago se sintió intranquilo y repentinamente sopló
una ligera ráfaga de viento sobre la superficie del agua, que se encrespó. Se
despertó con un grito de terror.
El sueño parece de momento
incomprensible; pero como teólogo hubiera debido recordar el «estanque» cuyas
aguas son removidas por un viento repentino y en la que se sumerge a los
enfermos —el estanque de Bethesda. Un ángel desciende y toca el agua que por
ello adquiere facultad curativa. El viento suave es el Espíritu Santo que sopla
donde quiere. Y ello causa al soñador angustia infernal. Se manifiesta una
invisible presencia, un numen que vive por sí mismo y por el cual se origina
una tormenta sobre los hombres. La posibilidad del lago de Bethesda el soñador
sólo la admitió de mala gana. No quiso admitirla, pues tales cosas se discuten
sólo en la Biblia
y a lo sumo los domingos por la mañana durante el sermón. No tienen nada que
ver con la psicología. Del Espíritu Santo se habla sólo en ocasiones festivas,
pero no, de ningún modo, es un fenómeno de la experiencia.
Yo sé que el teólogo debía
superar su miedo y, por así decirlo, vencer su pánico. Pero no insisto nunca
cuando alguien no está dispuesto a seguir su propio camino y a asumir su propia
responsabilidad. No estoy dispuesto a concluir fácilmente que se trata
«únicamente» de resistencias normales. Las resistencias —concretamente cuando
son obstinadas— merecen consideración, porque con frecuencia significan
advertencias que no se deben pasar por alto. Lo curativo puede ser un veneno
que no todos aceptan, o una operación que causa la muerte si resulta
contraindicado.
Cuando se trata de la
vivencia interna, de lo más personal, resulta para la mayoría de hombres poco
tranquilizante y muchos huyen de ello. Así también este teólogo. Sé
perfectamente que los teólogos se encuentran en una situación más difícil que
los demás. Por una parte están más próximos a lo religioso, pero por otra parte
se encuentran más estrechamente vinculados por la Iglesia y el dogma. El
riesgo de la vivencia interna, la aventura espiritual, es desconocida por la
mayoría de hombres. La posibilidad de que puede ser una realidad psíquica es
anatema. ¿Debe basarse en algo «sobrenatural» o por lo menos «histórico», pero
psíquico? Ante esta pregunta surge a menudo un menosprecio del alma tan
repentino como profundo.»
« Una vez me visitó una dama, perteneciente a la alta
nobleza, que acostumbraba a abofetear a todos sus empleados, inclusive a sus
médicos. Padecía una neurosis impulsiva y había estado en una clínica sometida
a tratamiento. Naturalmente, no tardó en propinar al médico jefe el obligado
bofetón. A sus ojos no era más que un buen valet
de chambre. Éste la envió a otro médico con el que de nuevo pasó lo mismo.
Puesto que la dama no estaba propiamente loca, aunque había que tratarla con
pies de plomo, se vio en un apuro y me la envió a mí.
Era una personalidad
imponente, de 1,82 de altura. ¡Realmente podía pegar, se lo aseguro a ustedes!
Se presentó y conversamos agradablemente. Luego llegó el momento en que hube de
decirle algo desagradable. Con rabia, se levantó de un salto y me amenazó con
pegarme. Yo me había levantado también de un salto y le dije: «Bueno, usted es
la dama, pegue primero —Ladies first!
Pero luego pegaré yo», y ésa era también mi intención. Se dejó caer en una
silla y dijo: «Esto no me lo había dicho nadie todavía.» Pero a partir de este
instante la terapéutica surtió efecto. Lo que esta paciente necesitaba era la
reacción masculina. En este caso hubiera sido completamente erróneo «cooperar».
Ello no la hubiera ayudado en absoluto. Tenía una neurosis impulsiva porque
moralmente no podía dominarse a sí misma. Tales gentes son dominadas por la
naturaleza, precisamente mediante los síntomas impulsivos.»
Los más difíciles
«A los pacientes más
difíciles y desagradecidos pertenecen, según mi experiencia, junto a los
habituales mentirosos, los denominados intelectuales, pues en ello una mano
ignora lo que hace la otra. Cultivan una psicología à compartiments. Con un intelecto no controlado por sentimiento
alguno, todo se puede solucionar y, sin embargo, se tiene una neurosis.»
Sobre Freud
« Algo distinto sucedió en relación con el tema de la
represión. En este aspecto no podía dar la razón a Freud. Él veía como causa de
la represión el trauma sexual y ello no me bastaba. En mi consulta conocí
numerosos casos de neurosis en los cuales la sexualidad desempeñaba un papel
meramente secundario, mientras que había otros factores en primer plano, por
ejemplo, el problema de la adaptación social, de la opresión por circunstancias
de la vida, las pretensiones de prestigio, etc. Posteriormente le presenté a
Freud tales casos, pero él no admitía otros factores que no fueran la
sexualidad. Esto me
pareció muy poco satisfactorio.»
«Y continué manifestándome a
favor de Freud y sus ideas.
Sólo que a causa de mis propias experiencias no podía aceptar el que todas las
neurosis estuvieran motivadas por la represión sexual o traumas de carácter
sexual. Para ciertos casos esto era exacto, pero para otros, no. En todo caso,
Freud había abierto nuevos caminos a la investigación y la indignación de
entonces contra él me pareció absurda»
Un
aspecto que Jung no pudo aceptar de Freud era cuando en una obra de arte o
expresión artística se hablara de espiritualidad, para Freud resultara
sospechosa, escondiendo traumas sexuales. En sus discusiones con Freud le
comentó:
«La cultura aparecía como una
mera farsa, como fruto morboso de la sexualidad reprimida. «Ciertamente
—concedía él—, así es. Ello es una maldición del destino contra la cual nada
podemos.»»
«Era evidente que la teoría
sexual de Freud resultaba singularmente sugestiva. Cuando Freud hablaba de
ello, su voz se hacía imperiosa, angustiosa casi, y ya no se notaba nada de su
actitud crítica y escéptica. Una expresión extrañamente agitada, una causa que
no lograba yo aclarar, animaba su rostro. Me impresionó profundamente que la
sexualidad significara para él un numinosum.
Mi impresión quedó confirmada por una conversación que tuvo lugar unos tres
años después (1910), nuevamente en Viena. Recuerdo todavía muy vivamente cómo
me dijo Freud: «Mi querido Jung, prométame que nunca desechará la teoría
sexual. Es lo más importante de todo. Vea usted, debemos hacer de ello un
dogma, un bastión inexpugnable.» Me dijo esto apasionadamente y en un tono como
si un padre dijera: «Y prométeme, mi querido hijo, ¡que todos los domingos irás
a misa!» Algo extrañado le pregunté: «Un bastión ¿contra qué?» A lo que
respondió: «Contra la negra avalancha», aquí vaciló un instante y añadió: «del
ocultismo».
En primer lugar fueron el
«dogma» y el «bastión» lo que me asustó; pues un dogma, es decir, un credo indiscutible, se postula
sólo allí donde se quiere reprimir una duda de una vez para siempre. Pero esto ya no tiene nada que ver
con una opinión científica, sino sólo con un afán de poder personal.
Lo que Freud parecía entender
por «ocultismo» era, más o menos, todo lo que la filosofía y la religión,
incluyendo la parapsicología, que por entonces estaba de moda, tenían que decir
sobre el alma.
Para mí la teoría sexual era
igualmente «oculta», es decir, indemostrable, pura hipótesis posible, como
muchas otras concepciones especulativas. Una verdad científica era para mí una
hipótesis satisfactoria por el momento, pero no un artículo de fe para todos
los tiempos.
Sin poder entonces comprender esto correctamente, había observado en
Freud una secuela de factores religiosos inconscientes.»
« Una cosa estaba clara para mí: Freud, que siempre
hacía hincapié en su irreligiosidad, se había construido un dogma, mejor dicho,
en lugar del Dios celoso que había perdido, había puesto una imagen forzosa,
concretamente a la sexualidad; una imagen que no era menos apremiante,
exigente, despótica, amenazadora y ambivalente moralmente.»
Eros y
Poder, NO y SI absolutos. Eros lo malo del instinto humano y el dogma como
evidencia del poder para dominarlo.
«Después
de aquella segunda conversación en Viena comprendí también la hipótesis del
poder, de Alfred Adler, pues hasta entonces no le había prestado suficiente
atención: Adler había aprendido del «padre», como muchos hijos, no lo que éste dijo sino lo que hizo. Entonces el problema del amor —o eros— y del poder me pareció
un lastre del espíritu tal como él mismo me dijo. Freud nunca había leído a
Nietzsche. Ahora veía yo su psicología como un ardid de la historia del
espíritu que compensaba la deificación por Nietzsche del principio del poder.
El problema no se planteaba manifiestamente «Freud versus Adler», sino «Freud
versus Nietzsche». Me pareció significar mucho más que una mera querella
familiar en la psicopatología. Comencé a darme cuenta de que eros e impulso de
poder eran como hermanos desavenidos e hijos de un mismo padre, una fuerza
espiritual constructiva, la cual —como carga eléctrica positiva y negativa— se
manifiesta en la experiencia de forma antagónica: una como un patiens, el eros, y la otra como un agens, el impulso de poder, y viceversa.
El eros recurre al impulso de poder tanto como éste al primero. ¿Dónde puede
hallarse un impulso sin el otro? El hombre está sometido, por una parte, al
impulso, por otra parte intenta dominarlo. Freud muestra cómo el objeto sucumbe
al impulso y Adler cómo el hombre se sirve de éste para dominar el impulso.
Nietzsche, entregado y supeditado a su destino, tuvo que crearse un
«superhombre». Freud, así concluí yo, quedó tan impresionado por el poder del
eros que quiso elevarlo a un numen religioso, incluso a dogma —aere perennius. No es ningún secreto que
Zaratustra es el heraldo de un evangelio, y Freud compite incluso con la Iglesia en su intención de
canonizar los principios. No hizo esto de un modo demasiado ostensible, pero
sí, sin embargo, con la intención, sospechosa para mí, de querer pasar por
profeta.»
Brillante
explicación de Jung que permite comprender un relato incomprendido del libro
del Génesis cuando habla de los ángeles que bajaron a la tierra para tener
relaciones sexuales con las bellas mujeres. Cuántas historias de incubos,
pesadillas de mujeres atacadas por la noche. La imagen de un hombre y una mujer
besándose es un clásico en el arte popular contemporáneo, tal como se la
representa en la hermosa pintura denominada “amor imaginario” abajo.
Es por
demás notoria la ausencia de este arquetipo en el AT y NT en combinación con el
nombre o palabra griega eros. Podemos
hallarlo, obviamente, como en el libro el Cantar de los Cantares o en las “bodas
del Cordero”, la hierogamia entre el Cristo y la Iglesia en el NT, sin
embargo deliberadamente se extirpa toda alusión al eros griego al ser juzgado de “pagano” como obra del Diablo. Es uno
de los principales defectos de las religiones occidentales y orientales. Estos
mitos griegos han sido hasta mal interpretados por los mismos griegos, los cuales
representan realidades imposibles de ocultar motivo por el cual son rechazados
por los hombres que ignoran sus verdaderos significados.
Errores de Freud y Nietzsche según
Jung
«Si Freud hubiera observado
mejor la verdad psicológica de que la sexualidad es numinosa —es un Dios y un
Diablo— no se hubiera quedado atascado en la estrechez de un concepto
biológico. Y Nietzsche, con su entusiasmo, no se hubiera situado al margen del
mundo, si hubiera dado más importancia a los fundamentos de la existencia
humana.»
Significado de Nirvana
«De este modo, un hombre cae
en un absoluto «sí» y otro en un «no», igualmente absoluto. «Nirvana» (libre de
los Dos) dice el Oriente. No lo he olvidado. El péndulo espiritual oscila
siempre entre la sensatez y el absurdo y entre lo verdadero y lo falso. El
peligro del numinoso estriba en que conduce a los extremos, y que una verdad
humilde se toma por la verdad y un
pequeño error es tenido por un fatal
extravío.»
Freud ante una evidencia
paranormal
«Me interesaba oír las
opiniones de Freud sobre la precognición y sobre parapsicología en general.
Cuando le visité en 1909 en Viena le pregunté qué pensaba acerca de ello. De
acuerdo con su prejuicio materialista, rechazó radicalmente la cuestión como
algo absurdo, basándose en un positivismo tan superficial, que me fue difícil
no responderle con acritud. Transcurrieron todavía algunos años hasta que Freud
reconoció la importancia de la parapsicología y la autenticidad de los
fenómenos «ocultos».
Mientras Freud exponía sus
argumentos, yo sentí una extraordinaria sensación. Me pareció como si mi
diafragma fuera de hierro y se pusiera incandescente —una cavidad diafragmática
incandescente. Y en este instante sonó un crujido tal en la biblioteca, que se
hallaba inmediatamente junto a nosotros, que los dos nos asustamos. Creímos que
el armario caía sobre nosotros. Tan fuerte fue el crujido. Le dije a Freud: «Esto
ha sido un fenómeno de exteriorización de los denominados catalíticos.»
«¡Bah —dijo él—, esto sí que
es un absurdo!» «Pues no», le respondí, «se equivoca usted, señor profesor. Y
para probar que llevo razón le predigo ahora que volverá inmediatamente a oírse
otro crujido». Y, efectivamente: ¡apenas había pronunciado estas palabras se
oyó el mismo crujido en la biblioteca!
No sé aún hoy por qué tenía
tal certeza. Pero sabía con toda exactitud que el crujido iba a repetirse.
Freud me miró horrorizado. No sé qué pensaba o qué miraba. En todo caso, este
hecho despertó su desconfianza hacia mí y yo tuve la sensación de haberle hecho
algo. Nunca más volví a hablarle de esto.»
Para
Jung, a diferencia de Freud, su carrera era la investigación de la verdad y no
una cuestión de alcanzar prestigio personal.
«Freud tuvo un sueño cuyo
contenido no estoy autorizado a exponer. Lo interpreté lo mejor que supe, pero
añadí que se podían deducir muchas más cosas si quería comunicarme algunos
detalles de su vida privada. A estas palabras, Freud me miró extrañado —su
mirada estaba llena de desconfianza— y dijo: «El caso es que no puedo arriesgar
mi autoridad.»
En este instante la perdió.
Esta frase se me grabó en la memoria. En ella estaba escrito el final de
nuestra relación. Freud colocaba la autoridad personal por encima de la
verdad.»
Freud no
pudo interpretar los sueños de Jung, pero Jung se dio cuenta que estaba en el
camino correcto en su interpretación cuando apareció esa reacción. ¡Quería
ocultar la verdad! Jung había dado en el clavo, pero Freud no estaba dispuesto
a reconocerlo.
El sueño
de la discordia de Jung frente a la que Freud supuso la tragedia, mal
interpretado por el, pues su significado era muy distinto del que Freud
suponía.
«Me encontraba en una casa desconocida
para mí que tenía dos plantas. Era «mi casa». Yo me hallaba en la planta
superior. Allí había una especie de sala de estar donde se veían bellos muebles
antiguos de estilo rococó. De la pared colgaban valiosos cuadros antiguos. Yo
me admiraba de que tal casa pudiera ser la mía y pensé: ¡no está mal! Pero
entonces caí en que todavía no sabía qué aspecto tenía la planta inferior.
Descendí las escaleras y entré en la parte baja. Allí todo era mucho más
antiguo y vi que esta parte de la casa pertenecía aproximadamente al siglo XV o
XVI. El mobiliario era propio de la Edad Media y el pavimento era de ladrillos rojos.
Todo estaba algo oscuro. Yo iba de una habitación a otra y pensaba: ¡Ahora debo
explorar toda la casa! Llegué a una pesada puerta, que abrí. Tras ella descubrí
una escalera de piedra que conducía al sótano. Bajé y me hallé en una bella y
abovedada sala muy antigua. Inspeccioné las paredes y descubrí que entre las
piedras del muro había capas de ladrillos; la argamasa contenía trozos de ladrillos.
Ahora mi interés subió de punto. Observé también el pavimento, que constaba de
baldosas. En una de ellas descubrí un anillo. Al tirar de él se levantó la losa
y nuevamente hallé una escalera. Era de peldaños de piedra muy estrechos que
conducían hacia el fondo. Bajé y llegué a una pequeña gruta. En el suelo había
mucho polvo, y huesos
y vasijas rotas, como restos
de una cultura primitiva. Descubrí dos cráneos humanos semidestruidos y al
parecer muy antiguos. Entonces me desperté.
Lo que le interesó particularmente
a Freud fueron los dos cráneos. Una y otra vez volvió a hablar de ellos y me
insinuó que intentara hallar un deseo en relación con ellos. ¿Qué pensaba yo
sobre los cráneos? ¿Y de quién procedían? Naturalmente, yo sabía exactamente
por dónde iba: que aquí se ocultaban deseos de muerte. Pero ¿qué quiere
exactamente?, pensaba yo para mis adentros. ¿A quién debo desearle la muerte?
Me opuse tenazmente a tal interpretación e incluso llegué a vislumbrar qué
significaba realmente este sueño. Pero entonces no confiaba realmente en mis
opiniones y quería oír la suya. Quería aprender de él. Así pues, me dejé llevar
por sus intenciones y dije: «Mi mujer y mi cuñada» —¡pues tenía que nombrar a
alguien a quien valiese la pena desearle la muerte!»
«…a mí me interesaba hallar
el verdadero sentido del sueño. Me resultaba evidente que la casa representaba
un tipo de psiquis, es decir, mi estado de conciencia de entonces con sus
complementos hasta entonces ignorados. La consciencia estaba representada por
la sala de estar. En el ambiente se
notaba que estaba habitada,
pese al estilo antiguo. En la planta baja comenzaba ya el inconsciente. Cuanto
más descendía yo, tanto más extraño y oscuro se volvía. En la gruta hallé
restos de una cultura primitiva, es decir, el mundo de los hombres primitivos
en mí, que apenas puede ser ya alcanzado o iluminado por la consciencia. El
alma primitiva del hombre linda con la vida del alma animal, como también las
cuevas prehistóricas fueron habitadas las más de las veces por animales, antes
de que los hombres se las apropiaran. Me resultó entonces especialmente
consciente cuán profundamente sentía yo la diferencia entre la actitud
espiritual de Freud y la mía. Me había educado en la atmósfera intensamente
histórica de Basilea a fines del siglo pasado y había adquirido, gracias a la
lectura de los filósofos antiguos, una cierta información sobre la historia de
la psicología.
Cuando meditaba sobre los
sueños y el significado del inconsciente no lo hacía sin establecer una
comparación histórica; en mi época universitaria me había servido siempre del
viejo diccionario de filosofía de Krug. Conocía especialmente los autores del
siglo XVIII, así como los de principios del siglo XIX. Este mundo constituía la
atmósfera de mi cuarto de estar en el primer piso. Frente a esto tuve la
impresión como si la Historia
del Espíritu de Freud se enraizase en Büchner, Moleschott, Dubois-Rey-mond y
Darwin.
A mi estado de conciencia ya
reseñado, el sueño añadía ahora más estratos de consciencia: la planta baja,
desde hacía tiempo deshabitada y de estilo medieval, después el sótano romano y
finalmente la gruta prehistórica. Representaban tiempos pasados y estratos de
consciencia superados. Muchas cuestiones me habían preocupado vivamente la
víspera del sueño: ¿sobre qué premisas se apoya la psicología de Freud? ¿A qué
categoría del pensamiento humano pertenece? ¿En qué relación se encuentra su
casi exclusivo personalismo con respecto a las premisas generales históricas? Mi sueño dio la respuesta.
En él se retrocedía hasta los fundamentos de la historia de la cultura, de una
historia de estados de consciencia sucesivos. Representaba algo así como un
diagrama estructural del alma humana, una premisa de naturaleza completamente
impersonal. Esta idea dio en el blanco: it
clicked, como dicen los ingleses; y el sueño se convirtió para mí en una
imagen directriz que en los próximos años se confirmaría de un modo desconocido
por mí. Me dio el primer presentimiento de una psiquis colectiva a priori de la personal que al principio
interpreté como huellas de las primitivas funciones. Sólo más tarde, al
acrecentar mi experiencia y más profundos mis conocimientos, reconocí en las
funciones las formas instintivas, los arquetipos.
No pude nunca darle la razón
a Freud de que el sueño es una «fachada» tras la cual se oculta su sentido; un
sentido que es ya consciente, pero que está implícito en la consciencia, por
así decirlo, de modo maligno. Para mí los sueños son naturaleza a la cual no es
inherente ninguna tentativa de engaño, sino que expresa algo, lo mejor que
puede —como una planta que crece, o un animal que busca su alimento. Así
también los ojos no quieren engañar, pero quizás nos engañamos porque los ojos
son miopes. O bien oímos mal, porque los oídos son algo sordos, pero no porque
ellos quieran engañarnos. Mucho antes de que conociera a Freud había
considerado lo inconsciente, así como a los sueños, su expresión inmediata,
como un proceso natural en el cual no cabe nada arbitrario ni intención
engañosa alguna.»
La neurosis
se halla en distintos grados manifiesta en todos.
«Él mismo tenía una neurosis
y concretamente fácil de diagnosticar por sus síntomas bastante desagradables,
como descubrí en nuestro viaje a América. Me descubrió entonces que todo el
mundo es algo neurótico y que, por lo tanto, hay que ser tolerante.»
Así como
yo tengo las mías y otros me aguantan, yo tengo que aguantar a los demás.
El incesto para Jung tenía un
trasfondo religioso.
«Para mí el incesto
significaba sólo en muy raros casos una complicación personal. En la mayoría de
casos representaba algo de naturaleza altamente religiosa, razón por la cual
desempeña en casi todas las cosmogonías y en numerosos mitos un papel decisivo.
Pero Freud persistía en la interpretación textual y no podía captar el
significado espiritual del incesto como símbolo. Yo sabía que él nunca podría
aceptar esto.»
El sueño de la paloma
«En 1912, durante las fiestas
navideñas, tuve un sueño. Me encontraba en una bella logia italiana con
columnas, pavimento de mármol y una balaustrada también en mármol. Allí estaba
yo sentado en una silla dorada de estilo Renacimiento y ante mí se hallaba una
mesa de exquisita belleza. Era de piedra verde, como de esmeralda. Yo estaba
sentado y miraba hacia la lejanía, pues la logia se hallaba en lo alto de la
torre de un castillo. Mis hijos se encontraban también junto a la mesa.
De repente se acercó un
pájaro blanco, una pequeña gaviota o una paloma. Delicadamente se posó sobre la
mesa y yo hice señas a mis hijos para que guardaran silencio y no asustaran al
bello pájaro blanco. De pronto la paloma se transformó en una muchachita de
cabellos dorados y de unos ocho años. Salió corriendo con los niños y jugaron
juntos en el soberbio claustro del castillo.
Yo quedé absorto en mis
pensamientos, meditando sobre lo que acababa de presenciar. Entonces volvió la chiquilla y con su brazo me rodeó
cariñosamente el cuello. De repente desapareció, volvió a estar allí la paloma
y habló lentamente con voz humana: «Sólo en las primeras horas de la noche
puedo adquirir forma humana, mientras la paloma está ocupada con los doce
muertos.»
En este momento escapó
volando y surcó los aires. Yo me desperté.»
¡Que
sueño hermoso e intrigante! Una coherencia exquisita en medio del absurdo. Jung
no acertaba sobre su significado.
« Lo único que podía decir acerca del sueno era que
mostraba una extraordinaria vivificación del inconsciente. Pero no conocía
ninguna técnica para poder examinar a fondo el proceso interno. ¿Qué relación
puede tener una paloma con doce muertos? Respecto de la mesa esmeralda me
acordé de la historia de la tabula
smaragdina de la leyenda de Hermes Trimegisto. Él había legado una mesa en
la que estaba grabada en lengua griega la esencia de la sabiduría alquímica.
Pensé también en los doce apóstoles, en los doce meses del año, en los signos
del zodíaco. Pero no hallé
solución al enigma. Finalmente tuve que rendirme.
No me quedaba otro recurso
que esperar vivir más y prestar atención a mis fantasías. Entonces se repitió
una fantasía terrible: allí había algo muerto que todavía vivía. Por ejemplo,
se llevaban cadáveres a hornos crematorios y entonces se observaba que todavía
vivían. Estas fantasías se agudizaron y se confundieron en un sueño:
Estaba en un lugar que me
recordaba los Alyscamps junto a Arles. Allí se encuentra una avenida de
sarcófagos que se remontan hasta la época de los merovingios. En el sueño salía
yo de la ciudad y veía ante mí una avenida parecida, con una larga hilera de
tumbas. Se trataba de pedestales cubiertos de losas, sobre los cuales estaban
los muertos de cuerpo presente. Yacían vistiendo antiguos sepulcrales los
caballeros en sus armaduras, pero con la diferencia de que los muertos de mi
sueño no estaban esculpidos en piedra, sino momificados de un modo extraño.
Me detuve ante la primera
tumba y observé al muerto. Era un hombre de los años treinta del siglo XIX. Con
interés contemplé sus vestiduras. De repente se movió y volvió a la vida.
Separó sus manos y supe que ello sucedía sólo porque yo le estaba mirando. Con
una sensación desagradable proseguí mi camino y llegué ante otro muerto que
pertenecía al siglo XVIII. Sucedió lo mismo: cuando lo miré, volvió a la vida y
movió las manos. Así fui recorriendo toda la hilera hasta que llegué, por así
decirlo, al siglo ΧΠ, a un cruzado en cota de mallas, que también yacía con las
manos juntas. Su semblante parecía tallado en madera. Le contemplé largamente,
convencido de que estaba realmente muerto. Pero de pronto vi que un dedo de la
mano izquierda comenzaba lentamente a moverse.
El sueño me preocupó durante
mucho tiempo. Naturalmente había aceptado anteriormente la idea de Freud de que
en el inconsciente se hallan reliquias de antiguas experiencias. Sueños como éste y la auténtica
vivencia del inconsciente me llevaron a la opinión de que estos restos no son,
sin embargo, formas muertas, sino que forman parte de la psiquis viva. Mis
posteriores investigaciones confirmaron esta hipótesis y en el transcurso de
los años surgió de ella la teoría de los arquetipos.
Los sueños me impresionaban,
pero no podían ayudarme a vencer mi sensación de desorientación. Por el
contrario, vivía como bajo una opresión interior. Con el tiempo se hizo tan
fuerte que supuse debía existir en mí un trastorno psíquico. Por dos veces
repasé todas las particularidades de mi vida, especialmente los recuerdos de mi
infancia; pues creía que quizás había algo en mi pasado que pudiera
considerarse como causa de mi trastorno. Pero la ojeada retrospectiva resultó
infructuosa y tuve que aceptar mi ignorancia. Me dije: «No sé en absoluto lo
que hago ahora, ni lo que me sucede.» Así pues, me abandoné conscientemente a
los impulsos del inconsciente.»
« Siempre que en mi vida posterior quedaba atascado,
pintaba un cuadro o esculpía una piedra y ello constituía siempre un rite d'entrée para las idas y trabajos
subsiguientes.»
En 1913
soñó la guerra que estallaría en Europa, una inundación que cubriría casi toda
Europa, un mar de sangre y cadáveres. No sabía su significado hasta que estalló
la Gran Guerra.
«Pasaron dos semanas y la
alucinación volvió a presentarse bajo las mismas circunstancias, sólo que la
transformación en sangre era todavía más terrible. Oí una voz interna: «Míralo,
es completamente real y así será; de esto no hay duda.»
En el invierno siguiente
alguien me preguntó qué pensaba acerca de los futuros acontecimientos del
mundo. Dije que no pensaban nada, pero vía torrentes de sangre.
La alucinación no me dejaba
tranquilo. Me pregunté si las visiones aludían a una revolución, pero no podía
acabar de creérmelo. Así pues, saqué la conclusión de que tenía algo que ver
conmigo mismo y supuse que estaba amenazado por una psicosis. La idea de la
guerra no se me ocurrió.»
Los
sueños se repetían mostrando desgracias, tragedias alrededor de su tierra, pero
no en ella. Solo cuando la I
Guerra mundial estalló comprendió el significado de esos
sueños. Fueron una serie de sueños premonitorios sobre la tragedia que hundiría
a casi toda Europa.
Filemón
«Filemón
y otras figuras de la fantasía me llevaron al convencimiento de que existen
otras cosas en el alma que no hago yo, sino que ocurren por sí mismas y tienen
su propia vida. Filemón representaba una fuerza que no era yo. Tuve con él
conversaciones imaginarias y él hablaba de cosas que yo no había imaginado
saberlas. Me di cuenta de que era él quien hablaba, y no yo. Él me explicaba
que yo me comportaba con mis ideas como si las hubiera creado yo mismo,
mientras que, en su opinión, estas ideas poseían su propia vida como los
animales en el bosque o los hombres en una habitación, o los pájaros en el
aire: «Si ves hombres en una habitación, no se te ocurriría decir que los has
hecho o que eres responsable de ellos», me explicó. Así iba yo familiarizando
paulatinamente con la objetividad psíquica, la «realidad del alma».
A través de las
conversaciones con Filemón se me hizo patente la diferencia entre yo y mi
objeto ideológico. También él se me presentaba objetivamente, por así decirlo,
y comprendí que hay algo en mí, que puede expresar cosas que yo no sé, ni
sospecho, cosas que, quizás, vayan dirigidas incluso contra mí.
Desde el punto de vista
psicológico, Filemón representaba una actitud de superioridad. Era para mí una
figura misteriosa. A veces se me aparecía de un modo casi real. Me paseaba con
él por el jardín, y era para mí lo que los indios definen como gurú. Cada vez
que se perfilaba una nueva personificación experimentaba yo casi un fracaso
personal. Ello significaba: «¡Y entretanto tampoco sabías tú esto!» y me
invadía el miedo de que quizás la serie de tales figuras era infinita y pudiera
perderme en los abismos de la ilimitada ignorancia. Mi yo se sentía rebajado de
valor, a pesar de que los numerosos éxitos externos podían hacerme sentir un
«privilegiado». Entonces no deseaba en mis tinieblas (Hórridas nostrae mentis purga tenebras, dice la Aurora Consurgens) nada mejor
que un concreto y verdadero gurú, una sabiduría y un poder supremos que me
desenmarañasen las espontáneas creaciones de mi fantasía. Esta tarea la
emprendió Filemón, a quien, en este aspecto, nolens volens, tuve que reconocer como maestro del alma. De hecho,
me transmitió pensamientos inspirados.
Más
de quince años después me visitó un viejo y culto indio, un amigo de Gandhi y
conversamos sobre la enseñanza india, en especial de la relación entre gurú y
chelah.
Titubeando le pregunté si
podía darme quizás información sobre la naturaleza y carácter de su propio
gurú, a lo que respondió en un tono matter-of-fact:
«¡Oh, sí, fue shankaracharya!»
«¿No se refiere usted al
comentarista de los Vedas? —observé yo—. Éste hace muchos siglos que murió.»
«Sí, a éste me refería»,
respondió, con gran asombro por mi parte.
«Así, pues, ¿usted se refiere
a un espíritu?», pregunté.
«Naturalmente, era un
espíritu», corroboró él. En este instante recordé a Filemón.
El gurú
no es, como suelen pensar muchas personas, solo un guía humano, ni siquiera un
espíritu encarnado en un ser humano, sino un guía netamente espiritual. Es como
se lo dijo el viejo y culto indio:
««Existen también gurús
espirituales —añadió—. La mayoría tienen por gurú a un hombre viviente. Pero
hay siempre quienes tienen por maestro a un espíritu.»»
Ello
marca una enorme diferencia. Mientras para ese indio era un espíritu o una
entidad inteligente espiritual con vida propia y separada, para Jung era parte
del inconsciente, de la parte 2, el otro yo, también con vida propia, pero,
semejante dualidad en uno mismo, por su incompresibilidad ha llevado a una
variante en la comprensión del fenómeno de tal manera que la mayoría lo
interpretan como un manifiesto de la propia consciencia que rebusca de manera
involuntaria entre los archivos neuronales, o bien a una simple imaginación de
la mente, llegando incluso a reducirlo en el dogma materialista a un fenómeno
meramente cerebral cercano a una disfunción, un alejamiento de lo “normal”.
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Fin
primera parte